76

Ángela y Bronson se giraron hacia Baverstock, sin dar crédito a lo que veían sus ojos. La luz de sus linternas iluminó el cañón de la pistola automática que apuntaba directamente hacia ellos.

—Te dábamos por muerto —masculló Bronson.

—La idea era esa. Siento mucho decepcionaros —dijo con un tono sarcástico que evidenciaba la falsedad de sus palabras—. Hubiera preferido que fuerais vosotros los que murierais ahí abajo, en el túnel. No intentéis deslumbrarme. Apuntad con las linternas a las tablillas o, de lo contrario, dispararé a uno de vosotros sin pensármelo dos veces.

Bronson y Ángela bajaron las manos sin rechistar y dirigieron los haces de luz hacia las losas que acababan de extraer de la cavidad del altar. Las dos antiguas piedras parecían casi irradiar luz propia.

—No puedes hablar en serio —dijo Ángela—. ¿Estás sugiriendo que estas losas podrían ser los originales de la alianza con Dios que Moisés bajó del monte Sinaí? ¿Crees realmente que estas tablas fueron grabadas por la mano de Dios?

—Por supuesto que no. Quienquiera que esculpiera estas losas, era alguien de carne y hueso, pero, por lo demás, estoy hablando totalmente en serio. No hay ninguna duda de que existió algo conocido como la alianza mosaica, porque los israelitas construyeron el arca para transportarla de un lado a otro. El arca desapareció sin dejar rastro alrededor del 600 antes de Cristo, cuando los babilonios destruyeron el primer Templo de Jerusalén, pero no existe una tradición sobre las tablas en sí. La mayoría de los arqueólogos dan por hecho que, cuando los babilonios saquearon el Templo, robaron las tablas de la ley y también el arca, pero no hay nada en los registros históricos que lo confirme.

Baverstock interrumpió su discurso y miró con codicia las dos losas de piedra que reposaban sobre el lateral del altar circular.

—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó Ángela—. Deberíamos llevarlas a un museo para que las examinen y valoren su autenticidad.

La carcajada de Baverstock en la oscuridad era de todo menos graciosa.

—Me temo que no, Ángela. No tengo ni la más mínima intención de compartir la gloria con nadie. El rollo de plata se me ha escapado de las manos, pero eso no va a suceder con las tablas. Voy a llevármelas y vosotros vais a morir.

—¿Me estás diciendo que estás dispuesto a matar por tus patéticos quince minutos de fama? Eso es muy triste, Tony.

—No serán solo quince minutos, Ángela. Será una gloria eterna. Y vuestras muertes únicamente añadirán un poco más de sangre a los miles de litros que se han derramado en este lugar a lo largo de los siglos.

De repente la luz de la linterna de Baverstock los deslumbró y Bronson vio que dirigía la pistola hacia ellos.

El policía reaccionó de inmediato. Lanzó la linterna directamente hacia Baverstock y la luz se movió sin control por el suelo rocoso, haciendo que se distrajera momentáneamente. Luego se apartó a un lado, empujó a Ángela al suelo, y arremetió contra Baverstock.

Éste consiguió esquivar el misil volante, y empuñó de nuevo el arma para apuntar hacia su principal objetivo: Ángela.

Entonces Bronson se abalanzó sobre él, golpeándolo en el brazo derecho justo en el momento en que apretaba el gatillo. La bala atravesó silbando la antigua fortaleza y se adentró en la oscuridad de la noche sin causar ningún daño. Bronson giró sobre sí mismo, a punto de perder el equilibrio. Alargó la mano para agarrarse al brazo del otro hombre, pero Baverstock se zafó, dio un par de pasos hacia atrás y blandió la pistola y la linterna para apuntarle.

Durante menos de una décima de segundo Bronson lo miró aturdido, sin comprender lo que estaba pasando, sin apartar la vista del cañón de la pistola semiautomática. Entonces se tiró al suelo y aterrizó, con mucho dolor, sobre las afiladas rocas.

