Richard Mayhew se alegraba bastante de que Angela Lewis y su irritante exmarido hubieran abandonado el equipo. Ella siempre acababa haciéndolo enfadar, usurpándole la autoridad, y era una de esas personas que siempre creía que llevaba la razón. Y lo que más fastidiaba a Mayhew, que compartía ese mismo defecto, era que Angela no solía equivocarse.
Había estado en lo cierto al decir que había un ladrón en Carfax Hall y después había convencido a su exmarido para que lo ahuyentara. Mayhew no estaba del todo seguro de cómo lo había logrado, aunque consideraba que Chris Bronson tenía cierto aire amenazante que le resultaba inquietante. Y por eso a él, un hombre de delicada sensibilidad, Bronson le parecía un bestia.
Pero bueno, el caso era que los dos se habían ido y que estaba encantado. Y además su trabajo en la mansión ya había terminado.
Los especialistas habían preparado sus inventarios, habían catalogado todos los objetos que habían analizado, y habían señalado su importancia histórica y el valor comercial que podían tener. Ahora lo único que tenía que hacer él era cotejar los datos, redactar una carta con su valoración general y presentar el informe final a su superior en el museo Británico. Después, podría volver a su labor habitual.
Sin embargo, al salir de Carfax Hall por última vez aquel viernes por la tarde y mirar hacia la mampostería medio derruida de la vieja construcción, pensó que no había sido un interludio tan desagradable. Una semana en el campo, con todos los gastos pagados, metido en lo que podía ser una búsqueda del tesoro académica… Estaba claro que había formas mucho peores de pasar el tiempo.
Esos pensamientos agradables quedaron interrumpidos cuando alguien le dio una palmadita en el hombro. Se sobresaltó; el resto del equipo se había marchado hacía un cuarto de hora y sabía que estaba solo allí.
Se giró y se topó con la que se convertiría en su peor pesadilla.
El hombre que tenía delante era rechoncho y más bajo que él, mediría aproximadamente un metro sesenta y cinco, y tenía esa típica corpulencia fruto de un exceso de ejercicio físico. Un vendaje le cubría el lado izquierdo de la cara y la oreja, y su mirada, penetrante y oscura, pareció grabarse a fuego en el alma de Mayhew.
El aspecto físico del hombre era bastante inquietante, pero lo que le resultó más alarmante y difícil de comprender fueron el alzacuello que asomaba bajo su camisa negra y la pistola que tenía en la mano derecha; una pistola que lo apuntaba directamente.
Mayhew contuvo el aliento.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Las preguntas de una en una, gordito —le respondió el hombre con una voz tranquila y acompasada; tenía acento norteamericano y esas sencillas palabras pronunciadas con ese tono tan amenazante hicieron que a Mayhew se le revolvieran las tripas.
—No tengo dinero —respondió tartamudeando.
—No quiero tu dinero. Solo te quiero a ti. Abre la puerta que acabas de cerrar y vuelve a entrar en la casa.
Mayhew miró a su alrededor desesperadamente. Necesitaba ayuda.
El extraño se rio.
—Solo estamos nosotros, que te quede muy claro. Podría matarte aquí y ahora mismo y nadie oiría el disparo. Así que muévete antes de que lo haga.
A Mayhew le temblaban las manos tanto que tuvo que hacer tres intentonas antes de poder meter la llave en la cerradura.
—¡Vamos! —le dijo el hombre con brusquedad y hundiéndole la pistola en la espalda.
Cuando la puerta se abrió por fin, una fuerte mano lo empujó hacia delante; se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero recuperó el equilibrio justo cuando la puerta se cerró tras él. Al darse la vuelta vio al gánster norteamericano (a excepción del alzacuello, ¿qué otra cosa podía ser?) metiéndose la llave en el bolsillo.
—Entra en la cocina —añadió el intruso señalando hacia la parte trasera de la casa.
Mayhew asintió sin decir ni una palabra y fue hacia allí sin pararse a pensar en ningún momento cómo era posible que ese hombre supiera dónde estaba la cocina.
