15

Michael Daniel Killian miró su reflejo en el espejo del baño y se estremeció. La gasa que llevaba en la oreja izquierda, y que se había cambiado hacía una hora, volvía a estar salpicada de motas rojas. Con cuidado se desenrolló el vendaje y, poco a poco, fue tirando del apósito de algodón que se había colocado sobre la oreja. Algunas fibras del tejido se habían pegado a la herida abierta y soltó un gruñido de dolor cuando retiró la gasa del todo y empezó a sangrar otra vez.

Giró la cabeza y estudió la herida. Ese viejo cabrón inglés había hecho un buen trabajo. Tenía los dientes fuertes y afilados y unos músculos de la mandíbula sorprendentemente potentes. Su mordisco, junto con los vanos intentos de Killian por soltarse, había hecho que cuando, por fin, logró liberarse, se le arrancara la parte superior de la oreja, y ahora ese pedazo estaba unido al resto solo por una estrecha tira de carne junto a la cabeza.

No se había molestado en que le curaran la herida en Inglaterra ya que el viejo había muerto en la casa y cualquier médico al que hubiera ido habría recordado una lesión tan poco habitual. Incluso podrían haber grabado su imagen por las cámaras de seguridad de cualquier hospital al que hubiera ido. Por eso se había limitado a cubrirse la lesión lo mejor posible.

También le habían preocupado las cámaras de vigilancia que sabía que había por todos los aeropuertos británicos, así que había tirado el billete de Heathrow a Los Ángeles y había tomado el Eurostar hasta Francia para coger un vuelo de París a Nueva York, y desde ahí a Los Ángeles, en un intento de enredar un poco las cosas. A quienes le preguntaron por el vendaje de la cabeza, y solo dos personas lo habían hecho en todo el viaje, les había dicho que tenía una infección de oído muy grave y que estaba volviendo a los Estados Unidos para que se la trataran.

Pero Killian no había acudido a ningún hospital ni a ningún médico en Estados Unidos porque aún temía que su herida pudiera despertar algún comentario y, lo que era peor, que alguien lo recordara. En lugar de eso, se había colocado apósitos alrededor de la oreja para sujetar la parte suelta esperando que, de algún modo, se uniera sin necesidad de puntos. Ahora veía que no estaba funcionando.

Se quedó un par de minutos mirándose la oreja y cómo pequeños riachuelos de sangre le caían por el lóbulo y salpicaban el lavabo. No podría continuar sin hacer algo con la herida.

Después de cambiar la gasa, volvió a atarse el vendaje alrededor de la cabeza, lo suficientemente apretado para que detuviera la hemorragia. A continuación, salió del baño y recorrió el pasillo hasta la habitación más pequeña de su modesta y bastante aislada casa de una planta, situada en el campo, a varios kilómetros de Monterrey.

En cuanto tocó el pomo de la puerta, una sensación de paz y satisfacción inundó su cuerpo. Abrió y entró.

Al fondo de la habitación había un armario alto con las puertas y los laterales ocultos tras una tela morada. Encima, un crucifijo profusamente ornamentado resplandecía con tonos dorados bajo la luz de las velas, situadas a cada lado, que acababa de encender y que eran lo único que iluminaba la estancia. Justo delante del improvisado altar había un banco de madera sin tratar en el que solo cabrían dos o tres personas arrodilladas. Se lo había comprado a un tratante de antigüedades en Francia y sabía que tenía unos quinientos años de antigüedad.

Cerró la puerta, se santiguó e inclinó la cabeza antes de acercase lentamente y con reverencia al banco de madera. Se situó en el centro, volvió a santiguarse y se arrodilló con las manos juntas. Durante unos segundos sus labios se movieron mientras rezaba en silencio y después levantó la mirada hacia el crucifijo.

—Perdóname, padre, porque he pecado —comenzó a decir—. Necesito tu consejo, tu ayuda y tu fuerza para concluir la sagrada labor que me has encomendado.

Diez minutos más tarde, Killian salió de su capilla, se inclinó hacia el altar y cerró la puerta. Después de quitarse la camisa negra y el alzacuello, reunió todo lo que necesitaría para lo que ahora sabía que debía hacer.

