Notas del autor

A pesar de tratarse de una obra de ficción, he procurado cerciorarme de que esta novela, en la medida de lo posible, se ciñera a la realidad de los hechos. Los lugares que he descrito existen realmente, y la mayoría de los acontecimientos históricos acaecidos en el siglo I antes de Cristo aparecen en numerosas fuentes escritas.

Masada

He puesto todo mi empeño en que la descripción de la caída de Masada se ajustara al máximo a lo que realmente sucedió, siempre teniendo en cuenta que se trata de un hecho que tuvo lugar hace casi dos milenios. El asedio concluyó tal y como lo describo, con un suicidio en masa por parte de los sicarios, que prefirieron sacrificar sus vidas antes que claudicar ante el ejército romano. También es cierto que hubo dos supervivientes, en concreto dos mujeres, que posteriormente relataron lo ocurrido al historiador Josefo. La mayoría de los eruditos consideran que esta descripción refleja con bastante exactitud lo que ocurrió durante las horas previas a la caída de la fortaleza.

Entre 1963 y 1965 el arqueólogo israelí Yigael Yadin llevó a cabo una serie de excavaciones en el emplazamiento, durante las cuales se encontraron once ostracas (pequeñas piezas de barro o piedra) delante del palacio que se erigía en el ala norte del asentamiento. En una de ellas se podía leer el nombre de «Ben Ya’ir», el líder de los sicarios, y en cada una aparecía un nombre diferente. Aunque no se puede asegurar con rotundidad, todo apunta a que se trataba de los nombres de los guerreros que llevaron a cabo la ejecución de los sicarios antes de que los romanos irrumpieran en la ciudadela.

El túnel de Ezequías y el estanque de Siloé

Con más de tres mil años de antigüedad, este túnel sigue siendo considerado una extraordinaria pieza de ingeniería.

La ciudad de Jerusalén está situada en una colina, y era relativamente fácil de defender contra los posibles agresores, debido a su posición elevada. El único problema al que se enfrentaban los habitantes era que la principal fuente de agua potable se encontraba en el valle de Cedrón, a cierta distancia de los muros de Jerusalén. Este hecho ocasionaba que un asedio prolongado, en aquella época la táctica más extendida para hacerse con la mayoría de los objetivos militares, acabaría irremisiblemente con la captura de la ciudad ya que, antes o después, se agotaban las reservas de agua.

Alrededor del año 700 antes de Cristo, el rey Ezequías, al que le preocupaba seriamente que los asirios, dirigidos por Senaquerib, sitiaran Jerusalén, decidió atajar el problema del abastecimiento de agua, aunque actualmente existen ciertas dudas sobre si realmente merece tal reconocimiento.

En 1838, un académico norteamericano llamado Edward Robinson descubrió lo que hoy día llamamos el túnel de Ezequías. También se lo conoce como el túnel de Siloé, porque discurre desde el manantial de Guijón hasta el estanque del mismo nombre. Obviamente, el túnel se construyó para que sirviera como acueducto y canalizara el agua hasta la ciudad. Tiene más o menos forma de ese, mide aproximadamente medio kilómetro y presenta una inclinación de algo menos de un grado, lo cual permite que el agua fluya en la dirección adecuada.

Su construcción debió de suponer un enorme desafío, teniendo en cuenta las rudimentarias herramientas de que disponían los habitantes de la ciudad, y algunas teorías recientes sugieren que, en realidad, una buena parte del túnel se correspondía con una cavidad natural que ya existía previamente. Al final del túnel se encontró una inscripción que daba a entender que lo llevaron a cabo dos grupos de trabajadores que comenzaron desde extremos opuestos. Posteriormente se selló el manantial, permitiendo que las aguas fluyeran hasta la mismísima Jerusalén. Esto es, básicamente, lo que cuenta la leyenda y, más o menos, lo que se puede leer en la Biblia.

