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A la mañana siguiente, Angela estaba en su mesa del museo Británico. No se había esperado que la búsqueda fuera fácil ni que diera resultados útiles rápidamente.

Accediendo con el portátil a la base de datos interna del museo, introdujo el nombre de «Hillel» y consultó los resultados que aparecieron en la pantalla. La descripción mostraba tanto el nombre anglicanizado «Hillel» como «ככת», el equivalente hebreo.

Aparecieron unas veinte referencias, pero rápidamente encontró la que buscaba. La entrada decía: «Hillel (atrib), fragmento. Sin catalogar. Posiblemente parte de un texto interpretativo desconocido».

La mayoría de los trabajos conocidos de Hillel contenían interpretaciones de distintas cuestiones religiosas o análisis de la ley judía, así que el listado tenía sentido y, por lo que Angela recordaba, era un fragmento tan pequeño que la descripción podía ser tanto una explicación como cualquier otra cosa. Pero de todos modos le echaría otro vistazo para ver si encajaba con el texto persa que había hecho que Bartholomew Wendell-Carfax se dirigiera a Oriente Medio en su infructuosa búsqueda del tesoro perdido.

Diez minutos después ya tenía el fragmento de Hillel en sus manos. O, para ser exactos, tenía sobre la mesa la pequeña caja sellada y con tapa de cristal que contenía el fragmento de Hillel. Como la mayoría de las piezas antiguas, los papiros y los pergaminos, el procedimiento habitual era manipularlo lo menos posible y solo con guantes de algodón debido al daño que podía causar en las reliquias la humedad presente en las manos de una persona.

Pero a Angela no le hizo falta tocarlo, solo tuvo que leer la traducción del texto hebreo, lo cual no le llevó mucho tiempo porque era muy corto. Con una forma aproximadamente triangular, contenía solo unos versos parciales a un lado del papiro y tres meras palabras, dos de ellas incompletas y en líneas separadas, por el otro lado. Miró la traducción de esas palabras primero.

(Ju?)dea

(Hi?)llel

templo

Cuando volvió a mirar la traducción inmediatamente tuvo claro que la autoría no era segura, que se había supuesto que la segunda palabra incompleta era una parte del nombre propio «Hillel», y que ese nombre se había usado después para identificar el fragmento. Nada de eso importaba. Por supuesto, lo que le interesaba era lo que estaba escrito al otro lado del papiro.

Había sido una práctica común escribir en ambos lados de los papiros y los pergaminos, así que no había razón para suponer que esas tres palabras tuvieran nada que ver con el texto que había detrás. Pero entonces leyó la traducción de ese texto, el escrito en hebreo que había al otro lado del fragmento, que incluía la frase que tenía metida en la cabeza:

de donde

discípulos en el valle de flores

(ocul?)taron el tesoro del mundo para

Angela asintió satisfecha. Había recordado la frase correctamente. Abrió su bolso, sacó la guía de treinta años de antigüedad que había encontrado en Carfax Hall y hojeó sus páginas amarillas hasta que encontró lo que buscaba, el fragmento de texto que describía la Locura de Bartholomew con un tono encarnizado ante la aparente necedad del hombre. Examinó atentamente los párrafos hasta que encontró la traducción del texto persa:

con sus leales discípulos en el

valle de flores y allí construyeron

con sus propias manos un espacio de piedra

donde juntos ocultaron y

escondieron el tesoro del mundo para toda

Angela volvió a sonreír. No se había equivocado. Había suficientes puntos de comparación para ver que el texto de la Locura de Bartholomew, como lo había catalogado mentalmente, derivaba de la misma fuente que el fragmento de Hillel. Era posible que uno se hubiera copiado del otro, pero era mucho más probable que ambas fueran versiones de un documento fuente anterior.

Todo ello también indicaba que la descripción que tenía el museo Británico del fragmento de Hillel no era precisa, aunque eso a ella no le preocupaba. Ese texto en particular, al menos las últimas dos líneas y probablemente en su totalidad, no era interpretativo, sino una mera copia de una parte de otro documento. Era muy probable que Hillel, si es que era realmente el autor, después hubiera hecho algún comentario sobre algún aspecto del texto, aunque eso nunca lo sabrían a menos que apareciera otra parte del fragmento.

Era un buen comienzo. Se paró a pensar un momento mientras miraba el texto de la Locura de Bartholomew. Sobre las dos secciones que faltaban solo podía lanzar conjeturas. Antes de la expresión «con sus leales discípulos», probablemente había algo como «viajaron en compañía» o «viajaron». Después del final del texto, y tras la frase «mundo para toda», solo se le ocurría que pusiera «eternidad». Y si esa deducción era correcta, entonces podría significar que el lugar oculto del «tesoro del mundo» era algún lugar muy seguro. El hecho de que estuviera enterrado en «un espacio de piedra» y que el enterramiento fuera a prolongarse «para toda la eternidad» indicaba que era un escondite permanente y muy bueno.

Y eso podía significar que el tesoro, fuera lo que fuera, seguía enterrado en alguna parte esperando a que lo descubrieran.