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Los primeros rayos de sol empezaban a bañar los tejados y los pisos superiores de los edificios que los rodeaban, lo que hacía que las piedras blancas adquirieran un color plateado. Justo en ese momento, Bronson detuvo el coche de alquiler en una zona de aparcamiento justo al lado de la calle del Sultán Suleimán, cerca de la parada de autobús y delante del barrio musulmán en la antigua ciudad de Jerusalén.

Ángela y él se apearon y se encaminaron en dirección suroeste, hacia la puerta de Damasco. Habían pasado tres días, y tenían una reserva en el vuelo que partía esa misma tarde desde el aeropuerto de Ben Gurión y que les llevaría a Londres por cortesía del Mosad. Desde el incidente de Megido habían pasado la mayor parte del tiempo en una sala de interrogatorios en un edificio ministerial anónimo, explicando con todo lujo de detalles lo sucedido desde que Bronson recibiera instrucciones de viajar a Marruecos, algo que parecía haber sucedido varias semanas antes. Al final, Yosef ben Halevi había decidido que no tenían ninguna otra información que pudiera serles útil y Barak sugirió que lo mejor para todos los implicados era que abandonaran Israel cuanto antes.

Bronson y Ángela habían decidido de común acuerdo aprovechar su último día visitando la zona amurallada. Apenas cruzaron la calle para emprender la marcha a lo largo de los sólidos muros, Bronson miró atrás.

—¿Siguen ahí? —preguntó Ángela tomando su mano.

—Sí. Dos hombres grises vestidos con trajes grises.

Levi Barak había dejado bien claro que podían ir adonde quisieran antes de coger el vuelo, pero insistió en que serían vigilados en todo momento y no tardaron mucho en acostumbrarse a la compañía de sus dos silenciosas sombras.

No había ni rastro de turistas, y apenas se veía algún que otro lugareño. Además, la temperatura era muy agradable, aunque el color rosa y azul turquesa del cielo presagiaba una jornada extremadamente calurosa.

—Parece como si la ciudad al completo estuviera a nuestra entera disposición —comentó Ángela.

No obstante, la sensación de calma y quietud se prolongó solo hasta que llegaron a la zona situada delante de la puerta de Damasco.

A pesar de que todavía era relativamente temprano, ya había una multitud de personas arremolinándose alrededor de las docenas de puestos ambulantes (muchos de los cuales consistían en pequeños carros con un toldo que protegía al vendedor y la mercancía) y que estaban situados entre las majestuosas palmeras del lugar. Ángela y Bronson pasaron por delante de varias mujeres vestidas con los tradicionales trajes bordados, que vendían guisantes extraídos de sus vainas y que exponían en sacos abiertos, y el aire estaba impregnado de un aroma a menta fresca. En varias zonas Bronson vio una serie de coloridos carteles que mostraban imágenes de jóvenes atractivos y que estaban extendidos por el suelo, como si fueran alfombras para orar.

—Son estrellas árabes de la música pop —le indicó Ángela, a pesar de que todavía no había formulado la pregunta.

Descendieron una serie de peldaños de piedra desgastados por las incontables pisadas a los largo de los años y, tras atravesar un pasadizo abovedado coronado por torretas, se adentraron en el bullicioso y vibrante mundo del zoco de Khan ez-Zeit. Un mundo caracterizado por las estrechas callejuelas adoquinadas; los cafés atestados de hombres que jugaban a las cartas y conversaban mientras exhalaban el humo de sus pipas; los zapateros, los sastres, los vendedores de especias y los puestos que vendían tejidos de llamativos colores; los tenderos rodeados de cajas de verduras y de piezas de carne colgadas y los hombres arrojando garbanzos en enormes calderos de aceite hirviendo para hacer falafels. La música árabe (algo disonante para el gusto de Bronson), proveniente de pequeños transistores y de enormes radiocasetes portátiles, casi ahogaba los gritos de los comerciantes, que pregonaban las bondades de sus mercancías, y el constante zumbido de los clientes que regateaban o discutían sobre la calidad de los productos expuestos.

Seguidamente torcieron a la izquierda y llegaron a la Vía Dolorosa, dejando atrás el bullicio. Bronson aprovechó para coger la mano de Ángela.

—Bueno, supongo que hemos conseguido algo —dijo.