No obstante, en 1867, Charles Warren, un oficial del ejército británico que exploraba el túnel de Ezequías, descubrió un segundo sistema de canalización, mucho más antiguo, que actualmente se conoce como el canal de Warren. Se trata de un conjunto de canales de poca extensión que parte del interior de las murallas de la ciudad y que termina en un pozo vertical justo encima del túnel de Ezequías y muy cerca del manantial de Guijón. Este permitía que los habitantes extrajeran el agua por medio de cubos que introducían en el túnel sin necesidad de arriesgarse a salir de la ciudad. A pesar de que se ha demostrado extremadamente complicado determinar su antigüedad, se considera que, probablemente, se construyó alrededor del siglo X antes de Cristo.

Por si no bastara, unos años después, en 1899, se descubrió un tercer túnel mucho más antiguo que también desembocaba directamente en el estanque de Siloé desde el manantial de Guijón. Se lo conoce como el canal de la Edad de Bronce, y se calcula que data del 1800 antes de Cristo, de manera que tendría casi cuatro mil años de antigüedad. Se trata de una simple acequia, excavada en el suelo, que fue cubierta con grandes losas de piedra que, a su vez, estaban ocultas bajo el follaje. Sin lugar a dudas, el hecho de que discurriera por la superficie y no bajo tierra, podía resultar un punto débil en caso de asedio.

En consecuencia, y a la luz de las últimas investigaciones, parece evidente que Ezequías no decidió construir un acueducto a partir de la nada, sino que se limitó a estudiar los túneles existentes, detectar sus deficiencias y perfeccionarlos. Se podría decir, incluso, que su túnel era, en realidad, una versión ampliada y mejorada del canal de la Edad de Bronce.

Qumrán y los manuscritos del mar Muerto

El asentamiento de Qumrán está situado en una meseta desértica, a un kilómetro y medio de la costa noroeste del mar Muerto, cerca del kibutz de Kalia. Es probable que las primeras edificaciones se erigieran a principios del siglo I antes de Cristo y el emplazamiento fue destruido en el año 70 de la era cristiana, por parte de la X legión Fretensis del ejército romano, siguiendo órdenes del emperador Tito.

La mayoría de las fuentes coinciden en que los manuscritos del mar Muerto fueron descubiertos de forma casual por un pastor beduino llamado Mohamed Ahmad el-Hamed, conocido por el sobrenombre de Edh-Dhib, que significa «el lobo». Por lo visto, entró en una cueva cerca de Qumrán, posiblemente en busca de un animal extraviado o, tal vez, porque arrojó una piedra para hacer salir a una de sus cabras. El caso es que oyó el ruido de un objeto que se hacía añicos. Como consecuencia de esto, descubrió un conjunto de tarros de cerámica que contenía una serie de rollos envueltos en tela de lino.

Al darse cuenta de la antigüedad, y sospechando que podían ser muy valiosos, El-Hamed, ayudado por otros beduinos, extrajo algunos de estos rollos (la mayoría de los estudiosos sostienen que en un principio se retiraron solo tres de ellos), y se los ofreció a un hombre que residía en Belén y que comerciaba con antigüedades. Este, sin embargo, se negó a adquirirlos creyendo que los había robado de alguna sinagoga. A partir de entonces los rollos pasaron de unas manos a otras, incluyendo las de otro marchante de antigüedades llamado Khalil Eskander Shahin, conocido como Kando. Aparentemente, este animó al beduino a recuperar más rollos, o tal vez visitó el lugar y lo hizo él mismo. Sea como fuere, Kando llegó a poseer, al menos, cuatro rollos.

Mientras negociaba la venta de estas reliquias, Kando se las confió a un tercero, un hombre llamado George Isha’ya, que era miembro de la iglesia ortodoxa jacobita. Tras reconocer la importancia de los rollos, Isha’ya llevó algunos al monasterio de san Marcos, en Jerusalén, para que los examinaran. Fue entonces cuando Mar Athanasius Yeshue Samuel, el metropolitano de Palestina y Transjordania (un cargo eclesiástico por debajo del patriarca y por encima del obispo, y que equivale más o menos al de arzobispo), oyó hablar de los rollos y, tras estudiarlos, consiguió adquirir cuatro de ellos.