—¿Qué quiere de mí? —volvió a preguntar una vez estuvo allí.
El hombre ignoró la pregunta mientras señalaba con la pistola una butaca de madera situada en una esquina de la habitación.
—Quítate la chaqueta y siéntate.
Mayhew dejó la chaqueta sobre la mesa y fue hacia la butaca.
El hombre lo siguió, se sacó un manojo de bridas de plástico del bolsillo y se las lanzó.
—Ponte una alrededor de la muñeca derecha y apriétala fuerte —le ordenó y lo miró atentamente mientras Mayhew le obedecía—. Así vale —añadió al acercarse y atarle la muñeca izquierda al otro brazo de la butaca. Después se sacó del bolsillo unos alicates y tensó más ambas bridas.
Mayhew esbozó una mueca de dolor cuando el fino plástico se clavó en la piel.
Puso una silla enfrente y se sentó, después de dejar la pistola en la mesa. De uno de los bolsillos de la chaqueta sacó un látigo de cuero con varias correas terminadas en puntas de acero y lo colocó junto a la pistola automática.
Mayhew, con la respiración entrecortada, lo observaba cada vez más aterrado.
—Esto es un azote o flagelo —dijo el hombre con tono indiferente, mirando la fusta—. Es uno de los instrumentos de castigo más antiguos utilizado tanto para la punición como para la persuasión e, incluso, para la autoflagelación. Viene del latín flagellum, diminutivo de flagrum que significa «látigo» y que deriva de la raíz indoeuropea bhlag cuyo significado es «golpear». Los romanos lo usaban para castigar a los delincuentes. Se ha empleado durante siglos en las órdenes monásticas de todo el mundo y en solo un momento te lo mostraré. Después te haré unas preguntas. Te sugiero que las respondas lo más rápida, completa y precisamente que puedas.
El hombre se quitó la chaqueta, cogió el azote y se acercó a la butaca de madera.
—¡No, espere! —gritó Mayhew desesperado—. Le contaré todo lo que pueda.
—Sé que lo harás. No tengo la más mínima duda.
—No, por favor. Por favor, espere…
—No hagas ruido. Recuerda que nuestro señor Jesucristo soportó una flagelación durante su Pasión, antes de que le hicieran llevar su cruz hasta el Calvario. Este instrumento sagrado no hará más que animarte a cooperar y asegurar que lo que me cuentas sea exacto.
El hombre se situó frente a su cautivo antes de azotarle el pecho; las puntas de acero le rasgaron el fino algodón de la camisa y le hicieron unos cortes en el torso.
Mayhew soltó alaridos de dolor y se echó hacia atrás todo lo que pudo. Tenía los puños apretados y más sangre brotó alrededor de las bridas cuando el cortante plástico se le hundió aún más en las muñecas.
El intruso fue hacia el otro lado de la butaca, se cambió el azote de mano y volvió a sacudirlo. Después fue a su silla y se sentó.
Al cabo de unos minutos, los alaridos de dolor de Mayhew se habían reducido a unos suaves gemidos agonizantes.
—Ahora empezaremos por el principio. Cuéntame todo lo que sepas de la Locura de Bartholomew.
No era, en absoluto, lo que Mayhew se habría esperado.
—Pero si eso no es más que un cuento, una leyenda sobre un hombre estúpido que perdió una fortuna buscando algo que no estaba allí.
—Pues entonces no te supondrá ningún problema contármelo, ¿no?
Mayhew sacudió la cabeza.
—No, pero… —Se fue quedando sin voz.
El hombre cogió el azote y justo entonces Mayhew se centró y le explicó rápidamente todo lo que sabía o había leído sobre las infructuosas expediciones de Bartholomew a Persia.
—Todo eso lo había leído ya —contestó—. Necesito más información. ¿Por qué crees que malgastó el dinero?
—¿Qué?
—Hace cinco minutos me has dicho que Bartholomew Wendell-Carfax no era más que, abro comillas, «un hombre estúpido que perdió una fortuna buscando algo que no estaba allí». Cierro comillas. Eso es lo que has dicho. Así que, ¿cómo sabes que no estaba allí?
