Cuando Mayhew finalmente llevó a Angela a la cocina de Carfax Hall ya era última hora de la tarde. Al igual que el resto de la casa, estaba construida y equipada a lo grande, aunque al estilo del siglo XIX. Una enorme mesa rectangular de madera maciza ocupaba el centro de la estancia y casi toda la superficie del suelo estaba cubierta por objetos de porcelana y cerámica de distintas clases.
Tenía un fogón victoriano, con restos de madera o carbón visibles en la parrilla, empotrado en la pared, y viejas sartenes de acero y cobre y utensilios colgando de ganchos a ambos lados. En la encimera de la derecha del fogón, y dándole a todo un aspecto incongruente, había un mugriento microondas blanco y, junto a este, una tetera eléctrica, media docena de tazas modernas de colores, un tarro de café instantáneo, una caja de bolsitas de té y una bolsa de azúcar abierta. Bajo la encimera, un viejo frigorífico emitía un constante zumbido.
Apiñados en torno a una zona despejada en un extremo de la mesa estaban los otro cuatro miembros del equipo de tasación, con humeantes tazas ante ellos. Angela los había ido conociendo a cada uno mientras Richard Mayhew y ella habían dado una vuelta por la propiedad, aunque ya los había visto antes por el museo Británico.
Angela y Mayhew se prepararon un café; él se añadió un poco de leche de una botella de plástico de litro que sacó de la vieja nevera, y se sentó.
—Bueno, Angela, pues ya has inspeccionado esta vieja mansión —dijo David Hughes, un hombre delgado, calvo y con gafas, experto en mobiliario inglés—. ¿Qué te parece?
Ella se encogió de hombros.
—Pues en primer lugar, me parece que es una pena. Si Bartholomew hubiera invertido menos tiempo y esfuerzo construyendo castillos en el aire y coleccionando antigüedades que después se limitaba a guardar, y hubiera invertido un poco más de dinero en mantener y reparar su casa, sería una magnífica propiedad. Creo que en cuanto se hayan calmado un poco las cosas, los herederos de Wendell-Carfax traerán máquinas, echarán la casa y las dependencias abajo y levantarán una mansión moderna.
—Pero puede que no les sea fácil obtener permisos de obra —dijo Mayhew—. Esto se encuentra en zona protegida, por lo que tengo entendido.
—¿Has encontrado ya alguna pieza de porcelana en condiciones? —preguntó Hughes.
Angela negó con la cabeza.
—Empezaré mañana a primera hora. ¿Esto es todo? —preguntó señalando la mesa abarrotada.
—Básicamente, sí. Quedan algunas cajas y baúles en el desván que tenemos que ver, y solo hemos echado un vistazo rápido al sótano, aunque no parece que haya mucho ahí abajo.
—¿Necesitas algo más antes de empezar a trabajar, Angela? —preguntó Mayhew.
—Sí. Puede que lo vaya guardando todo a medida que lo estudie, así que ¿podría alguien conseguirme un par de cajas, una para lo válido y otra para el resto? Ah, y cinta adhesiva y papel de burbujas para proteger la porcelana.
—Hay varias cajas de madera en el desván —dijo Hughes—, y hemos traído rollos de papel burbuja. Por la mañana traeré todo lo que necesitas.
—Bueno… —dijo Richard Mayhew mirando el reloj—, pues hemos terminado por hoy.
El silencio había caído sobre Carfax Hall.
Unos diez minutos después de que Richard Mayhew cerrara con llave la puerta principal, un leve sonido chirriante se oyó en el desván, cuando una pila de cajas de cartón se apartó lentamente y una cara mugrienta y sudorosa se asomó por detrás.
El hombre se paró a escuchar unos treinta segundos y dio un paso adelante. Sus vaqueros y su camiseta informales estaban cubiertos de polvo y telarañas, y tenía las extremidades acalambradas por haber estado en la misma postura tres horas, desde que se había colado por la puerta principal y había subido al desván a esconderse.
Bajó por las escaleras hasta el primer piso y entró en la enorme sala de recepciones, a un lado del vestíbulo. Fue hasta el ventanal más cercano y, con cuidado, se asomó para asegurarse de que no quedaban coches en el aparcamiento de grava.
Después asintió, se sacó una bolsa de nailon del bolsillo y la abrió en el suelo cerca de la puerta. Se acercó a la caja que tenía más cerca y, con movimientos rápidos, pero con cuidado y concentrado, empezó a sacar el contenido. La habitación era enorme y el número de cajas, inmenso.
En quince minutos ya había seleccionado unos cuantos objetos de plata de gran valor y los había metido en la bolsa. Diez minutos más tarde salió por una ventana baja situada en la parte trasera de la casa y, sin ninguna prisa, fue hacia la valla que bordeaba un lado de la propiedad junto a la que había dejado aparcado el coche a primera hora de la tarde.
Con suerte podría repetir la operación tres o cuatro veces esa noche y hacer lo mismo al día siguiente. Si elegía bien los objetos, podría sacarse una buena suma de dinero con la venta. No sería tanto como ese astuto viejo cabrón de Oliver le había prometido la última vez que hablaron, pero supondría una gran ayuda para su situación económica.
Sin embargo, las antigüedades que estaba robando eran solo una parte del asunto. El premio gordo, eso a lo que de verdad quería echarle mano, eran unas cuantas palabras escritas sobre un trozo de pergamino hecho jirones. Nunca lo había visto, y ni siquiera había conocido a Bartholomew, que había muerto varios años antes de que él naciera, pero Oliver siempre había estado dándole vueltas al tema por aquellos días en los que él había sido un invitado bien recibido en Carfax Hall. Sabía que Bartholomew había sido tremendamente discreto con la reliquia, pero tenía que estar en alguna parte de la casa.
Una vez hubiera escondido sus nuevas pertenencias en el coche, empezaría a buscar en todos los lugares que se le pudieran haber pasado a Oliver… y eran muchos.
Llegó al coche, abrió el maletero y, con cuidado, metió dentro los objetos. Bajó el capó haciendo el menor ruido posible, cerró con llave y volvió hacia la vieja casa.
—Que te den, Oliver, rácano cabrón —murmuró al saltar otra vez por encima de la valla. Era una noche tranquila, con una clara luz de luna, y la casa y sus pertenencias eran todas para él.