Otros rollos fueron apareciendo en los dudosos mercados de antigüedades de Oriente Medio, y tres llegaron a manos del profesor Eleazer Sukenik, un arqueólogo israelí. Poco después, Sukenik se enteró de que Mar Samuel tenía otros ejemplares en su poder y, aunque intentó comprárselos, nunca llegaron a un acuerdo.

A partir de ese momento apareció en escena un hombre llamado John Trever, que trabajaba para el Colegio Americano de Estudios Orientales (ASOR) y que era un fotógrafo entusiasta, una afición que resultó francamente útil. En febrero de 1948 conoció a Mar Samuel y tomó una serie de instantáneas de los rollos que estaban en su poder. Con los años, estos se habían ido deteriorando, pero su álbum de fotografías ha permitido a los estudiosos observar qué aspecto tenían en aquella época, y ha facilitado su estudio y la realización de traducciones de los textos.

La guerra árabe-israelí de 1948 provocó que los rollos fueran enviados a Beirut para que estuvieran a salvo. En aquella época los académicos eran ajenos al descubrimiento de los rollos y, debido al periodo de agitación que vivía el país, el estudio de su procedencia no resultaba factible. Finalmente, en enero de 1949, un observador de las Naciones Unidas descubrió la que pasaría a conocerse como cueva 1.

Una vez se descubrió la primera, se llevaron a cabo otras exploraciones en la zona y se examinaron otras cuevas. Once de ellas contenían rollos, pero ninguno de ellos se encontraba en el mismo Qumrán, y ni siquiera se descubrió ni el más mínimo fragmento.

La primera expedición arqueológica a Qumrán la efectuó el padre Roland de Vaux, de la Escuela Bíblica de Jerusalén. Las excavaciones se iniciaron en la cueva 1, en 1949, y dos años más tarde empezaron a hacerlo también en Qumrán. La manera en que se enfocó presentaba un defecto de base, porque De Vaux dio por hecho que los rollos habían sido escritos por los habitantes de Qumrán, y utilizó su contenido para explicar el tipo de comunidad que residía en el lugar.

Era el clásico razonamiento circular, y el resultado era más que predecible: dado que los rollos contenían, principalmente, textos religiosos, De Vaux concluyó que los habitantes de Qumrán pertenecían a una secta extremadamente devota conocida como los esenios. A partir de entonces todo lo que él y su equipo encontraban, se interpretaba de acuerdo con su teoría, a pesar de que no existían pruebas empíricas que sustentaran estas conclusiones. De este modo, una cisterna se convertía en un lugar para realizar baños rituales, y así sucesivamente, hasta el punto de que cualquier descubrimiento que pusiera en tela de juicio esta hipótesis se ignoraba o se consideraba que se debía a una contaminación posterior.

Por supuesto, el rollo de cobre y su listado de toneladas de tesoros ocultos, desmontaba por completo la interpretación que había hecho De Vaux del asentamiento, así que la rechazó categóricamente, argumentando que se trataba de un engaño o de una especie de broma.

El rollo de cobre

El rollo de cobre sigue siendo uno de los misterios más desconcertantes de la historia de la arqueología de Oriente Medio. Descubierto por Henri de Contenson en 1952, en la cueva 3 de Qumrán, no se parecía en nada a cualquier otra reliquia encontrada, ya sea anteriormente o desde entonces. Aunque generalmente se le considera uno de los rollos del mar Muerto, esta suposición se basa exclusivamente en el hecho de que se encontrara junto a otros rollos en una de las cuevas de Qumrán. No obstante, desde cualquier otro punto de vista, ya sea el material de que está hecho, el contenido o el idioma de la inscripción, no podría ser más diferente.