—Bueno, por supuesto que no lo sé —sollozó—. Lo que he dicho era una suposición.
—Pues venga, dame las razones que te hacen suponer eso.
Mayhew se detuvo, intentando desesperadamente pensar con claridad entre las sacudidas de pánico y terror que amenazaban con abrumarlo.
—Hay dos razones —dijo finalmente—. La primera es que el fragmento del texto persa probablemente databa del siglo I d. C. y es posible que en los dos mil años siguientes alguien se hubiera topado con ese supuesto tesoro y lo hubiera recuperado si es que de verdad existió.
—¿Y la segunda razón?
—Por todo lo que he leído, Bartholomew Wendell-Carfax no sabía muy bien dónde buscar. Tal vez ni siquiera buscó en el país correcto. La única pista que hay sobre la ubicación es el «valle de las flores» y sospecho que ese fue un nombre bastante común en muchas culturas de la época. A menos, claro está, que el resto del fragmento que Bartholomew encontró contuviera alguna información diferente a aquella de la que disponemos.
—¿Quieres decir que lo que está impreso en la guía no es la traducción completa?
—No. —Mayhew se resistió brevemente contra sus ataduras, aunque de nada sirvió. Estaba demasiado bien sujeto—. Si lee el fragmento se puede ver que solo contiene la parte del texto que Bartholomew le enseñó a Oliver. El resto debió de ocultarlo en alguna otra parte. Oliver pasó mucho tiempo de sus últimos años buscando el original, y esa es la razón por la que todos los muros de la casa están dañados. Estaba seguro de que había un pasadizo oculto o algún panel en alguna parte donde se escondía el pergamino persa.
—¿Y tú qué crees?
—No tengo ni idea. Sí que se sabe con certeza que Bartholomew encontró un pergamino y que después desapareció. Pero no sabemos si está escondido aquí en alguna parte de la casa o si estará guardado en alguna caja fuerte de un banco, o incluso si se habrá destruido en los últimos ochenta años.
El hombre agarró el azote con más fuerza.
—Dime qué es lo que consideras más probable.
—Creo que lo más probable es que esté escondido aquí. Al parecer, Bartholomew estaba planificando otra expedición cuando murió y en ese caso habría querido tener el texto completo disponible. Tal vez pensó que aún escondía pistas y seguro que lo estudiaba con regularidad.
—Si era un pergamino, estar manipulándolo todo el tiempo no habría sido una idea muy brillante, ¿no?
Mayhew respiró hondo y emitió un sonido que, incluso a él, le pareció un sollozo.
—Pero si lo tuvo guardado al vacío en una bolsa de plástico o colocado entre dos hojas de cristal y no lo expuso ni a la humedad ni a la luz, pudo conservarse bastante bien. Y seguro que también debió de hacer una copia y la tenía a mano. Sigo pensando que lo guardaba aquí, en alguna parte. No habría sido muy conveniente guardarlo en un banco; para él era una reliquia muy preciada e importante. —Suspiró—. Pero no tengo ni idea de por dónde podría empezar a buscar.
—No está mal —dijo el hombre, mirándolo fijamente—. Oliver me dijo que el pergamino se destruyó hace varios años. También me dijo que su padre hizo una copia del texto antes de que eso pasara.
—¿Se lo dijo Oliver Wendell-Carfax? —susurró Mayhew al caer en la cuenta de algo aterrador.
El hombre asintió y una ligera sonrisa se dibujó en sus labios. Después se acercó con el látigo hasta la butaca en la que estaba sentado Mayhew. Se colocó detrás. El respaldo de madera era alto y le llegaba casi hasta el cuello.
—Échate hacia delante —le ordenó—. O te azotaré dos veces.
Mayhew murmuró algo inaudible y se inclinó hacia delante con todo el cuerpo, temblando a la espera de la agonía que estaba por venir.
Al instante, el hombre bajó la fusta y abrió una hilera de heridas en la espalda de su prisionero.
Mayhew volvió a gritar cuando el hombre lo azotó una segunda vez.
