El Mini iba dando botes por el camino que se curvaba hacia la derecha detrás de una baja colina. Al enderezar el coche, Angela pudo ver la mansión por primera vez. Por lo que Roger Halliwell le había contado, sabía que databa de finales del siglo XIX y que era una estructura neogótica construida sobre los restos de un edificio mucho más antiguo.
A lo lejos, y rodeada por ese paisaje, la casa parecía apacible y acogedora. Levantada sobre una ligera elevación y con vistas a un pequeño lago ornamental de color verde, algo bilioso bajo la luz de media tarde, presentaba chapiteles sobre las esquinas, además de una profusión de ventanas abovedadas, y estaba construida con lo que parecía el mismo tipo de piedra gris de las columnas situadas al final del camino.
—Qué bonita —murmuró Angela.
Había tres coches aparcados en la zona de grava ovalada delante de la casa, así que supuso que los demás miembros del equipo del museo Británico habían llegado ya. Los coches se encontraban a cierta distancia de la casa, lo cual la sorprendió al principio, pero cuando paró junto a uno de ellos y apagó el motor, entendió el porqué.
Recorriendo la fachada de la propiedad había una valla provisional, una hilera de postes de acero clavados en la zona de grava del camino unidos por alambre plastificado, y tras ella, había bastantes escombros. Además, cuando alzó la mirada hacia la casa vio que, efectivamente, se encontraba en muy mal estado, con grandes huecos en la mampostería, de donde habían ido cayendo fragmentos a lo largo de los años. Varios de los vidrios de las ventanas estaban rotos y la pintura que quedaba estaba muy desconchada.
Dejó la bolsa de viaje en el maletero del coche, aunque se llevó el maletín del portátil, y fue hasta la puerta principal de la casa, que estaba abierta de par en par.
Entró en un gran vestíbulo cuadrado, panelado en madera, lleno de cajas de cartón y baúles. En un lado había una armadura que, para los inexpertos ojos de Angela, parecía auténticamente medieval, y en el otro lado una talla de madera a tamaño natural de un oso erguido con una pata alzada, la otra extendida a la altura de la cintura, y con una bandeja entre las garras que, posiblemente, sería un receptáculo para cartas o llaves. Evitando los cristalinos ojos del oso, miró a su alrededor. En el extremo más alejado del vestíbulo, detrás del oso y de la armadura, una enorme escalera de piedra ascendía hasta el primer piso de la casa. A ambos lados del vestíbulo había unas grandes puertas dobles abiertas.
Angela optó por la puerta de la derecha y entró directamente en la cueva de las reliquias de Aladino. La sala recorría toda la longitud de esa parte de la casa y tal vez, en un principio, se había utilizado como salón de recepción. Había dos ventanas altas al fondo y otras seis por todo el muro derecho que daban a la fachada del edificio y al aparcamiento de grava. El largo muro situado frente a ellas quedaba dominado por una chimenea enorme en la que se podía quemar un árbol entero, algo que según pensaba Angela, podría ser necesario durante el invierno para que no helara dentro de esa sala. A ambos lados de la chimenea, y extendiéndose en las dos direcciones, había unas librerías empotradas cuyos estantes formaban hileras de libros encuadernados en piel. Solo catalogarlos le supondría a alguien una semana de trabajo como poco. Pero no fueron ni las elegantes proporciones de la sala, ni los libros, ni la discreta decoración, ni siquiera la chimenea, lo que captó su atención. Fue el suelo.
Casi toda la superficie del parqué rayado estaba cubierta de cajas, bolsas y arcones, una nada sistemática colección de contenedores entremezclados con alguna que otra escultura de bronce o mármol y otros objetos irreconocibles cubiertos por sábanas blancas o láminas de plástico.
—¡Santo Dios! —murmuró Angela para sí—. Si todas las habitaciones son así harán falta meses, y no semanas, para organizarlo todo.