En el baño volvió a mirar su reflejo durante unos segundos, introdujo el soldador en el enchufe de la maquinilla de afeitar y tocó la punta con el dedo para asegurarse de que se estaba calentando. Agarró un pequeño paño de algodón y lo dobló hasta que encajó sobre su boca. Con una mano sujetó el trapo mientras con la otra se enrollaba cinta americana alrededor de la cabeza para sujetar la tela a modo de una sencilla pero eficaz mordaza. Después, se aseguró de tener las tijeras a mano.

Una vez lo tuvo todo preparado, se quitó el vendaje de la cabeza y la gasa de la oreja. De nuevo, la sangre volvió a brotar de la herida abierta.

Cogió las tijeras, las abrió y las situó sobre la fina tira de carne que conectaba las dos secciones de piel. Cuando el acero de las tijeras lo rozó, Killian sintió un escalofrío, pero al momento se calmó. Respiró hondo por la nariz y juntó las hojas de la tijera.

El dolor fue instantáneo y sorprendente cuando las hojas se cerraron y efectuaron el corte y, a pesar de la mordaza, gritó, emitiendo un alarido sordo. Las lágrimas le caían por la cara y durante unos segundos ni siquiera se pudo ver en el espejo, hasta que parpadeó con rabia y se frotó los ojos.

Aún tenía unido el trozo suelto de carne, todavía le colgaba del resto de la oreja. Sabía que tendría que volver a hacerlo. Respiró hondo varias veces y colocó las tijeras una vez más. En esa ocasión cerró los ojos antes de ejercer presión sobre el mango.

Oyó un nítido crac cuando las tijeras seccionaron el resto de carne y un suave y húmedo zas cuando la parte superior de su oreja cayó en el lavabo ante él. No miró, porque estaba intentando no volver a gritar, y los ojos se le habían vuelto a llenar de lágrimas. Pero mientras su visión se aclaraba lentamente, pensó que al menos ya había pasado lo peor. O tal vez no. Miró el soldador con su ardiente y amenazante punta.

La oreja le sangraba con profusión, ya que la amputación del tejido había cortado varios vasos sanguíneos. Se puso un paño que, al instante, se empapó de sangre y se volvió de un rojo intenso. Le temblaba la mano ligeramente cuando cogió el soldador. Al levantarlo por delante de su cara sintió el calor en la mejilla. Vaciló un segundo y colocó la punta sobre la parte superior de la oreja, donde el flujo de sangre era más pronunciado.

Ese dolor fue distinto, incluso peor que el anterior, una agonía ardiente que se le hizo insoportable. El olor a carne quemada llenó el aire y de pronto sintió que no podía respirar. Se arrancó la improvisada mordaza, tragó una bocanada de aire y gritó. Al cabo de unos segundos, el dolor se atenuó y él se tranquilizó un poco. Volvió a mirarse al espejo. El tratamiento, por así llamarlo, parecía estar funcionando. El flujo de sangre había disminuido claramente, al menos alrededor del corte limpio que se había hecho con las tijeras.

Apretando los dientes, volvió a levantar el soldador y se lo puso de nuevo contra la oreja. Y, una vez más, gritó.

Quince angustiosos minutos después había logrado frenar la hemorragia, aunque era como si tuviera ardiendo un lado de la cabeza. La herida que tenía en la parte superior de la oreja era espantosa, una áspera corteza roja y negra de carne quemada ahí donde la punta del soldador había hecho su trabajo. Esperaba que ahora empezara a curarse.

Con mucho tiento, con un infinito cuidado, se aplicó una pomada. Calmó un poco la sensación de quemazón, aunque no le sirvió para el dolor. Cogió un apósito limpio, se lo colocó sobre la oreja con delicadeza y con mucha cautela se vendó la cabeza para sujetarlo, estremeciéndose de dolor a medida que aumentaba la presión. Después se tomó seis analgésicos; la dosis recomendada era de tres al día, pero necesitaba algo para disminuir esa agonía.

Salió del baño pensando que ya limpiaría el lavabo más tarde, cuando se encontrara mejor, y fue tambaleándose por el pasillo hasta el salón, donde buscó una botella de whisky y un vaso. Se dejó caer en un sillón reclinable junto a la ventana, se sirvió dos dedos de whisky y se lo bebió en dos tragos. El abrasador líquido le quemó la garganta antes de posarse reconfortante y cálidamente en su estómago. Se echó hacia atrás, giró la cabeza para que la oreja desgarrada no rozara la tela del sillón y se quedó ahí tumbado, feliz de que su suplicio hubiera pasado.

