En la actualidad
Dos de la mañana. Oscuridad total. Oliver Wendell-Carfax estaba completamente despierto. Un ruido extraño había resonado por la casa y, aunque Carfax Hall era vieja y chirriaba por todas partes, en ese momento no podía identificar el sonido. A lo mejor se había soltado el pestillo de una ventana, o tal vez no había cerrado bien alguna de las puertas y una corriente la había movido.
Se quedó completamente quieto y mirando al techo con los ojos bien abiertos en la antigua cama de cuatro postes en la que había dormido desde que era adolescente; hacía tiempo que la cama había perdido el dosel.
Entonces lo oyó de nuevo. Una especie de traqueteo que, como sospechó al instante, no podía estar provocado por una ventana o una puerta. Había alguien en la casa moviendo cosas, buscando algo.
Wendell-Carfax llevaba toda la vida viviendo solo. Nunca se había casado y atrás habían quedado aquellos días en los que se podía permitir servicio residente. Ya habían entrado ladrones en dos ocasiones, ambas veces chavales de la aldea buscando algo que poder llevarse y vender para pagarse cigarrillos, alcohol o droga. Y cada una de esas veces se había ocupado del problema él solo porque sabía que si llamaba a la policía tardarían al menos una hora en llegar y entonces ya no podrían hacer mucho.
Se levantó de la cama, cubrió su delgado cuerpo con un batín y agarró el bastón apoyado en la silla que tenía al lado. Intentando hacer el mínimo ruido posible, recorrió el pasillo hasta la escalera central. Ahí se detuvo y miró hacia el piso bajo. Alguien había encendido la luz del gran salón.
No solo tenía ladrones, sino además ladrones descarados.
Sujetando el extremo de su bastón para poder usarlo como porra si era necesario, bajó las escaleras hasta el vestíbulo y, despacio, caminó hacia la puerta del salón que estaba parcialmente abierta.
Se asomó y a punto estuvo de expresar en voz alta su desagrado. Alguien a quien solo alcanzaba a ver de espaldas estaba sentado en su butaca favorita, junto a la chimenea vacía, fumándose un cigarrillo y echando la ceniza en la alfombra.
Wendell-Carfax se puso derecho, agarró mejor el bastón y abrió la puerta. Pero cuando lo alzó con la intención de bajarlo con fuerza sobre la cabeza del intruso, se quedó paralizado. Una inquietante pistola automática negra estaba apuntándole.
—Siéntese —dijo el extraño con una voz que fue poco más que un sibilante susurro. Le indicó que ocupara la butaca que tenía delante.
Era de complexión robusta, de entre cuarenta y cincuenta años, y tenía un aire de seguridad tan amenazante e intenso que daba miedo. Su piel era morena, su pelo negro y sus ojos tan oscuros que casi parecían no tener pupilas. Pero fue el atuendo, y no el rostro del hombre, lo que más llamó la atención de Wendell-Carfax.
—Eres… —comenzó a decir.
—Silencio —contestó el hombre en voz baja, aunque la autoridad que transmitieron sus palabras quedó más que clara—. Usted tiene algo que quiero y he venido a por ello.
—¿Qué es? —preguntó Wendell-Carfax—. ¿Y quién diablos eres?
El extraño se levantó y se acercó adonde estaba.
El anciano levantó su bastón con gesto amenazante, pero el intruso ignoró su lamentable arma y con la fluida energía y la despreocupada malevolencia de una serpiente atacando, lo golpeó en el estómago con el cañón de la pistola.
Sin aliento, Wendell-Carfax se dobló hacia delante justo cuando recibió un segundo golpe en la nuca.
Recuperó la consciencia lentamente. Le dolían el estómago y la nuca, pero sobre todo las muñecas y los brazos; era una punzante sensación, como un tirón. Cuando alzó la mirada, vio la razón.
Su agresor lo había arrastrado hasta el vestíbulo, había pasado una cuerda por la barandilla de la escalera, había atado el extremo alrededor de sus muñecas y después lo había levantado y había fijado la cuerda a otra barandilla. Estaba suspendido con los dedos de los pies apenas tocando el suelo y completamente indefenso. Pero ese no era su mayor problema.
Delante tenía al intruso sentado en una de las butacas que, obviamente, había sacado del salón. Su rostro se veía sosegado y relajado.
—¿Quién eres? —volvió a preguntar Wendell-Carfax con la voz transformada por el dolor y el miedo.
El extraño se agachó y recogió del suelo un azote de cuero. Era un mango con varias correas pegadas a él y al final de cada una se veía el destello del acero. Caminó hasta la figura suspendida, se colocó detrás y atizó la espalda del anciano con el látigo.
El dolor fue espantoso, repentino y sobrecogedor, una cinta roja de agonía que recorrió el ancho de la desprotegida espalda de Wendell-Carfax. Soltó un alarido, su cuerpo se arqueó hacia delante y al instante notó una repentina humedad; había perdido el control de su vejiga.
El intruso lo azotó de nuevo, lanzando una segunda sacudida de dolor que atravesó el delgado cuerpo del anciano. Después retrocedió, tomó asiento y esperó hasta que Wendell-Carfax dejó de gritar.