Baverstock empezó a girarse para disparar de nuevo, pero de repente se detuvo en seco. La cabeza se desplomó y dejó caer los brazos, haciendo que la pistola y la linterna chocaran contra el suelo con un gran estrépito. Seguidamente se llevó las manos al estómago, alzó la cabeza y emitió un estremecedor gemido de dolor y desesperación que retumbó en las rocas y piedras de alrededor.

Bronson agarró su propia linterna, que había caído cerca y que todavía funcionaba, y apuntó hacia Baverstock. El extremo puntiagudo de una delgada hoja de acero sobresalía a la altura del diafragma. Cuando Bronson miró, horrorizado, la hoja se movió hacia arriba, mientras la sangre manaba a borbotones de la herida abierta. Los dedos de Baverstock se aferraron al acero intentando, infructuosamente, liberarse de él. En ese momento la sangre empezó a fluir por entre sus manos mientras la carne se desgarraba y sus aullidos agonizantes se intensificaban.

Lo que presenciaba era tan inexplicable que, tal vez por un par de segundos, se quedó allí de pie, boquiabierto. Seguidamente, corrió hacia el hombre herido, pero no llegó nunca hasta él.

Antes de que Bronson hubiera dado un par de pasos, el cuchillo se movió bruscamente hacia arriba. Los alaridos de Baverstock se detuvieron en seco y su cuerpo cayó desplomado sin fuerzas. Luego dio una sacudida y se quedó inmóvil. Justo tras él, la inquietante y conocida figura de Yacoub se puso de manifiesto, blandiendo en su mano derecha un cuchillo de hoja larga que todavía chorreaba sangre. A sus espaldas surgieron de la oscuridad sus dos hombres, cada uno de ellos apuntando hacia Bronson con una pistola.

—Era un asunto que tenía pendiente —dijo brevemente Yacoub, agachándose para limpiar la sangre de la hoja en los pantalones de Baverstock. El cuchillo desapareció bajo su chaqueta y en su lugar surgió una pistola—. Pensé que lo habíamos matado en el túnel. Vuelve allí —indicó a Bronson con un gesto.

—Ponte detrás de mí —dijo Bronson cuando se detuvo junto a Ángela y se giró hacia Yacoub.

—Muy noble por tu parte —se carcajeó Yacoub—. ¿Estás dispuesto a morir para protegerla? Eso no será un problema. Tengo balas suficientes para dar y tomar.

—Dijiste que nos dejarías marchar —le espetó Bronson—. ¿No te bastaba con quedarte el rollo de plata?

—Eso era hasta que encontrasteis estas piedras. He oído todo lo que ha dicho Baverstock. Si esas dos tablas son realmente la alianza mosaica, podrían cambiar por completo el curso del conflicto de este país. Mis camaradas de Gaza sabrán hacer un buen uso de ellas.

—Deberían ir a un museo —dijo Ángela llena de rabia—. No deberías jugar a hacer política con unas reliquias tan antiguas e importantes como estas.

Yacoub le hizo un ademán irritado con la pistola automática.

—Le guste o no, en este país todo guarda relación con la política. No importa que sea antiguo o nuevo. No dudaremos en utilizar cualquier arma que esté en nuestro poder. Y ahora podéis ver por qué sois prescindibles. Nadie deberá saber jamás que estas piedras se encontraron en Israel. Pero seré magnánimo. Ambos moriréis rápidamente.

A continuación, alzó la pistola y apuntó hacia Bronson.

Sin embargo, antes de pudiera apretar el gatillo, se escuchó un disparo amortiguado que provenía de algún lugar cercano, y un objeto levemente luminoso atravesó el cielo. En pocos segundos se encendió, ardiendo con la brillante luz intensa del magnesio e iluminando la oscuridad.

Durante un momento, Yacoub y sus hombres se quedaron rígidos, petrificados, mirando hacia arriba.