—Por supuesto —contestó Ángela—. Esta ha sido una semana memorable para la arqueología en general, y para la arqueología judía, en particular.

Sin mover ni un dedo, a excepción de movilizar un puñado de soldados de élite y unos pocos agentes de vigilancia, los israelíes han recuperado el legendario rollo de plata, lo que significa que, si realmente hay algún tesoro judío escondido en el desierto, será descubierto por arqueólogos judíos, como debe ser. Pero claro, eso llevará años, teniendo en cuenta el tiempo que pasarán estudiando el rollo para averiguar la mejor manera de abrirlo y poder leer la inscripción.

—Solo espero que no se les ocurra enviarlo al equipo de investigadores de Manchester que destrozó el rollo de cobre.

—Es muy poco probable. La plata (suponiendo que realmente sea de plata) es mucho más resistente que el cobre, y el haber estado sumergida en agua fresca durante los dos últimos milenios apenas habrá hecho que pierda su lustre. Existe incluso la posibilidad de que consigan desenrollarlo y leerlo tal y como se escribió, aunque quizá estoy siendo demasiado optimista.

Entonces Bronson formuló la pregunta que le había estado atormentando en los últimos días.

—¿Y qué me dices de las tablas, Ángela? ¿Crees realmente que Baverstock estaba en lo cierto? ¿Qué encontramos la alianza mosaica?

Ángela sacudió la cabeza.

—Yo soy una académica y, como tal, me pagan para mostrarme escéptica en casos como este. Pero… no sé —añadió—. Realmente no sé qué pensar. Por lo que he leído acerca de las descripciones del decálogo que aparecen en la Biblia, eran bastante similares, pero puede ser que ocurriera todo a la inversa. Es posible que las tablas se elaboraran con la intención de que se correspondieran con las descripciones bíblicas. En otras palabras, que las hubieran confeccionado a propósito para dar validez a las tradiciones orales y dar a los errantes judíos algo sólido en lo que creer.

»No obstante, una parte de mí (solo una pequeña parte) piensa que Baverstock podía tener razón. Esas dos piedras tenían algo que me ponía la carne de gallina, algo casi sobrenatural. Como el hecho de que no presentaran ni una mota de polvo, a pesar de que la cavidad estaba a rebosar del mismo. Y el modo en que parecían brillar con luz propia cuando las iluminamos con las linternas —añadió estremeciéndose—. ¡Oh, Chris! Me estoy oyendo y no me reconozco.

—¿Qué crees que harán con ellas los israelíes? —preguntó Bronson mientras giraban a la derecha para dirigirse hacia la plaza del Kotel y al muro de las Lamentaciones.

—Sin duda, las guardarán como oro en paño —respondió Ángela—. Tuve ocasión de intercambiar unas palabras con Yosef ben Halevi cuando terminaron los interrogatorios. Le pregunté exactamente lo mismo y su respuesta fue tremendamente interesante. Me dijo que trabajarían rápidamente y que, además de haber tomado cientos de fotografías, ya habían llevado a cabo una serie de pruebas para examinar la pátina que las recubre, determinar la forma en que se grabaron las letras y todo ese tipo de cosas que sirven para calcular la antigüedad. Pero luego me reconoció que había recibido instrucciones (y, por la forma en que lo dijo, provenían de las más altas instancias de la Knéset) de no sacarlas a la luz ni revelar su existencia por las repercusiones políticas que este hecho podía acarrear.

—Y entonces, ¿qué piensan hacer con ellas? —inquirió de nuevo Bronson.

—Yosef dijo que volverían a su lugar de origen.

—¿Cómo? ¿Al altar de Megido?

Ángela negó con la cabeza y luego señaló hacia delante, a la plaza del Kotel.

—Aquel es el muro de las Lamentaciones —dijo—. ¿Sabes por qué lo llaman así?

—No tengo ni idea.

—El origen del nombre es bastante sencillo. Después de que los romanos destruyeran el Segundo Templo, en el año 70 de la era cristiana, los judíos tuvieron prohibido visitar Jerusalén. Eso duró hasta el inicio del periodo bizantino. A partir de entonces, se les permitió acudir al muro occidental una vez al año, en ocasión del aniversario de la destrucción del Templo. Los judíos que venían se apoyaban contra el muro y lloraban la pérdida de su templo sagrado. Fue así como se acuñó el nombre de muro de las Lamentaciones.