Fabricado en una aleación de cobre de una pureza de un noventa y nueve por ciento, y con una longitud de casi dos metros y medio, su elaboración debió de ser extremadamente compleja. El rollo es, simple y llanamente, un inventario, un mero listado de los lugares donde se sepultó un enorme tesoro. El lenguaje utilizado es bastante inusual. Se trata de una forma arcaica de hebreo, lo que se conoce como escritura cuadrada, y que parece tener alguna afinidad lingüística con el hebreo premisnaico e incluso con el arameo. No obstante, alguna de las expresiones utilizadas solo las pueden comprender completamente los lectores familiarizados tanto con el árabe como con el acadio. En resumen, el estilo de la escritura y la ortografía usados en el rollo de cobre es diferente de cualquier otro texto conocido en la actualidad, ya sea de Qumrán o de cualquier otro lugar.

Otra peculiaridad es la aparición de un puñado de letras griegas que siguen a algunas de las localizaciones listadas y, tal y como se relata en la novela, si se toman las primeras diez, se puede leer el nombre del faraón egipcio Akenatón. Las teorías abundan, pero hasta ahora nadie ha elaborado una razón convincente del porqué.

Se ha sugerido que el rollo de cobre contiene unos treinta errores del tipo que se podrían esperar de un escriba que copia un documento escrito en un idioma con el que no está familiarizado, lo que sugiere que el contenido del rollo hubiera podido ser copiado de otra fuente, probablemente anterior. Esto, una vez más, es una simple conjetura.

Las localizaciones del tesoro oculto, listado en el rollo de cobre, no solo son extremadamente imprecisas, sino también completamente inútiles. Por ejemplo, describe con todo lujo de detalles la profundidad a la cual se enterró un alijo de oro pero, para descubrir la localización exacta, se necesitaría un conocimiento exhaustivo de esa ciudad de Judea del siglo I, que incluyera no solo el nombre de las calles, sino también información sobre los propietarios de las viviendas, unos conocimientos que se han perdido a lo largo de los dos últimos milenios.

La mayoría de los arqueólogos coinciden en que es altamente probable que el rollo de cobre sea auténtico, y que los tesoros listados se escondieran en el desierto de Judea. Es posible, incluso, que se haya encontrado uno de ellos: en 1988 se halló un pequeño recipiente de barro cocido en una cueva próxima a Qumrán que contenía un aceite oscuro que despedía un olor dulzón. Una interpretación de uno de los listados del rollo de cobre sugiere que podría ser uno de los objetos registrados en él.

El rollo de plata

De todas las entradas que aparecen en el rollo de cobre, tal vez la más intrigante sea la última, que afirma que se habría escondido otro documento que aportaría información más detallada sobre la localización de los diversos tesoros. Una traducción de este enigmático fragmento del texto dice: «Una copia de este inventario, su explicación y las medidas y detalles de cada uno de los objetos escondidos se encuentran en la suave roca de Kohlit, en la cavidad subterránea orientada al norte, con las tumbas en su entrada».

Este otro documento, conocido como el rollo de plata, sería uno de los varios tesoros que se escondieron en la ciudad de Kohlit, pero se desconoce el emplazamiento exacto. Existe una demarcación llamada Kohlit, al este del río Jordán, pero no se han encontrado pruebas que sugieran que el rollo de cobre se refiera a este lugar en concreto. No obstante, el único otro «Kohlit» en Oriente Medio es K’eley Kohlit, en Etiopía, demasiado lejos para que sea una posibilidad. La otra pista es la referencia a las «tumbas en su entrada». Esto podría indicar que la cueva se encuentra cerca de un lugar de enterramiento pero, aun así, este dato no aporta gran cosa.

A pesar de todo, lo realmente importante es que, si el rollo de cobre es, efectivamente, un listado de un tesoro enterrado, entonces la referencia al rollo de plata también se tiene que considerar auténtica y debemos asumir que el legendario objeto existió realmente. Por lo visto, los autores del rollo de cobre sabían con exactitud dónde se ocultó el rollo de plata, debido a la descripción detallada (aunque carente de significado para nosotros) de su localización. Pero eso no quiere decir que la reliquia se encuentre todavía en el mismo lugar que especifica el rollo de cobre.

