Masada, Judea
Anno Domini 73
—No podemos esperar más.
Elazar ben Yair se subió a una pesada tribuna de madera situada casi en el centro de la fortaleza y bajó la mirada dirigiéndola hacia los rostros de los hombres y mujeres que lo rodeaban.
Al otro lado de los recios muros de piedra, un torrente de sonidos (órdenes dictadas a voz en grito, el ruido de las excavaciones y los golpes de las piedras cayendo unas sobre otras) servía como telón de fondo a sus palabras. De cuando en cuando, por encima del jaleo, se imponía un ruido sordo seguido de un gran estruendo, lo que significaba que un proyectil proveniente de una de las balistas, las imponentes armas de asedio romanas, se había estrellado contra los muros de la fortaleza.
Ben Yair lideraba el grupo de rebeldes judíos conocidos como «sicarios» desde hacía siete años, desde el mismo momento en que se hicieron con Masada tras arrebatársela a la guarnición romana allí estacionada. Los sicarios eran un grupo extremista dentro de los zelotes. De hecho, eran tan radicales que entre sus enemigos se contaban los propios zelotes, así como la mayor parte de los pueblos de Judea. Durante años, la fortaleza situada en la cima de la montaña les había servido como base para saquear tanto los asentamientos romanos, que se extendían por todo el país, como los judíos.
El año anterior, a Ludo Flavio Silva, gobernador romano de Judea, se le agotó la paciencia y atacó Masada con la legión Fretensis, compuesta por unos cinco mil soldados avezados en la lucha. Sin embargo, Masada era un hueso duro de roer y todos los esfuerzos iniciales por parte de los romanos para abrir una brecha en sus defensas habían resultado infructuosos. Como último recurso habían construido un muro de contención (una circumvallatio) alrededor de una parte de la fortaleza, y a partir de ahí habían empezado a erigir una rampa de una altura suficiente que les permitiera usar un ariete contra la gruesa muralla que rodeaba la ciudadela.
—Todos vosotros habéis visto la rampa que se apoya en nuestra muralla —comenzó a decir Elazar ben Yair con un tono de resignación en su voz—. Mañana o, como muy tarde, pasado mañana, los arietes romperán nuestras defensas. Ya no hay nada que podamos hacer para evitarlo y, una vez que consigan penetrar, los romanos nos invadirán. Entre hombres, mujeres y niños, no llegamos a las mil almas. Al otro lado de las murallas nuestros enemigos quintuplican ese número. No alberguéis duda alguna, los romanos vencerán, independientemente de la fiereza y la valentía con que luchemos.
Elazar ben Yair hizo una pausa y miró a su alrededor. En aquel momento, una salva de flechas, proveniente de más allá de las almenas, cruzó silbando por encima de las cabezas de los allí reunidos, pero la mayor parte apenas se inmutó.
—Si luchamos —prosiguió Ben Yair—, la mayoría de nosotros, los más afortunados, morirá. Los pocos que sobrevivan serán ejecutados, probablemente mediante la crucifixión, o vendidos en los mercados de esclavos de la costa.
Un murmullo cargado de ira se elevó por encima de la multitud en respuesta a las palabras de su líder. Los romanos habían ideado un retorcido método para evitar que los sicarios contraatacaran: habían empleado esclavos para construir la rampa, y era evidente que se valdrían igualmente de ellos para empujar los arietes. Y para atacar una fortaleza ocupada por judíos, nada mejor que utilizar esclavos judíos. De este modo, para protegerse, los sicarios se habrían visto obligados a matar a sus propios campesinos convertidos en esclavos, algo que incluso ellos, que no eran conocidos precisamente por su tolerancia o su compasión, encontraban de mal gusto.
Esta era la razón por la cual no habían podido detener la construcción de la rampa, y la misma que les impediría contrarrestar el ataque de los arietes.
—La elección es bien sencilla —concluyó Ben Yair—. Si luchamos y conseguimos sobrevivir a la batalla, acabaremos clavados en cruces en el valle que se extiende a los pies de la fortaleza o convertidos en esclavos de los romanos.
La multitud lo miró y los murmullos cesaron.
—¿Y si nos rindiéramos? —preguntó una voz llena de rabia.