—Vaya, aquí estás, Angela. —La voz de Richard Mayhew resonó tras ella afirmando lo obvio. Un hombre rubicundo y, con todos los respetos, grande, especializado en objetos de plata y oro, que parecía incapaz de hablar si no era prácticamente a gritos.
—Richard —le dijo estrechándole la mano antes de señalar la caótica masa de contenedores que había por la habitación—. ¿Están todas las estancias tan llenas como esta?
Mayhew negó con la cabeza.
—No, en absoluto. Esta es la habitación más grande de la casa y parece como si alguien, los albaceas, se supone, hubiesen decidido dejar el mobiliario donde estaba y traer casi todo lo demás aquí y a la habitación al otro lado del vestíbulo. Yo habría preferido ir habitación por habitación, pero así son las cosas. No hay más remedio y ya está hecho.
Miró a su alrededor.
—Empezaremos con esto mañana a primera hora. Los demás están comprobando el resto de la casa, asegurándose de que sabemos qué más hay que tasar. La buena noticia para ti es que hay una cocina muy grande y que casi toda la cerámica y la porcelana que hemos encontrado hasta el momento ya está allí. No creo que te lleve mucho tiempo revisar las piezas. Mientras tanto, deja que te presente a los otros chicos y que te haga una visita guiada. Es una casa vieja y fascinante con rasgos muy interesantes.
Salieron al vestíbulo y fueron hasta los pies de la escalera.
—¿Qué leches ha pasado aquí? —preguntó Angela deteniéndose en seco cuando vio que faltaba el pasamano desde la mitad de la escalera hasta arriba.
Mayhew tosió y se ruborizó notablemente.
—Ahí es donde el anciano… eh… murió. Al parecer, lo encontraron colgando de ese fragmento de pasamano. Un asunto espantoso.
Angela vio una gran mancha marrón sobre las losas junto a sus pies y miró a otro lado; estaba claro que había habido mucha sangre. Decidió que era hora de cambiar de tema.
—Roger me ha contado que Wendell-Carfax hizo varios testamentos.
Mayhew sonrió y se relajó un poco.
—Viejo cabrón manipulador. Era el último de su linaje. Ni se casó ni tuvo hijos, solo unos cuantos primos que ahora están muy ocupados peleándose unos con otros por su parte de la herencia.
Subió hasta un ancho pasillo en la primera planta, a cuyos lados se abrían espaciosas habitaciones.
—Como seguro habrás imaginado, Oliver era todo un personaje, probablemente hasta estaba un poco loco. Pero su padre, Bartholomew Wendell-Carfax, sí que estaba más loco que una cabra. Ese al fondo del pasillo es él.
Donde terminaba el corredor había una pequeña zona de estar con altas ventanas que ofrecían unas vistas de los jardines de la casa. Entre las dos ventanas había un retrato, casi a tamaño natural, que mostraba a un hombre moreno de mediana edad ataviado con lo que parecía un traje de paño. Estaba sentado en un sillón y desviaba ligeramente la mirada hacia un crepitante fuego. En el rincón de la chimenea se podía ver un escudo de armas tallado en la pared.
—No tiene pinta de loco —dijo Angela deteniéndose frente al retrato y mirándolo—. Es más, parece bastante atractivo, de un modo afable y campechano. Me recuerda a algún personaje que se podría encontrar en una novela de P. G. Wodehouse.
—Tal vez —respondió Mayhew—, pero era rarísimo. Mandó que le hicieran varios retratos y, aunque andaba muy mal de fondos, encargó otros cuatro a un artista local nada reconocido llamado Edward Montgomery y, al parecer, pagó mucho dinero por ellos.
—A lo mejor no sabía lo mala que era su situación económica —sugirió Angela.