El primer siglo de nuestra era fue una época tremendamente convulsa en Judea, con constantes refriegas entre bandas de judíos rebeldes y las legiones romanas y, sin duda, es posible que importantes objetos, entre los que implícitamente se encontrarían tanto el rollo de cobre como el de plata, fueran extraídos de sus escondites para ponerlos a buen recaudo. Las cuevas de Qumrán sirvieron a este propósito, y demostraron ser un depósito seguro para los manuscritos del mar Muerto durante casi dos milenios. Es bastante posible que Ein-Gedi fuera considerado otro.

Ein-Gedi

Tal y como se cuenta en La piedra de Moisés, el oasis de Ein-Gedi era uno de los asentamientos más importantes, fuera de Jerusalén, en el siglo I después de Cristo, y fue saqueado por los sicarios durante el asedio de Masada, exactamente como lo describo. Sin duda, es posible que los sacerdotes judíos creyeran que el Templo estaba en peligro inminente por el avance del ejército romano y hubieran intentado trasladar sus tesoros más importantes para ponerlos a buen recaudo. En ese caso, es muy posible que hubieran elegido Ein-Gedi.

Si en aquella época el Templo de Jerusalén hubiera sido el lugar donde se custodiaba el rollo de cobre, el de plata y la alianza mosaica, la presencia de estas reliquias en el oasis junto al mar Muerto no habría resultado extraña. Y durante el saqueo, los sicarios probablemente se habrían apoderado de todo lo que cayera en sus manos.

En el caso de que este grupo de zelotes se hubieran encontrado inesperadamente en posesión de tres de las reliquias más sagradas de la nación judía, hubieran hecho todo lo que estuviera en sus manos para evitar que los odiados romanos se hicieran con ellas, de ahí mi relato ficticio de los cuatro sicarios descendiendo de la fortaleza de Masada.

El Monte del Templo y el muro de las Lamentaciones En realidad, el muro de las Lamentaciones es solo una sección del muro occidental, uno de los cuatro muros de contención del Monte del Templo, y su construcción muestra una marcada gradación desde la parte inferior a la superior. Las hileras de mampostería de la base, y que suponen aproximadamente dos tercios de la construcción, están formadas por grandes bloques individuales de piedra de color claro, de las cuales, las más grandes miden al menos un metro cúbico. Por encima de ellas se usaron piedras significativamente menores hasta llegar a la parte más alta.

El muro no es una estructura única, aunque da la impresión de que la parte inferior sí lo fuera. De hecho, solo las siete hileras inferiores presentan bordes tallados, lo que indica que datan de la época de Herodes, que reforzó el Monte del Templo en el año 20 antes de Cristo. Las siguientes cuatro capas de piedras son ligeramente más pequeñas y fueron colocadas durante el periodo bizantino, que transcurre desde el año 330 al 640 después de Cristo.

La tercera sección, por encima de esta, se construyó después de que los musulmanes capturaran Jerusalén, en el siglo vil, y la capa que está en la parte más alta es la más reciente, añadida en el siglo XIX. La costeó el filántropo británico sir Moses Montefiore. Lo que no es visible son las otras diecisiete hileras de piedras, todas ellas bajo tierra, debido a las constantes construcciones y reconstrucciones que han tenido lugar en esa parte de la ciudad.

El origen del nombre «muro de las Lamentaciones» es muy simple. Después de que los romanos destruyeran el Segundo Templo, en el año 70 de nuestra era, se prohibió a los judíos que visitaran Jerusalén, una prohibición que se prolongó hasta los inicios del periodo bizantino. A partir de entonces, se les permitió acudir al muro occidental solo una vez al año, en el aniversario de la destrucción del Templo. Los judíos que iban al muro se apoyaban en él y lloraban la pérdida de su templo sagrado, y así fue como se acuñó el nombre.