Y entonces, bajo la implacable luz blanca que proyectaba la bengala al descender, y como criaturas espectrales que surgían de la mismísima tierra, media docena de figuras vestidas de negro, con la cara cubierta de pintura de camuflaje, aparecieron a menos de veinte metros de distancia desde detrás de los bajos muros de piedra que se erigían a un lado del altar. Todos ellos iban armados con rifles de asalto Galil SAR.

Yacoub gritó algo en árabe y sus dos hombres corrieron en busca de refugio y empezaron a abrir fuego sobre sus atacantes. Tras un momento de calma, el silencio se vio interrumpido por una ráfaga de disparos. Los matones de Yacoub intercambiaban tiros con los hombres armados, y el estruendo de sus pistolas automáticas de 9 mm daba el contrapunto discordante a los chasquidos apagados de las balas de 5,56 que disparaban los Galils.

En el preciso instante en que la bengala prendió, Bronson reaccionó agarrando a Ángela del brazo y llevándola consigo hasta el lateral del antiguo altar de piedra. Una vez allí, se agacharon y utilizaron las sólidas piedras como un efectivo escudo contra las balas que venían en dirección a ellos.

—¡No te levantes! —susurró Bronson justo en el momento en que un proyectil se estrellaba contra uno de los bloques de piedra que estaba sobre sus cabezas, provocando una cascada de astillas y polvo.

Se arriesgó a echar un rápido vistazo alrededor del lateral del altar. Los hombres de Yacoub estaban agazapados detrás de otro de los pequeños muros de piedra, que eran la característica dominante de aquella parte de la vieja fortaleza, disparando a sus atacantes, pero estos les superaban en número y tenían más armas, y Bronson supo que el enfrentamiento solo podía acabar de un modo.

Mientras observaba, una de las figuras vestidas de negro se desplazó para rodearlos, moviéndose como una flecha por el exterior del templo en ruinas y aprovechando cada montón de piedras que encontraba para refugiarse. En apenas veinte segundos había alcanzado una posición desde donde podía ver claramente a los dos hombres de Yacoub y apuntó cuidadosamente con su Galil.

A pesar de ello, no disparó. En vez de eso, gritó algo en árabe.

Al oírlo, los hombres de Yacoub se giraron y apuntaron hacia él. Ese fue su último error. El Galil emitió un sonido sordo y, en menos de un segundo, una ráfaga de proyectiles hizo que los dos marroquíes se tambalearan y cayeran desplomados contra el suelo rocoso.

La figura corrió hacia ellos y se agachó para examinar los cuerpos. A continuación, se puso en pie y miró a su alrededor.

—¿Y Yacoub? —preguntó Ángela de repente—. ¿Dónde demonios está Yacoub?

—No lo sé. No lo he visto. —Bronson se asomó con precaución por encima del altar circular hacia el lugar de donde habían surgido los hombres de negro y seguidamente miró a ambos lados. El marroquí se había desvanecido.

En ese momento escuchó un disparo que provenía de algún lugar detrás de donde se encontraban.

El hombre que empuñaba el Galil, y que estaba a unos seis metros de distancia, se llevó las manos al pecho y cayó hacia atrás dejando escapar el rifle de asalto. Casi de inmediato, una figura alta y oscura se materializó detrás de él y agarró el arma justo cuando la bengala emitía un breve parpadeo y se apagaba, sumiendo en la oscuridad la cima de la colina.

Bronson se puso en pie y obligó a Ángela a hacer lo mismo.

—Ese era Yacoub —susurró—, y ahora tiene un rifle de asalto. Tenemos que salir de aquí.

No obstante, apenas se irguió, se oyó un ruido atronador y a continuación otro sonido sordo y un potente viento. La oscuridad de la noche fue barrida por un brillante haz de luz de color blanco azulado que provenía de algún lugar por encima de donde se encontraban.

