Seis de la tarde. Angela y sus compañeros del museo se habían marchado y en Carfax Hall había un silencio absoluto.
Chris Bronson cruzó la cocina y encendió el hervidor de agua. Sabía que el café lo espabilaría. No tendría ningún problema para mantenerse despierto hasta pasada la medianoche, siempre había sido un ave nocturna, pero evitar el aburrimiento y el sueño de madrugada sería más difícil.
Establecería una rutina y prepararía la casa para su labor de vigilancia. Ya que por la noche el sonido llega más lejos y con más claridad que durante el día debido a la ausencia de otros ruidos que interfieran, había algunas cosas que tenía que hacer. La primera era dar una vuelta completa por la casa y abrir todas las puertas para poder entrar en cada habitación haciendo el mínimo ruido posible; el chirrido de una bisagra sería una evidente forma de delatarse.
Empezó por el piso bajo y comprobó que tanto la puerta principal como la trasera estaban bien cerradas. Después recorrió cada habitación y fue dejando abiertas todas las puertas interiores. A algunas les tuvo que poner un tope porque estaban equipadas con bisagras de cierre automático, pero disponía de cajas suficientes para hacerlo.
Subió por la ancha escalera y repitió la operación en el primer piso para después hacer lo mismo en el desván. De vuelta en la planta baja, comprobó que las puertas del sótano también estuvieran abiertas. Había dos, una que conducía a una bodega a la que parecían haber despojado de su contenido, y la otra que daba a una especie de almacén lleno de trastos para la casa y una caldera grande y vieja para la calefacción central.
Finalmente, y como no tenía linterna, encendió las luces del vestíbulo, de la escalera y del pasillo principal del piso de arriba para poder moverse sin chocar con las puertas ni tropezarse con nada. Esas luces serían suficiente para ver por dónde pisaba, pero con suerte no despertarían las sospechas de nadie que intentara forzar las ventanas traseras.
Con eso hecho volvió a la cocina, se preparó una taza de café y se sentó en el sillón situado en una esquina de la habitación. En la biblioteca, y escondidas entre la colección de pesados tomos encuadernados en piel y con pinta aburrida, había encontrado un puñado de novelas en rústica. Eligió una de suspense y empezó a leer.
Apenas había pasado de la primera página cuando sintió el móvil vibrar en el bolsillo.
—Estoy en mi habitación del hostal —le dijo Angela—. ¿Estás bien?
—Claro que estoy bien. No te preocupes por mí.
—Pero me preocupo, ese es el problema —respondió Angela con un suspiro y Bronson no pudo evitar sentirse un poco complacido—. Habíamos quedado en que llamarías cada hora en punto. Si no sé nada de ti cuando pasen cinco minutos de en punto, te llamaré. Y si no puedo contactar contigo cuando sean y diez, llamaré a la caballería, ¿de acuerdo?
Bronson miró el reloj.
—Hecho. Ahora son las siete menos diez, así que vamos a dar por hecha la llamada de las siete en punto. Hablamos a las ocho.
—Ten cuidado, Chris. —Hubo una breve y contenida pausa y Angela colgó.
Bronson se terminó el café y se levantó. Era hora de registrar la casa. Entró en todas las habitaciones de abajo sin apenas hacer ruido sobre los suelos que, en su mayoría, eran de piedra, y se asomó a las ventanas. Después subió las escaleras e hizo lo mismo en la planta primera, mirando dentro de cada habitación y asegurándose de que los distintos cuadros y muebles seguían allí. Quitando unos cuantos conejos que saltaban entre la alta hierba de la parte trasera de la casa, la propiedad parecía estar desierta. Y esperaba que siguiera así.
Pronto la noche cayó en una rutina. Cada media hora, a y cuarto y a menos cuarto, recorría la casa mirando las habitaciones y eso le llevaba unos diez minutos. Y cada hora, a en punto, llamaba a Angela.
A las diez la llamó, se preparó otra taza de café, se la bebió y comenzó con su ronda. No vio nada hasta que se asomó a una de las ventanas del dormitorio situado al fondo de la casa, una ventana que ofrecía una buena vista del bosque que se extendía a lo largo de la valla.
Y entonces, en la suave oscuridad que envolvía la mansión, captó un repentino movimiento.
Jonathan Carfax se detuvo en el límite del bosque, jadeando suavemente por el esfuerzo. Había tenido que llevar una escalera alta, una con la que llegar a la primera planta, y pesaba mucho más de lo que se había esperado. Es más, tendría que hacer dos viajes, porque una vez llevara la escalera a la casa tendría que volver a por la bolsa de herramientas y a por otro par en las que guardar su botín.
Apoyó la escalera contra un árbol que no podía verse desde la casa y avanzó unos metros. No había coches aparcados frente a la propiedad, eso indicaba que la gente del museo Británico se había ido ya. Después miró la casa más fijamente y vio un tenue brillo en las ventanas de arriba y de abajo. Estaba claro que alguien se había dejado dos o tres luces encendidas.
No se acercaría si alguien seguía dentro y no había forma de comprobarlo. Aún conservaba el número de teléfono de Carfax Hall de aquella época en la que había sido bien recibido allí, antes de que Oliver se hubiera vuelto en su contra.
Se sacó el móvil del bolsillo y marcó el número. Levemente, en la distancia, oyó el teléfono de la casa sonando. Si allí había alguien, seguro que contestaría.
Mientras miraba por la ventana del dormitorio de arriba, Bronson se llevó un pequeño sobresalto al oír un teléfono sonando desde abajo. La única persona que podía llamarlo era Angela y lo llamaría a su móvil, no al teléfono de la casa. Solo para asegurarse, sacó su Nokia y miró la pantalla. La batería estaba llena y la señal de cobertura casi al máximo.
Seguro que o se habían equivocado o era alguien vendiendo algo. Dejaría que sonara. Y así, volvió a mirar hacia el bosque donde había captado el movimiento.
Un minuto después el teléfono dejó de sonar y la casa quedó en silencio.