A los judíos se les prohibió visitar el muro de nuevo entre 1948 y 1967, cuando la ciudad fue controlada por los jordanos, pero durante la guerra de los Seis Días los paracaidistas se apoderaron del Monte del Templo y de esa zona de Jerusalén. No lo hicieron por ningún motivo estratégico, pero el lugar había tenido siempre un inmenso significado religioso y simbólico para la nación. En cuestión de semanas, más de un cuarto de millón de judíos visitó el muro. Cuando los israelíes se hicieron con el control, la mayoría de lo que hoy día se conoce como la plaza Kotel ya estaba construida y la única parte del muro occidental que era accesible tenía unos treinta metros de longitud, y solo unos tres metros de ancho. Los israelíes arrasaron la zona y nivelaron y pavimentaron la plaza.

Merece la pena destacar que el muro occidental nunca formó parte del Templo, sino que se trataba de un muro de contención para evitar corrimientos del terreno donde una vez se erigió el Templo. No obstante, los judíos ortodoxos creen que la divina presencia, lo que ellos llaman la shechinah, reside todavía en el lugar donde se encontraba. Cuando el Templo se construyó, el sanctasanctórum, la cámara interior donde se custodiaría el arca de la alianza, se encontraba en el ala occidental del edificio, y ese sería el lugar donde habría permanecido la shechinah. Las leyes judías prohíben a todos sus fieles acceder al Monte del Templo, en el lugar donde se erigía el templo original, de manera que el muro occidental es lo más cercano que pueden estar de ese lugar. Y esa es la razón por la cual es tan importante para ellos.

A la izquierda del muro de las Lamentaciones, más allá del muro del edificio contiguo con sus dos sólidos contrafuertes, se encuentra el túnel del Kotel, un pasadizo abierto al público y que se ha convertido en una de las principales atracciones turísticas. La entrada es un pasaje abovedado, situado casi en el centro del edificio, con un escrito en hebreo en forma de curva que sigue la forma del arco. Bajo él se puede leer la traducción: «Patrimonio del muro de las Lamentaciones».

La visita guiada comienza en una sala conocida como «los establos de los burros», un epíteto que le adjudicó el explorador británico Charles Warren. Los arqueólogos y obreros tardaron diecisiete años en retirar los escombros y la suciedad acumulada en esta sala. Desde ahí los visitantes acceden al pasadizo secreto. Según cuenta la leyenda, el rey David habría utilizado este pasadizo para salir de forma clandestina y sin ser visto de su ciudadela, que se encontraba más arriba, hacia el oeste, en el Monte del Templo. Desgraciadamente las pruebas arqueológicas sugieren que el túnel fue construido por los árabes a finales del siglo XII después de Cristo. Para ello, habrían necesitado alzar el nivel de esa sección de la ciudad y construir unos sólidos cimientos. De hecho, el túnel se habría utilizado para permitir el acceso al Monte del Templo a los residentes musulmanes de Jerusalén, no para los fieles judíos. Más tarde, las cámaras abovedadas se segmentaron para usarlas como cisternas, que servían para facilitar que los ciudadanos que vivían justo encima del túnel dispusieran de agua potable de forma permanente. Este pasadizo finaliza de forma abrupta con un montón de escombros, un mudo recordatorio del estado en que se encontraba el laberinto subterráneo antes de que los arqueólogos judíos empezaran a excavar.

En la «sala de los asmoneos», una amplia cámara que data del periodo del Segundo Templo, hay una columna corintia situada más o menos en el centro. Uno de los indicadores de la fecha en que se construyó la cámara es la forma en que está revestida la piedra, una marca del modo en que llevaban a cabo su trabajo los constructores de Herodes. No obstante, la columna data de la Edad Media y se instaló para contener el techo, que estaba dañado y agrietado y necesitaba una sujeción adicional.