Bronson contempló de nuevo la enorme estructura que se alzaba al otro lado de la plaza.

—Pero, en realidad, ese muro nunca formó parte del Templo, ¿verdad? Era solo un muro de contención para sujetar el terreno en el que antiguamente se erigía. Entonces, ¿por qué los judíos lo veneran tanto?

—Tienes toda la razón. A decir verdad, no tenía nada que ver con el Segundo Templo en sí, pero los judíos ortodoxos creen que la divina presencia, lo que llaman la shechinah, todavía reside en el lugar en el que se encontraba el Templo. Cuando este se construyó, el sanctasanctórum, la cámara interna donde se conservaba el arca de la alianza, se encontraba en el ala oeste del edificio, y allí es donde habría permanecido la shechinah. Las leyes judías prohíben la entrada a todos los judíos al Monte del Templo, de manera que ese muro es lo más cerca que pueden estar del lugar —apuntó—. Y esa es la razón por la que es tan importante.

—¿Y?

—Que supongo que podríamos argumentar que si el arca de la alianza se custodiaba en algún lugar detrás de ese muro, este sería el lugar más apropiado para conservar la alianza misma.

Caminaron hacia la cara norte de la plaza del Kotel, hasta el lugar por donde se accedía a la Fundación del Patrimonio del Muro, donde comenzaban las visitas guiadas de los túneles que se encontraban detrás.

—¡Qué extraño! —dijo Ángela. Las puertas estaban cerradas y había un enorme cartel que indicaba que la exposición y los túneles se hallaban cerrados por riesgo de derrumbes.

Ni corta ni perezosa se acercó un poco más y echó un vistazo por entre las puertas hacia la penumbra. A continuación se dio la vuelta y regresó junto a Bronson con una sonrisa de satisfacción dibujada en su cara.

—¿Qué pasa?

—Hay luces en el interior y he visto cierto movimiento. Me sorprendería mucho que se produjera un derrumbe en el Kotel. Las piedras son increíblemente grandes (la mayor pesa unas seiscientas toneladas), y descansan sobre el lecho de roca. Cuando he visto que estaba cerrado, he tenido mis sospechas, pero el hecho de que haya gente en el interior me las ha confirmado. Los israelíes van a depositar las tablas en su lugar de origen, en alguna especie de santuario oculto tras el muro de las Lamentaciones. De ese modo, los devotos que acudan a orar a partir de ahora estarán más cerca de la alianza mosaica de lo que ha estado nadie en los últimos dos milenios.

Bronson se quedó mirando la entrada de la Fundación durante unos instantes y luego asintió con la cabeza.

—Sí —concluyó—. Lo que dices tiene mucho sentido.

Seguidamente regresaron al lugar donde habían aparcado el coche sin que Bronson les quitara ojo a los dos escoltas.

—¿Sabes una cosa? Todavía no has contestado a mi pregunta —dijo.

—¿Cuál?

—La que te hice en el helicóptero, cuando salimos de Har Megiddo. Te dije que deberíamos formar un equipo. Por lo que parece, somos muy buenos encontrando reliquias perdidas.

Ángela asintió y luego soltó una carcajada.

—Pero ¿no te llama la atención que, cada vez que alguien desenfundaba una pistola, era para apuntarnos a nosotros?

—Sí —respondió Bronson con calma—, pero, a pesar de ello, hemos sobrevivido, ¿verdad? —Tras una breve pausa la miró directamente a los ojos y añadió—: ¿Qué te parece si dejamos nuestros respectivos trabajos y nos dedicamos a buscar tesoros?

—¿Lo dices en serio? —preguntó Ángela.

—Sí. Ya te he dicho que formamos un gran equipo.

—¿Y crees que nuestra colaboración podría ir más allá de lo estrictamente profesional?

Bronson inspiró profundamente.

—Ya conoces la respuesta a esa pregunta —dijo—. Es lo que más deseo en este mundo.

Ángela se quedó mirándolo durante unos segundos y luego sonrió.

—¿Por qué no hablamos de eso durante la comida? He visto un restaurante con una pinta bastante decente en la Vía Dolorosa.

—¡Excelente idea! —dijo Bronson cogiéndola del brazo mientras caminaban por la calle Cadena hacia la iglesia de san Juan el Bautista y en dirección al antiguo y atormentado corazón de la más antigua de las ciudades.