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Era la hora del almuerzo cuando Donovan llegó al despacho, y todo estaba muy tranquilo, lo cual le vino bien. Había ido directo al puesto de McLeod, después de decirle a su secretaria que no quería que lo molestaran y, una vez allí, abrió su ordenador. Se recostó en la silla, ligeramente sorprendido. No había pensado que fuera a sacar ninguna información útil con el escaneo del disco duro, pero lo cierto era que en el directorio raíz había encontrado una carpeta totalmente desprotegida llamada «Suffolk». Dentro había informes forenses e informes de declaraciones redactados por la policía de Suffolk durante su investigación inicial del asesinato de Oliver Wendell-Carfax, una información que McLeod había obtenido hacía poco, obviamente, pero que no había compartido con él.

Lo copió todo en un lápiz de memoria y después leyó los informes en la pantalla. El viejo había tenido una muerte dura y dolorosa, y era de sentido común imaginar que le habría contado a su asesino todo lo que hubiera querido saber. Sus heridas eran tan graves que, probablemente, habrían acabado con él de todos modos, incluso sin el infarto que de verdad lo mató.

Pero la sangre y el tejido encontrados en la boca del cadáver apuntaban a un escenario alternativo según el cual el rostro del asesino debía de haber estado pegado a la boca del anciano y eso implicaba que el asesino estaba escuchando atentamente lo que le decía. Así que tal vez Oliver Wendell-Carfax no se lo había soltado todo.

Estaba claro que ahora era imposible saberlo, pero ese detalle del informe forense al menos le dio a Donovan la esperanza de que el otro hombre que iba tras la reliquia no hubiera obtenido toda la información que buscaba. Así que tal vez aún estaban, por así decirlo, jugando en igualdad de condiciones.

Cuando apagó el ordenador, le sonó el móvil.

—Señor Donovan, le habla el sargento Hancock, de la comisaría de Policía de Monterrey. Hemos enviado un equipo al piso de Jesse McLeod y se lo han encontrado desplumado, al menos en lo que se refiere a dispositivos electrónicos. No hay ni ordenadores, ni cámaras, ni teléfonos móviles. Quien sea que lo haya hecho ha dejado todos los cables en su sitio, pero se ha llevado los aparatos. No tiene ni idea de quién podría haber sido el intruso, ¿verdad?

—Ni la más mínima idea, sargento —respondió Donovan, aunque sabía que tenía que descubrirlo… y rápido.

De nuevo en su despacho, Donovan lo apartó todo de la mesa y fue hacia la pared situada junto a la puerta, de donde colgaba un único cuadro de arte moderno. No es que le gustara especialmente, pero era del tamaño perfecto para ocultar la caja fuerte empotrada en la pared.

Apretó el botón situado en la esquina inferior izquierda del cuadro para soltar el cierre magnético con resorte y giró el marco sobre una bisagra, dejando al descubierto la caja fuerte y el panel de control. Con la soltura que acompaña los actos mecánicos, introdujo un código de seis dígitos en el teclado que activaba los controles termostáticos y que, gradualmente, ajustaba el interior de la caja para que el aire de dentro alcanzara la temperatura y la humedad ambiente y permitiera que la puerta se abriera. Tardaría unos tres minutos, pero nunca le importaba la espera.

En cuanto la luz del panel de control pasó de rojo a verde, introdujo una fina llave de acero en el cerrojo adyacente, la giró dos veces, y abrió la puerta. Dentro había una bolsa de cierre hermético que contenía un fragmento de papiro con los bordes mellados, raídos y desiguales, y una hoja de papel. Sacó los dos y los llevó a la mesa.

Después de ponerse una mascarilla desechable y unos finos guantes de algodón, abrió la bolsa de plástico y, con un cuidado casi reverencial, sacó el papiro y lo colocó sobre la bolsa. Durante un momento se quedó mirándolo. No podía leer en su totalidad el texto escrito en arameo, aunque conocía lo suficiente esa lengua como para traducir alguna que otra palabra, pero la traducción completa o, mejor dicho, tres traducciones completas realizadas por tres distintos especialistas muy experimentados en lenguas antiguas, estaban escritas a máquina en la hoja de papel que tenía delante.

Esas traducciones habían despertado su absorbente pasión y la constante indagación de cualquier otra pista que pudiera decirle dónde debía buscar la reliquia que creía que aún debía existir. Las tres se diferenciaban en algo ya que cada traductor había interpretado la escritura aramea de un modo ligeramente distinto, pero su significado no dejaba lugar a dudas. Las palabras que tenía delante, escritas con descolorida tinta negra, hacían referencia al mayor tesoro perdido de todos los tiempos, un objeto que incluso ahora prácticamente tenía el poder de cambiar el mundo.

Poco menos de una hora después, Donovan comprobó el contenido de su bolsa de cuero por segunda vez y cerró la cremallera. Siempre tenía dos maletas hechas con todo lo que podría necesitar para una estancia de dos semanas, una para países fríos, y otra para los trópicos. En esta ocasión su destino era Londres, así que no había sido difícil elegir el equipaje correcto para el viaje.

Además llevaba una bolsa que contenía un pequeño portátil Dell, con una partición del disco duro oculta, encriptada y protegida con contraseña. En esa partición estaban los informes que McLeod había copiado de los archivos de la policía de Suffolk, además de números de teléfono y datos de contacto que había sacado de su propio ordenador, y un mecanismo automático de autodestrucción que reescribiría una y otra vez los contenidos con caracteres al azar si se introducía una contraseña incorrecta tres veces. La bolsa contenía también un par de discos duros externos y lápices de memoria, y una selección de chips de varias clases, algunos de características poco comunes. Donovan no era un experto en informática, pero antes de haber fundado NoJoGen, había trabajado para una empresa de electrónica en Los Ángeles que lo había ayudado a ampliar sus conocimientos técnicos.

Se detuvo un momento, abrió la cremallera de la bolsa y metió un paraguas plegable por si acaso.

Echó otro vistazo a su espacioso ático, asintió para sí y fue hacia la puerta. Activó la alarma, echó los dos cerrojos y se metió en su ascensor personal para bajar los diez pisos. Estaba saliendo por la puerta principal del edificio justo cuando el taxi que había pedido se detuvo junto al bordillo.

Esperaba que eso fuera un buen presagio.