Cuando los analgésicos empezaron a hacer efecto, el palpitante dolor de ese lado de la cabeza comenzó a disminuir. Killian pensó en lo sucedido durante las últimas semanas, preguntándose si podría haber llevado las cosas de otro modo. Sacudió la cabeza, aunque al instante deseó no haberlo hecho porque un intenso dolor lo atravesó.

Todo había comenzado un par de años atrás con una visita de un antiguo colega, el padre Mitchell, un hombre sumido en un tremendo desasosiego y que estaba al tanto del conocimiento enciclopédico de Killian en temas de historia de la Iglesia, de su doctrina y sus prácticas; no había duda de que eso lo había condicionado a la hora de decidir romper el sagrado secreto de confesión.

Cerró los ojos y revivió la conversación.

—¿Crees en la inviolabilidad de la confesión? —le había preguntado Mitchell.

—Por supuesto. Todo lo que se oiga en la confesión debe quedar entre tú, tu feligrés y Dios.

—¿Crees que existe alguna circunstancia en la que esa confianza se pueda romper? ¿Y si uno de tus feligreses te confesara un asesinato? ¿Qué harías entonces?

—La postura de la Iglesia es rotunda. Lo que se dice en la confesión es sagrado. Deberías animar a tu feligrés a entregarse a la policía, por supuesto, y a confesar el crimen. Pero tú no puedes quebrantar esa confianza y acudir a las autoridades.

Mitchell había asentido porque ya conocía la respuesta ortodoxa a esas preguntas. Se había detenido un instante y Killian se había quedado impresionado por su mirada de angustia, casi de terror.

—En ese caso debes ser mi confesor, Michael. Tienes que oír mi confesión. Aquí y ahora. —Se inclinó hacia la mesa y le agarró el brazo con tanta fuerza que le hizo daño.

—Muy bien —había respondido Killian muy a su pesar.

Mitchell le había explicado que unas semanas atrás un hombre llamado J. J. Donovan había entrado en el confesionario de su iglesia de Monterrey. Parecía muy nervioso y con ganas de hablar. Donovan había seguido su rutina habitual confesando una tediosa letanía de lo que él había interpretado como sus pecados y el padre Mitchell le había dado la absolución, al igual que había hecho en ocasiones anteriores. Pero entonces, en lugar de terminar la sesión como de costumbre, le había preguntado directamente a Donovan si le preocupaba algo, algo que pudiera motivar esa actitud tan distinta y casi eufórica.

Lo que Donovan le había dicho lo había dejado impactado y sumido en el silencio, un silencio que había durado tanto que el hombre había dado un golpecito en el panel de madera que dividía las dos secciones del confesionario para comprobar si seguía ahí.

—Le dije a Donovan que lo que planeaba hacer era un pecado mortal, una blasfemia de tal magnitud que nadie lo perdonaría jamás. Y le prohibí rotundamente que contemplara la idea de seguir adelante con sus planes —le había dicho a Killian—. Lo que más me impactó fue que él creía que me agradaría lo que pretendía hacer.

—¿Qué fue eso que te impactó tanto? —le había preguntado Killian en voz baja.

Y Mitchell se lo contó y lo que le dijo fue tan extraordinario que Killian palideció.

—Dios bendito —había susurrado antes de recomponerse—. Cuéntame todo lo que sepas sobre ese hombre. Su dirección, su teléfono, lo que tengas.

Mitchell le había entregado una hoja de papel.

—Dios te recompensará por tu valor —le había dicho Killian—. Ahora deja que yo me encargue de todo. Si Donovan vuelve a acercarse a ti, por lo que sea, dímelo de inmediato.

Aquella noche Killian había rezado en busca de consejo y a la mañana siguiente había tenido claro el camino a seguir. Donovan no era el problema. Lo que fuera que hubiera descubierto podrían descubrirlo otros en cualquier momento y eso podría tener consecuencias desastrosas. El único modo de lograr una solución duradera era dejar que Donovan encontrara la reliquia. Y después tendría que destruirla por completo, al igual que a todo el que estuviera implicado en la búsqueda.

Tendría que quebrantar uno de los mandamientos y lo sabía. Pero también sabía que obtendría el perdón de Dios porque la realidad era que el asesinato de uno o dos hombres, o incluso la muerte de cientos o miles de personas, no tenía ninguna trascendencia, era totalmente insignificante comparado con lo que estaba en juego.