Más adelante, conforme se avanza por el túnel, se accede a un estrecho pasillo donde se encuentra una piedra única de dimensiones extraordinarias. Mide unos doce metros de longitud, casi tres y medio de altura y entre tres y cuatro de espesor. Se calcula que pesa cerca de quinientas toneladas, lo que la convierte en una de las mayores, si no la mayor piedra jamás utilizada en una construcción en ningún lugar del mundo, superando incluso las usadas en las pirámides de Egipto. La mayoría de las grúas que se utilizan en la actualidad solo pueden levantar la mitad de ese peso, así que la pregunta más obvia es cómo se las arreglaron los obreros de Herodes para desplazarla. Y no solo eso porque, aunque se encuentra a aproximadamente un metro por encima del nivel del suelo del túnel, originariamente el nivel de la calle era al menos seis metros inferior y el lecho de roca se encuentra solo algún metro por debajo.

Esa piedra forma parte de lo que se conoce como el «trazado maestro» y los investigadores sugieren que se hizo por una buena razón. Durante la construcción del muro no se utilizó ningún tipo de cemento o argamasa, de manera que estas enormes piedras servían para estabilizarlo. Su enorme peso mantenía en su lugar las piedras que se encontraban debajo y proporcionaba una base firme para las hileras superiores. Hoy en día sabemos que el muro ha permanecido intacto durante unos dos mil años y que ha sobrevivido a varios terremotos, lo que demostraría que los obreros de Herodes sabían lo que hacían.

Har Megiddo

El nombre de este histórico lugar es Megido, y normalmente va precedido de la palabra tel, que significa «montículo» o, más comúnmente, de har, que quiere decir colina, aunque también se le conoce como Tel-al-Mutesellim, «la colina del gobernante». Con el paso de los años, el nombre Har Megiddo ha degenerado en «Armagedón».

Megido fue una de las ciudades más importantes y antiguas de Judea, y la llanura que se extiende a sus pies fue el escenario de la primera batalla campal de la que tenemos constancia. De hecho, en ese emplazamiento se han desarrollado docenas de batallas y tres llevan el nombre de «batalla de Megido». La última tuvo lugar en 1918, y en ella se enfrentaron el ejército británico y las tropas del imperio otomano.

No obstante, la más conocida fue la primera, y tuvo lugar en el siglo XV antes de Cristo entre las fuerzas egipcias, dirigidas por el faraón Tutmosis, y un ejército cananita liderado por el rey de Kadesh, quien se había aliado con el gobernante de Megido. Kadesh se encontraba en la actual Siria, no muy lejos de la moderna ciudad de Hims y, al igual que Megido, era una importante ciudad fortificada.

Existen tres posibles rutas que el ejército invasor podría haber tomado cuando se dirigían al norte, hacia el valle de Jezreel, donde se habían apostado las tropas enemigas. La más corta era la ruta intermedia, una travesía recta a través de Aruna, pero que obligaba al ejército a recorrer un estrecho barranco. Las otras dos, que discurrían por el Este y el Oeste, eran considerablemente más largas, pero también mucho más seguras.

Tutmosis envió unos hombres para reconocer el terreno y descubrieron que el enemigo había dado por hecho que evitarían tomar la ruta intermedia. Las tropas se habían dividido en dos para cubrir el otro par de accesos, pero habían dejado el barranco prácticamente sin protección, pues supusieron que los egipcios no serían tan estúpidos como para mandar sus tropas por un terreno mortal. Esa es la razón por la que el faraón en persona guio a sus hombres a través del barranco. En Aruna solo se habían apostado unas pocas tropas enemigas, y el ejército egipcio no tuvo muchos problemas en dispersarlas rápidamente y entrar en el valle sin encontrar resistencia. Una vez allí se enfrentaron al ejército del rey de Kadesh, lo derrotaron, y acabaron asediando la fortaleza de Megido, que finalmente cayó. Excepcionalmente para la época, los egipcios perdonaron la vida a los habitantes y dejaron la ciudadela intacta, haciendo que esta victoria marcara el inicio de cerca de cinco siglos de dominación egipcia en la zona. Hoy en día conocemos con detalle el desarrollo de esta batalla gracias a un registro de lo ocurrido que se grabó en los muros del templo de Amón en Karnak.