—Eres libre de hacerlo, hermano —respondió Elazar ben Yair dirigiendo la mirada al hombre que había intervenido—. Pero aun así acabarías igualmente crucificado o vendido como esclavo.
—Si no podemos luchar ni tampoco rendirnos, ¿qué otras opciones nos quedan?
—Hay un modo —dijo Ben Yair—, el único para conseguir una victoria de la que todos hablarían durante generaciones.
—¿Podemos derrotar a los romanos?
—Podemos derrotarlos, sí, pero no de la manera que imaginas.
—¿Cómo entonces?
Elazar ben Yair hizo una breve pausa y miró a las gentes con las que había compartido su vida y la fortaleza durante siete años. Seguidamente, se lo explicó.
Al caer la noche, el ruido de las obras de construcción, al otro lado de la muralla, cesó. En el interior, los hombres se dividieron en grupos y se dispusieron a preparar lo que se convertiría en el último acto del drama de Masada. Para ello, apilaron trozos de madera y recipientes de aceite inflamable en las bodegas del extremo norte de la fortaleza, excluyendo un grupo de habitaciones que debían permanecer intactas siguiendo órdenes específicas de Elazar ben Yair. Más tarde, cuando los últimos rayos de sol se desvanecieron por detrás de las montañas que rodeaban el lugar, construyeron una enorme hoguera en el centro de la plaza principal de la fortaleza y la encendieron. Para terminar, prendieron fuego a los montones de madera de las despensas.
Una vez concluidos los preparativos, Elazar ben Yair reunió a cuatro de sus hombres y les dio instrucciones detalladas.
La construcción de la rampa había hecho que la atención de los romanos se centrara en el flanco occidental de la ciudadela. Era allí donde se concentraban la mayor parte de los legionarios, listos para el último asalto. Asimismo, había guardias apostados alrededor del resto de la fortaleza, en el árido terreno que se extendía a los pies de la formación rocosa, pero en un número mucho más reducido que en los días y semanas anteriores. En la ladera oriental de Masada, la caída era de unos cuatrocientos metros y, aunque no se trataba exactamente de un precipicio, la pendiente era tan abrupta y peligrosa que los romanos no consideraban que los sicarios fueran tan insensatos como para utilizarla, así que el número de centinelas allí apostados era bastante reducido. Y hasta aquella noche, tenían razón.
Ben Yair condujo a sus hombres hasta los pies del grueso muro que protegía la meseta de Masada. A continuación les entregó dos objetos cilíndricos, ambos envueltos en tela de lino y bien amarrados con una cuerda junto a dos pesadas tablillas de piedra, igualmente protegidas por una gruesa envoltura de la misma tela. Seguidamente, abrazó a cada uno de ellos, se dio la vuelta y se alejo del lugar. Como fantasmas en la noche, los cuatro hombres escalaron el muro y desaparecieron en silencio entre el amasijo de rocas que marcaba el inicio de su arriesgado descenso.
Los sicarios reunidos, novecientos treinta y seis entre hombres, mujeres y niños, se arrodillaron para pronunciar la que sabían que sería la última plegaria de sus vidas. A continuación, se dispusieron en fila delante de una tarima que se encontraba a los pies de uno de los muros de la fortaleza y efectuaron el sorteo. Una vez que todos hubieron extraído una pajita, diez de ellos se apartaron de la multitud y se acercaron de nuevo a la mesa donde Elazar ben Yair esperaba en pie. Este ordenó que se hicieran constar sus nombres junto al de su líder y un escriba los transcribió en once fragmentos de arcilla, a razón de un nombre por trozo.
Después, Ben Yair se encaminó hacia el edificio que había hecho construir Herodes, unos cien años antes, para utilizarlo como fortaleza personal cuando sus superiores romanos lo designaron rey de Judea. Allí ordenó que se enterraran con sumo cuidado los fragmentos de arcilla, con objeto de que sirvieran como recordatorio del fin del asedio.
Por último, regresó al centro de la fortaleza y emitió una única orden, un grito que resonó por toda la ciudadela.
Alrededor de él, todos los combatientes (excepto los diez elegidos por sorteo) desenvainaron sus espadas y dagas y las arrojaron a sus pies. El estruendo de cientos de armas golpeando contra el suelo polvoriento retumbó contra los muros que los rodeaban, transformándose en un ruido atronador.