Ángela y Bronson giraron sobre sí mismos con intención de echar a correr, pero en ese mismo instante se toparon con el rostro de Yacoub, cuyo ojo de color blanco lechoso y su boca torcida relucían a la luz del faro de visión nocturna del helicóptero que se cernía sobre ellos.

—¡No deis ni un paso más! —gruñó Yacoub apoyando el cañón de su pistola en el estómago de Bronson—. Vosotros dos sois mi boleto para salir de aquí. —Seguidamente apuntó con el cañón del Galil hacia la zona próxima al altar circular—. Poned las manos en alto e id para allá. Los dos.

—Ponte a mi izquierda —susurró Bronson a su ex mujer mientras se giraba para hacer lo que le pedían—. Y camina unos pasos por delante de mí.

Ángela obedeció sus órdenes y se desplazó hacia delante con el rostro desencajado.

—¡Rápido! —les espetó Yacoub clavando con fuerza el cañón sobre la columna vertebral de Bronson.

Y eso era, precisamente, lo que Bronson esperaba y la razón por la cual había pedido a Ángela que se adelantara.

Dio un par de pasos, inspiró profundamente y, tras levantar el brazo izquierdo con los dedos extendidos como una cuchilla, lo echó hacia atrás con todas sus fuerzas. El lateral de su mano golpeó el antebrazo izquierdo de Yacoub, con tal ímpetu que desplazó su mano (y la pistola que empuñaba) lejos de Ángela.

Lo que sucedió a continuación fue una cuestión de velocidad. Bronson se giró, manteniendo apartada la pistola del marroquí, y le propinó un contundente puñetazo en plena cara. Yacoub se tambaleó hacia atrás, intentando desesperadamente sujetar la pistola.

Pero Bronson no había concluido. Dio un paso más hacia su atacante y le asestó un gancho con el puño izquierdo con todas sus fuerzas. Sus nudillos se estrellaron contra la base de la nariz de Yacoub, haciendo pedazos los frágiles huesos nasales, que penetraron en el cráneo del marroquí. Fue un golpe mortal. Yacoub cayó de espaldas, sus extremidades comenzaron a dar sacudidas y su cuerpo sufrió varios espasmos mientras su cerebro comenzaba a morir.

Bronson agarró la pistola que el marroquí había soltado al caer, y le disparó dos veces en el pecho. Las sacudidas cesaron y, tras una última convulsión, Yacoub se quedó inmóvil.

Durante unos segundos, Ángela y Bronson se quedaron mirando el cadáver del hombre que tanto dolor les había causado.

Seguidamente se dieron la vuelta. Tres de los hombres vestidos de negro estaban a unos seis metros, apuntándolos con sus Galils. Uno de ellos hizo un gesto a Bronson. Éste miró la pistola que todavía sujetaba y la arrojó lo más lejos que pudo. Tanto él como Ángela alzaron los brazos en señal de rendición. Bronson no sabía quiénes eran, aunque podía hacer algunas conjeturas. Lo que resultaba evidente es que no eran amigos de Yacoub, así que, tal vez, estaban en el mismo bando. Además, teniendo en cuenta que los estaban apuntando con varios fusiles de asalto, tampoco les quedaban muchas opciones.

Uno de ellos dictó una orden en un idioma que a Bronson le sonó a hebreo y otro se acercó a ellos y rápidamente los esposó por la espalda y los registró en busca de posibles armas escondidas. Tan pronto como hubo acabado, el nivel de tensión se redujo considerablemente.

Con un fuerte traqueteo inconfundible, el helicóptero tomó tierra en una zona despejada y bastante llana, a unos quince metros de donde se encontraban levantando una enorme nube de polvo y detritos que se extendió rápidamente por el asentamiento. Bronson y Ángela se dieron la vuelta y cerraron los ojos.

Apenas el aparato tocó el suelo, el rugido de los motores disminuyó y la nube de polvo se disipó. Bronson se dio la vuelta para mirar hacia el helicóptero, una figura negra y voluminosa, que apenas hubiera sido visible en la oscuridad del cielo nocturno, de no ser porque todavía tenía encendidas las luces anticolisión y las de navegación. Gracias a las linternas que sujetaban los hombres que los rodeaban, distinguió dos figuras que caminaban hacia ellos.