La alianza mosaica

Hoy en día la mayor parte de los expertos coincide en que el arca de la alianza fue un objeto real, probablemente una caja de madera de acacia recubierta con láminas de oro y profusamente decorada con múltiples ornamentos que los israelitas llevaban de un lugar a otro. La suposición más lógica es que también la alianza fue un objeto real y tangible y que se guardaba en su interior.

Según el Antiguo Testamento, en el tercer mes después del Éxodo, Moisés entregó las llamadas «tablas de la alianza» o, para ser más precisos, las «tablas del testimonio» al pueblo de Israel, a los pies del monte Sinaí. Esta alianza era un pacto entre Dios y el pueblo elegido, diez simples reglas conocidas como los diez mandamientos, que más tarde establecieron las bases tanto de la fe judía como de la cristiana (aunque, tal y como expongo en el libro, el Éxodo especifica que en realidad los mandamientos eran catorce).

Posteriormente, Moisés regresó al monte Sinaí y, a su vuelta, descubrió que su pueblo ya se había desviado del camino que les había trazado y que habían desobedecido el segundo mandamiento, que prohibía la construcción de cualquier tipo de ídolo para la adoración. Aarón, hermano de Moisés, había hecho fabricar un becerro de oro y había erigido un altar delante de él.

Moisés, enfurecido, arrojó las dos tablas de la alianza al suelo, y acabaron hechas pedazos.

Dios se ofreció a esculpir personalmente un duplicado de las tablas y Moisés regresó al monte Sinaí a recogerlas. Estas fueron las que se introdujeron en el arca de la alianza y, de hecho, el cofre debería denominarse más correctamente el «arca del testimonio».

El arca desapareció alrededor del año 586 antes de Cristo, cuando los babilonios, liderados por el rey Nabucodonosor, destruyeron el Primer Templo. No obstante, no existen documentos escritos que se refieran a las tablas en sí, sino solo al arca, la caja en la que se custodiaban. Se ha asumido que, cuando los babilonios saquearon el Templo, se llevaron el arca y las tablas de la alianza, pero no hay ningún documento histórico que lo confirme.

A pesar de todo, es un hecho que, por aquel entonces, el arca se había convertido en un objeto de culto, de modo que es posible que, cuando Nabucodonosor y sus hordas invadieron Jerusalén, las tablas ya hubieran sido puestas a buen recaudo, dejando el arca en el Templo. Independientemente de lo que ocurriera entonces, lo cierto es que las tablas del testimonio, la auténtica alianza mosaica, desaparecieron como por arte de magia hace más de tres mil años.

Lo que es prácticamente seguro es que, fuera lo que fuera que sucediera con estas tablas, no estaban perdidas. Eran demasiado importantes para la religión judía como para que se extraviaran. Si Nabucodonosor no se apoderó de ellas, lo más probable es que las escondieran antes de que comenzara el conflicto, y que para ello se escogiera un lugar fuera de Jerusalén, ante la posibilidad de que los invasores saquearan la ciudad y se apoderaran de todos sus tesoros. Una vez más, el oasis de Ein-Gedi podría haber sido un escondite posible, e incluso probable.

Al final del libro describo cómo los israelíes esconden la alianza mosaica en una cavidad detrás del muro de las Lamentaciones. Si alguna vez se encontrara esta reliquia, y la situación política impidiera a los israelíes anunciar la recuperación del objeto, creo que ese es exactamente el lugar donde querrían ponerlo, para devolver la alianza al lugar más cercano en el que originariamente estuvo el arca.

De ese modo, volverían a reunir la shechinah (la divina presencia) con el primer documento del pacto entre Dios y los hombres.