—¡Ha dicho que solo me azotaría una vez! —protestó Mayhew entre sollozos de dolor.
—Yo pongo las reglas —fue lo único que contestó el intruso con una voz calmada y controlada mientras volvía a sentarse—. Ahora necesito saber qué más habéis encontrado aquí. Habéis tenido una semana entera para explorar este lugar. ¿Qué habéis descubierto?
Mayhew sacudió la cabeza; el dolor de los azotes del pecho y de la espalda le nublaban la mente.
—No… —empezó a decir, pero el extraño volvió a coger la fusta—. Espere, espere —dijo tartamudeando con desespero—. Sí que hemos encontrado algo. No es mucho, pero…
—Seré yo quien juzgue su valor. Tú dime qué es.
—La vasija. Un tarro de cerámica del siglo I en el que se había guardado el pergamino. Lo encontramos en el desván. Estaba hecho pedazos. Bartholomew lo rompió al intentar sacar el pergamino.
—¿Quién lo encontró? ¿Y dónde está ahora?
—Una de nuestras especialistas en cerámica, Angela Lewis. Ella se lo ha llevado.
—Háblame de ella.
Sollozando, Mayhew describió a Angela y le dijo dónde vivía y dónde trabajaba. Después se quedó en silencio, pensando que se disculparía ante ella la próxima vez que la viera. Por el momento era una cuestión de supervivencia.
—¿Habéis encontrado algo más?
Mayhew asintió con tristeza.
—Chris Bronson, el exmarido de Angela, encontró una caja de piel pequeña llena de notas escritas casi todas por Bartholomew. Angela dijo que eran informes de sus expediciones y unos cuantos billetes y recibos.
—¿Y se la llevó?
—Sí.
Se hizo el silencio mientras el hombre miraba a Mayhew.
—¿Algo más? —preguntó finalmente.
—No, nada que tenga que ver con la búsqueda del tesoro de Bartholomew.
El intruso asintió y volvió a coger el azote.
—Más no, por favor —le suplicó Mayhew—. Más no. No puedo soportarlo.
Fue hasta la pila de la cocina, abrió el grifo del agua fría y lavó la sangre que estaba secándose en las correas de piel. Secó la fusta cuidadosamente con un paño y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta antes de echarse la prenda sobre los hombros.
—Gracias —dijo Mayhew.
El hombre se giró y lo miró.
—Creo que has hecho todo lo que has podido por ayudarme, así que tendré piedad.
Sacó una botella pequeña del otro bolsillo de la chaqueta y desenroscó el tapón.
—¿Qué es eso? —preguntó Mayhew con la voz temblando de miedo.
—Agua bendita, nada más.
El hombre se mojó la punta del dedo índice derecho y trazó la señal de la cruz en la frente de Mayhew. Después se guardó la botella en el bolsillo y fue hacia la mesa.
Se giró hacia su víctima, se santiguó y entonó en voz baja «In nomine patris et filii et spiritus sancti». A continuación agarró la pistola y apuntó al pecho de Mayhew.
—¡No, no! ¡Espere! ¡Por favor, espere! Haré lo que sea. No me mate, por favor.
El intruso sacudió la cabeza.
—Suplicar es indecoroso y, en cualquier caso, no me queda otra opción. Me has visto la cara.
—¡No! Haré lo que quiera. ¡Por favor! Jamás le contaré nada a nadie sobre usted. ¿Por qué no se ha puesto una máscara?
El hombre volvió a sacudir la cabeza.
—Yo jamás ocultaría mi rostro. Creo que la obra de Dios siempre se debería hacer abiertamente.
—¿La obra de Dios? —susurró Mayhew con incredulidad justo cuando el hombre apuntó y apretó el gatillo.
El cuerpo de Mayhew se sacudió con el impacto de la bala. Se mantuvo erguido un par de segundos y después cayó sin vida hacia delante.
El intruso se acercó y le tomó el pulso. Después se dio la vuelta y miró por la ventana. Tenía muy claro cuál sería el paso siguiente. Iría a Londres y encontraría a la mujer que también estaba buscando el tesoro. Su tesoro.