—Oh, sí que lo sabía, pero eso no fue lo raro, sino los temas que eligió. Según la guía turística que hemos encontrado en una de las cajas del salón, dos de los retratos eran como este, convencionales. Pero en uno de los otros dos, Bartholomew estaba retratado como un hombre joven, vestido como un jefe sioux con tocado de plumas y todo, y como un miembro de la realeza india en el otro. El artista tuvo que trabajar basándose en fotografías que Bartholomew le proporcionó de cuando tenía veinticinco años. A eso me refiero al decir que estaba como una chota. ¿De qué le servía que lo retrataran de joven cuando, en realidad, ya tenía más de setenta años? ¿Y por qué llevaba esos trajes tan singulares?
—Bueno, esas cosas estaban de moda a principios del siglo XX —dijo Angela—. Muchas figuras de la alta sociedad hacían que los retrataran con atuendos exóticos. ¿Y dónde están ahora los cuadros? ¿Por aquí?
—Los retratos más realistas están en la casa, pero los otros dos, no. Bartholomew logró venderlos poco después de que los pintaran.
—Bueno, tal vez fue un ejercicio de lucro después de todo. Pero ¿por qué tenía tan pocos fondos?
Mayhew se situó al lado de Angela y los dos miraron hacia los acres de apacibles jardines tan en contraste, pensó ella, con el caos de la casa.
—Según la guía turística que, por cierto, es una lectura muy interesante, los padres de Bartholomew disfrutaban de una posición acomodada. Eran propietarios de enormes terrenos en la Anglia Oriental y tenían cientos de arrendatarios, además de inversiones en bolsa y ese tipo de cosas. Después, la fortuna de la familia mermó considerablemente debido a las razones de siempre: la primera guerra mundial y la depresión del 29. Pero también a la llamada Locura de Bartholomew, que es otra de las razones de todo el destrozo que has visto. En algunas zonas de la casa hay paneles arrancados e incluso unos cuantos agujeros en algunas paredes.
Mayhew se detuvo, claramente esperando a que Angela hiciera la obvia pregunta. Ella enarcó las cejas, pero no dijo nada. Él suspiró.
—El caso es que después de que terminara la Gran Guerra, Bartholomew hizo un viaje por Europa y Oriente Medio. En aquella época aún estaba de moda que un joven adinerado concluyera su educación de ese modo, y por suerte para nosotros, lo hizo, porque muchas de las reliquias que Oliver ha legado al museo las compró su padre en ese gran viaje. Según tengo entendido, llegó hasta Siria y hasta lo que por entonces era Persia, y en todas partes demostró ser un comprador compulsivo. Debió de gastarse miles o, incluso, decenas de miles de libras, y en aquel momento miles de libras eran una cantidad importante de dinero.
—¿Y la Locura de Bartholomew?
—Una de las cosas que trajo de su gran viaje de compras por Europa fue una caja de madera llena de una mezcla de antigüedades de El Cairo. Al parecer era un lote. Lo único que quería eran un par de jarrones ornamentados que todavía no hemos encontrado, por cierto, así que probablemente los vendiera, pero al final acabó teniendo que adquirir el lote completo y a un precio desorbitado, por supuesto. El caso es que cuando trajo todo aquí, sacó los jarrones que quería y guardó la caja con el resto de los objetos en el desván.
»Unos años después, volvió a bajarla y, por primera vez, le echó un buen vistazo a lo que había comprado. La mayoría eran birrias, tal y como se había imaginado, pero en el fondo de la caja encontró un cántaro de loza. Él pensaba que era probable que datara del siglo I d. C., pero la guía no dice ni qué clase de cántaro era ni cómo llegó a esa conclusión. Lo que llamó su atención no fue la antigüedad del objeto, sino el hecho de que el tapón estuviera metido en el cuello del cántaro y sellado con cera.
Mayhew se giró y echó a andar por el pasillo. Angela lo siguió, pasando por encima de las tablas que faltaban en el suelo.
—Así que, como te puedes imaginar, Bartholomew agarró un destornillador y se lio con el cántaro. Rompió el precinto y arrancó el tapón esperando encontrar algo de valor dentro.