—Yo haré las preguntas —dijo entonces con voz suave y controlada—. El azote lo animará a decir la verdad, como viene siendo desde el inicio de los tiempos.
Wendell-Carfax asintió.
—Quiero el pergamino —continuó el hombre—. Ya sabe a cuál me refiero.
—No lo tengo —respondió jadeando el anciano.
—No juegue conmigo. Sé que está aquí en alguna parte.
—No lo entiendes…
—No, es usted el que no lo entiende —contestó el intruso alzando la voz ligeramente—. Me haré con ese pergamino esté donde esté. —Con premura dio dos pasos al frente y de nuevo sacudió el azote de cuero.
Wendell-Carfax gritó de dolor y sollozó de agonía.
El hombre volvió a colocarse frente a él.
—Puedo pasarme toda la noche haciendo esto. El látigo lo hará pedazos a menos que me diga lo que quiero saber. ¿Dónde está el pergamino?
—No lo tengo —susurró Wendell-Carfax—. No está.
—¿Qué quiere decir?
—Se hizo añicos. Tenía dos mil años de antigüedad. Mi padre no supo cómo cuidarlo. Se decoloró y hace años que ya no existe. Se ha perdido para siempre.
El inexpresivo rostro del intruso mudó por primera vez. Fue como si hubiera pasado una nube por delante de sus ojos y quedara reemplazada por una especie de furia fría.
—Viejo estúpido. ¡Estúpido! ¿Es que no sabían lo que tenían en sus manos?
Volvió a situarse tras él y agitó el azote una y otra vez, haciendo que el fino pijama del anciano se tiñera de un intenso rojo cuando la piel de su espalda se abrió.
El ataque cesó tan de repente como había empezado y dejó a Wendell-Carfax aturdido y apenas consciente, sangrando por decenas de heridas y con la espalda encendida de dolor por la piel rasgada y la carne desgarrada. Al instante, el anciano se resintió de nuevo, cuando una mano agarró el poco pelo que le quedaba y le levantó la cabeza.
—¿Pero hicieron una copia? —preguntó el extraño—. ¡Su padre debió de hacer una copia del pergamino!
—Sí. —La voz de Wendell-Carfax sonó entrecortada y débil; tenía los ojos prácticamente cerrados—. Sí, sí que la hizo.
—¿Dónde está?
La boca del anciano se movió, pero ningún sonido salió de ella.
—¿Dónde está? Dígalo otra vez. —El extraño se le acercó y giró la cabeza de modo que su oreja quedó prácticamente tocando los labios del anciano.
Wendell-Carfax abrió los ojos parpadeando y en ese instante supo lo que debía hacer.
—Está… —comenzó a decir con unas palabras apenas audibles y, cuando el intruso se acercó más, le mordió la oreja con toda la fuerza que pudo reunir. La sangre estalló en su boca mientras sentía cómo sus dientes atravesaban la fina carne.
El intruso gritó de puro dolor. Soltó el látigo de cuero y se echó atrás involuntariamente, y cuando la piel de su órgano se rasgó aún más con el movimiento, el dolor aumentó. Levantó los brazos hacia la cara de Wendell-Carfax intentando desesperadamente apartar la mandíbula del anciano, pero no podía alcanzarla, no podía agarrarla.
Aun así, tenía que soltarse.
Le dio un puñetazo a Wendell-Carfax en el estómago, aunque resultó flojo y mal dirigido y no tuvo ningún efecto aparente. Así que arremetió de nuevo, una y otra vez, hasta que por fin logró propinarle un fuerte golpe en el plexo solar.
Wendell-Carfax gritó de dolor y los músculos de su mandíbula soltando al intruso.
—¡Cabrón! —gritó el extraño. Agarró el látigo y lo sacudió violentamente contra el cuerpo de Wendell-Carfax, azotándolo sin piedad.
Mientras aterrizaron los primeros golpes, el rostro del anciano cambió. Una especie de espasmo, un rictus de intenso dolor lo atravesó y una repentina agonía absorbente explotó en el centro de su pecho. Y en ese instante, en el último momento de su vida, Oliver Wendell-Carfax supo que había alcanzado una especie de victoria, supo que había vencido al violento psicópata enfrentándose a él.
Contuvo el aliento, gruñó de dolor una vez y su cabeza cayó hacia a un lado. Al final quedó colgando inmóvil con los ojos abiertos y una mueca en la cara que fue suavizándose lentamente.
Maldiciendo en voz baja, el intruso se quedó quieto con la mirada clavada en el cuerpo del anciano por el que había viajado tantos kilómetros. Después se encogió de hombros y sacudió una vez más el azote contra el pecho del hombre; fue un último acto de violencia sin motivo antes de plegar el látigo y guardárselo en el bolsillo. Necesitaba centrarse.
Tres horas después, desistió de su búsqueda. Fuera donde fuera que hubieran ocultado la copia del pergamino, no podía encontrarla, y ya se acercaba el alba. Tenía que salir de la casa antes de que alguien, un jardinero o una cocinera, aparecieran.
Su única esperanza era que la copia no se descubriera jamás. Si salía a la luz, tendría que recuperarla a toda costa, incluso aunque eso significara matar a los que se interpusieran en su camino.