Luego hubo una segunda orden y los diez hombres se situaron justo delante de sus compañeros desarmados. Ben Yair observó que una de las primeras víctimas daba un paso hacia delante para abrazar al hombre elegido para ser su verdugo.
—Hazlo con rapidez y firmeza, hermano —dijo mientras regresaba a su posición inicial.
Dos de sus compañeros asieron con fuerza los brazos del hombre desarmado y lo sujetaron firmemente. El otro desenvainó su espada, se inclinó hacia delante, retiró con suma delicadeza la túnica de su víctima para dejar el pecho al descubierto y alzó el brazo derecho.
—Vete en paz, amigo mío —dijo con voz entrecortada. A continuación, asestó un único golpe certero que introdujo la espada en el corazón de su víctima. Este emitió un gruñido a causa del repentino impacto, pero sus labios no dejaron escapar ni un grito de dolor.
Con delicadeza y veneración, los dos hombres depositaron su cuerpo sin vida en el suelo.
El mismo proceso se repitió en cada uno de los pequeños grupos de hombres repartidos por la plaza, y en todos y cada uno de los casos culminó con diez de ellos yaciendo muertos sobre el terreno.
Elazar ben Yair dictó de nuevo la orden y una vez más las espadas alcanzaron su objetivo, pero en esta ocasión una de ellas sesgó la vida del propio Ben Yair.
Trascurrida una media hora, todos los sicarios, excepto dos, yacían inertes en el suelo. Solemnemente, los últimos dos hombres lo echaron a suertes y de nuevo una corta y poderosa estocada acabó con otra vida. El guerrero que quedaba, con los ojos bañados en lágrimas, recorrió la fortaleza examinando uno a uno todos los cuerpos para asegurarse de que ninguno de sus compañeros estuviera vivo.
Al final echó un último vistazo a la ciudadela en la que ya no quedaba ni rastro de vida. Entre dientes elevó una plegaria a su dios para pedir perdón por lo que estaba a punto de hacer, le dio la vuelta a su espada, colocó la punta sobre su pecho y se abalanzó sobre ella.
A la mañana siguiente, el ariete comenzó a golpear el muro oeste de Masada y en un breve espacio de tiempo logró atravesarlo. Justo detrás, los romanos se toparon con otro baluarte que los sicarios habían erigido en un intento desesperado por defenderse, pero igualmente lo destruyeron en cuestión de minutos. Poco después los soldados irrumpieron en estampida en la fortaleza.
Una hora después de que se hubiera conseguido abrir una brecha en el muro, Lucio Flavio Silva subió la rampa, superó las líneas de legionarios y atravesó el agujero del muro. Una vez dentro, miró a su alrededor con expresión incrédula.
Había cadáveres por todas partes, de hombres mujeres y niños, y la sangre que cubría sus pechos ya se había oscurecido y coagulado. Nubes de moscas revoloteaban bajo el sol de la tarde alimentándose con avaricia, aves carroñeras picoteaban los blandos tejidos de los cadáveres y cientos de ratas correteaban por encima de los cuerpos.
—¿Están todos muertos? —preguntó a un centurión.
—Es así como los hemos encontrado, señor. Pero hay siete supervivientes, dos mujeres y cinco niños. Estaban escondidos en una cisterna subterránea en el extremo sur de la meseta.
—¿Y cómo explican lo ocurrido aquí? ¿Se han suicidado?
—No exactamente, señor. Su religión lo prohíbe. En realidad hicieron un sorteo para matarse los unos a los otros. El último de ellos —añadió el centurión señalando uno de los cuerpos que yacía boca abajo y de cuya espalda asomaba la punta de una espada— se arrojó sobre su arma, de manera que fue el único que realmente se suicidó.
—Pero ¿por qué? —se interesó Silva, aunque su pregunta era más bien retórica.
—Según cuentan las mujeres, Elazar ben Yair, su líder, sugirió que si se quitaban la vida, en el momento y modo que ellos elegían, nos privarían de la victoria. —El centurión señaló al norte de la ciudadela—. Podían haber seguido luchando. Las despensas, aquellas que deliberadamente salvaron del incendio, están llenas de víveres y las cisternas rebosan agua potable.
