Dos horas después, Angela había salido de la M25, donde el tráfico se movía para variar, y avanzaba por la A10, la antigua Carretera de Londres. Su navegador había protestado cuando efectuó el cambio, pero dos razones la habían hecho decidirse a tomar la pintoresca ruta. Primero, quería darse el capricho de almorzar en un pub rural en alguna parte y no había establecimientos así por la M11. Y segundo, quería poder parar en algún sitio y llamar a su exmarido, Chris Bronson, para explicarle por qué estaría fuera de la ciudad el resto de la semana. Lo había llamado al móvil desde su piso en Ealing antes de salir, pero le había saltado el buzón de voz y, conociendo a Chris como lo conocía, sabía que podría contactar con él a la hora del almuerzo.
Al aproximarse a la aldea de Wendens Ambo vio un viejo pub y estacionó su Mini en uno de los pocos sitios que quedaban libres en el aparcamiento delantero.
Pidió una ensalada césar y una botella de Perrier y se llevó la bebida a una mesa situada junto a la ventana que daba a la carretera principal. Mientras esperaba a que le sirvieran la comida, sacó el móvil y, en esa ocasión, Bronson respondió casi de inmediato.
—Hola, Angela. ¿Dónde estás?
—¿Cómo sabes que no estoy en mi despacho trabajando como una esclava con alguna pieza de cerámica rota? —dijo algo molesta consigo misma por sentirse tan bien al oír su voz.
—Soy detective, no lo olvides, aunque la verdad es que te he llamado al despacho. Bueno, dime, ¿dónde estás?
—Creo que en Suffolk. —Alzó la mirada y, asintiendo, dio las gracias al camarero que le había servido un enorme cuenco de ensalada.
—¿Suffolk? —Bronson se quedó sorprendido.
—Sí. He parado a almorzar en un pub cerca de una aldea llamada Wendens Ambo y me dirijo a una casa de campo en algún lugar cerca de Stoke by Clare. Son unos nombres maravillosos, ¿no te parece?
—¿Vas a una fiesta en una casa de campo?
—Por desgracia, no. Me han enviado a trabajar aquí. Un anciano aristócrata de segunda llamado Oliver Wendell-Carfax fue asesinado en su casa cerca de aquí hace unas dos semanas…
—Conozco el caso —la interrumpió Bronson con tono de preocupación—. Vi uno de los informes. Alguien lo colgó de la escalera y lo golpeó, aunque según la autopsia murió de un ataque al corazón. Creo que la policía local no tiene nada hasta el momento, ni sospechosos claros ni ningún móvil aparente, aunque alguien había registrado la casa. Es un asunto turbio. ¿Qué tiene que ver contigo?
—El museo se ha involucrado, no por quién era Wendell-Carfax ni por cómo murió, sino por lo que hacía. Era prácticamente el último de una larga lista de fervientes coleccionistas de antigüedades y reliquias. Al parecer, su casa de campo está llena de esas cosas. Y, según Roger Halliwell, además era el típico capullo cascarrabias. En los últimos diez años se había alejado de todos los miembros de su familia y de casi todo el mundo que lo conocía. Cuando murió, los bufetes de abogados que tenía contratados abrieron su certificado de últimas voluntades y su testamento y se quedaron impactados.
—¿Bufetes de abogados? —preguntó Bronson—. ¿En plural?
Angela suspiró.
—Sí. Durante el último año, Wendell-Carfax visitó a cuatro abogados distintos en Suffolk y consignó sus últimas voluntades y su testamento a cada uno de ellos.
—Distintos testamentos, supongo.
—Todos completamente distintos, y cada uno excluyendo a uno o varios miembros de la familia. El problema era que cada vez que hizo un testamento nuevo, no se molestó en hablarle al abogado sobre los anteriores, aunque sí que se aseguró de que se les comunicara a los beneficiarios del nuevo testamento.
—¿Pero no a la gente que había desheredado?
—Por supuesto que no. No habría tenido gracia, ¿no? Por eso en cuanto lo encontraron muerto, de pronto aparecieron varios familiares esperando heredar unos doscientos acres de excelente terreno en Suffolk y una casa de campo llena de antigüedades.
—¿Pero entonces quién es el beneficiario? —preguntó Bronson atónito.
—De la tierra y la casa, no tengo ni idea, pero en su testamento final, o al menos el último que ha aparecido hasta ahora, el viejo legó todo el contenido de la casa al museo Británico.
—¿Así que vas allí a tasar el legado?
—Sí. —Angela pinchó la ensalada y comió—. La policía de Suffolk por fin ha permitido que entre en la casa el personal del museo. Hasta ahora la entrada ha estado prohibida por tratarse de la escena de un crimen.
—¿Entonces estarás fuera toda la semana? —le preguntó Bronson.
—Con suerte no más de eso. Hasta que no llegue allí no sabré cuánto hay que hacer. —Se detuvo y cruzó los dedos por debajo de la mesa. Esperaba que la siguiente pregunta no la hiciera parecer muy desesperada—. Vamos a alojarnos en un hostal del pueblo. Si te apetece pasarte por allí alguna tarde…