—¿Y lo encontró?
—Según la guía, al principio pensó que estaba vacío, pero después vio dentro un trozo de pergamino. Rompió el cántaro y lo sacó, convencido de que tenía que ser un texto antiguo de valor inestimable.
—¿Pero no lo era?
—No. Estaba escrito en una lengua que no reconocía, aunque no es que eso significara mucho, porque la única lengua que Bartholomew hablaba o leía era el inglés. Así que hizo que se lo tradujeran, pero como le aterrorizaba que alguien más descubriera lo que significaba el texto, copió cada línea lo mejor que pudo y se las envió de manera individual a varios lingüistas distintos.
Angela se detuvo, ahora sentía mucha curiosidad. Tocó a Mayhew en el hombro para que se diera la vuelta.
—Richard, no me dejes con el suspense. ¿Qué era? ¿Arameo? ¿Hebreo? ¿Y qué decía?
Mayhew sacudió la cabeza.
—El texto era una forma primitiva de escritura persa.
—¿Persa? Ah, por la Ruta de la Seda supongo. Ya había mucho intercambio entre Oriente Medio y los otros pueblos del este durante el siglo I d. C. Pero ¿por qué estaba en un cántaro sellado?
—Nadie lo sabe. En cuanto a lo que decía, cuando Bartholomew recibió los distintos fragmentos traducidos e intentó reunirlos, descubrió que formaba parte de un texto mucho más grande que describía un viaje por una parte del mundo anónima a la que llamaban el valle de las flores, que supuestamente estaba en algún lugar de Persia o del actual Irán.
—¿Por la lengua que empleó el autor?
—Sí. Pero lo que también llamó la atención de Bartholomew fue una frase. Algo a lo que el autor se refirió como «el tesoro del mundo».
—Claro —dijo Angela—. Roger Halliwell me contó que había una leyenda vinculada a esta familia sobre un tesoro perdido, así que supongo que se trata de esto.
Mayhew se rio.
—Sí. Y como Bartholomew estaba tan chiflado, eso le bastó para partir en una serie de expediciones por Oriente Medio que…
—¿Por qué zonas de Oriente Medio?
—Irán, obviamente, por lo del texto persa, pero con mucha probabilidad Irak y a saber qué otros territorios de esa zona. Todas sus expediciones resultaron completamente infructuosas, por supuesto, y así surgió el nombre de la Locura de Bartholomew, porque se gastó la mayor parte de la fortuna de la familia buscando su supuesto tesoro. Cuando estiró la pata, dejó a su hijo cuantiosas deudas, y Oliver tuvo que vender muchas de las antigüedades y la mayor parte de la tierra que había heredado para salvarse de la bancarrota. El par de cientos de acres que rodean la casa es todo lo que queda de su patrimonio.
—¿Pero qué tiene eso que ver con los daños que ha sufrido la casa?
—Bartholomew le dijo a su hijo que había diseñado un escondite seguro para el pergamino que encontró. Según lo que Oliver escribió, porque fue él el que proporcionó el texto para la guía, su padre había prometido decirle dónde estaba el escondite, y también darle una traducción completa del texto, pero nunca llegó a hacerlo porque murió repentinamente de un ataque al corazón, aquí en la casa.
—¿Entonces Oliver hizo los agujeros en la pared y arrancó los paneles? —preguntó Angela—. ¿Lo hizo porque estaba buscando ese fragmento de pergamino?
—Exacto. Oliver pasó los últimos años intentando descubrir dónde lo había escondido su viejo. Y, por lo que sé, nunca lo encontró.
Ahora estaban abajo, de nuevo en el vestíbulo. Angela miró a su alrededor, hacia las losas manchadas de sangre y el fragmento de pasamano que faltaba, y se estremeció. La casa resultaba triste y solitaria, de eso no había duda. Pero había algo más, un aire funesto que no le gustaba nada.