—Pues, si realmente han vencido, se trata de una extraña forma de victoria —renegó Silva sin apartar la vista de los cientos de cuerpos que lo rodeaban—. Hemos tomado posesión de Masada, por fin esos miserables sicarios están todos muertos y no hemos perdido ni un solo legionario en el asalto. ¡Le aseguro que no me importaría afrontar muchas más derrotas como esta!
El centurión esbozó una sonrisa complaciente.
—En cuanto a las mujeres y los niños, mi general, ¿cuáles son sus órdenes?
—Llevad a los niños al mercado de esclavos más cercano y entregad las mujeres a las tropas. Si todavía están vivas cuando nuestros hombres hayan acabado con ellas, dejadlas marchar.
Justo a las afueras de Masada, los cuatro sicarios aguardaban escondidos tras un peñasco, a unos treinta metros del desierto que se extendía a sus pies. Después de que las tropas romanas hubieran abierto una brecha en el muro e irrumpido en la ciudadela, los generales dieron orden al resto de centinelas de abandonar sus puestos. Aun así, a pesar de que los legionarios ya se habían marchado, los cuatro hombres esperaron a que oscureciera para completar el descenso.
Tres días más tarde llegaron a Ir-Tzadok B’Succaca, la comunidad asentada en la cima de una montaña (que dos milenios más tarde se conocería como Qumrán). Tras pasar allí todo un día, los cuatro sicarios reanudaron el viaje.
Recorrieron a pie unos ocho kilómetros, bordeando la costa oeste del mar Muerto, antes de emprender camino dirección norte. Pasaron por las ciudades de Kipros, Taurus y Jericó, e hicieron noche en Fazael. El segundo día giraron en dirección a Siloé, pero una vez dejaron la ciudad y comenzaron a caminar en dirección norte por la ladera oriental del monte Gerizim, la marcha se tornó mucho más dura y complicada, por lo que no consiguieron llegar a Mahanaim hasta el anochecer. Al día siguiente llegaron hasta Sicar, donde se tomaron otra jornada de descanso porque estaban a punto de afrontar la parte más penosa del viaje, una caminata de más de quince kilómetros por los difíciles terrenos que bordeaban la ladera oeste del monte Ebal hasta la ciudad de Bemesilis.
Esa travesía les llevó todo el día siguiente y una vez más descansaron veinticuatro horas antes de continuar dirección norte hasta la ciudad de Ginea. Llegaron allí cuando habían pasado unas dos semanas desde que abandonaran Masada y aprovecharon para adquirir nuevas provisiones para afrontar la última parte de su viaje.
Reanudaron la marcha a la mañana siguiente, caminando hacia el noroeste a través de los palmerales que recubrían las fértiles tierras bajas que se expanden entre el mar de Galilea y las costas del mar Muerto, y que conducen hasta la llanura de Esdraelón. La ruta que seguían fluctuaba de izquierda a derecha, esquivando los numerosos obstáculos y evitando los terrenos más elevados que se interponían entre ellos y su lugar de destino. Este hecho no solo ralentizó mucho la marcha, sino que la hizo mucho más fatigosa debido a los implacables rayos de sol que les acompañaron durante todo el trayecto.
A media tarde avistaron por primera vez su objetivo, y casi había anochecido cuando llegaron a las faldas de la montaña. En vez de intentar escalar la ladera y llevar a cabo completamente a oscuras la misión que les había encomendado Elazar ben Yair, optaron por hacer noche y reposar unas horas.
A la salida del sol, los hombres se encontraban ya en la cima de la planicie. Solo uno de ellos había estado allí antes y les llevó más de ocho horas cumplir su cometido.
No pudieron descender el empinado sendero que conducía a la llanura inferior hasta bien entrada la tarde y era casi media noche cuando llegaron a Naín. Por fortuna, el trayecto resultó algo menos fatigoso porque ya no acarreaban ni los dos objetos cilíndricos ni las tablas de piedra.
A la mañana siguiente fueron en busca de un alfarero y, tras ofrecerle una cantidad de oro suficiente para evitar que hiciera preguntas, tomaron posesión de su taller durante el resto del día. Se quedaron allí, con la puerta cerrada a cal y canto hasta bien avanzada la noche, trabajando bajo la luz parpadeante de algunas lámparas alimentadas con grasa animal.
Al amanecer los cuatro hombres emprendieron caminos diversos, cada uno de ellos con una misión diferente que cumplir.
Nunca más volvieron a verse.