Los dos hombres se detuvieron justo delante y, tan pronto como vieron sus rostros, Ángela emitió un grito ahogado.

—¡Yosef! —exclamó—. ¿Qué haces tú aquí?

Yosef ben Halevi esbozó una sonrisa.

—Yo podría preguntarte lo mismo —replicó—. ¿Qué hacéis tú y tu ex marido husmeando en plena noche en uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de Israel? —Luego sonrió de nuevo y añadió—. No obstante, creo que ya conozco la respuesta.

Seguidamente se giró hacia su compañero y le susurró algo. Éste asintió con la cabeza e hizo un gesto a uno de sus hombres para que les quitaran las esposas.

—¿Quiénes sois? —inquirió Bronson—. ¿Miembros del Shin Bet? ¿Del Mosad?

Nadie respondió a su pregunta y, tras unos segundos, Yosef ben Halevi se volvió hacia su compañero.

—Acabamos de presenciar cómo Bronson asesinaba a un hombre delante de media docena de testigos. No pasa nada si le decimos quién eres y para quién trabajas.

—Sí. Supongo que tienes razón. —A continuación, dirigiéndose a Bronson, añadió—: De acuerdo. Mi nombre es Levi Barak y soy un oficial de alto rango del Mosad.

—¿Y ellos? —preguntó Bronson señalando a los hombres vestidos de negro que se encontraban a pocos metros—. ¿Pertenecen al ejército israelí?

—No exactamente —respondió Barak—. Son miembros del Sayeret Matkal, un cuerpo de operaciones especiales que trabaja para el servicio de inteligencia militar. Es una unidad de élite de reconocido prestigio que se ocupa de operaciones de antiterrorismo. Algo así como el SAS británico.

—Lo sé. He oído hablar de él —dijo Bronson—. ¿No fueron los que rescataron a los rehenes de Entebbe? ¿Cuando el Frente Popular para la liberación de Palestina secuestró un avión de Air France y lo desvió a Uganda?

—Efectivamente —admitió Barak, asintiendo con la cabeza—. Hicieron un excelente trabajo, pero no estamos aquí para disertar sobre acciones militares pasadas. Tenemos que decidir qué vamos a hacer con usted y con Ángela Lewis.

—Y con lo que han encontrado —terció Ben Halevi—. ¿Dónde están las reliquias?

—Las tablas de piedra están allí, apoyadas contra el lateral del altar —dijo Ángela, señalando con el dedo—. Pero no tengo ni idea de dónde está el rollo de plata. El hombre que ha matado Chris nos lo quitó en el túnel.

Barak ordenó algo a sus hombres y dos de ellos se acercaron al altar circular, cogieron las tablas y las llevaron hasta donde sé encontraba Ben Halevi. Luego las depositaron con cuidado contra un muro bajo.

El académico se agachó delante de ellas y, mientras Barak las iluminaba con su linterna, deslizó sus dedos con delicadeza, casi con devoción, por encima de la antigua inscripción.

—Arameo arcaico —dijo en voz baja. Luego se puso en pie.

—¿Son lo que suponías? —preguntó Levi Barak.

—No quiero precipitarme —respondió—, pero me atrevería a decir que parecen auténticas.

—Yo también —dijo Ángela—. Porque te estás refiriendo al decálogo, ¿verdad? A la alianza original. A las tablas que Moisés llevaba consigo cuando descendió por segunda vez del monte Sinaí.

Yosef ben Halevi asintió en silencio, sin poder apartar la vista de las antiguas reliquias.

—Bien —dijo Barak bruscamente—. Usted ha matado a un hombre —añadió dirigiéndose a Bronson—. Y, como agente de policía, debería saber lo que eso conlleva.

—¡Fue en legítima defensa! —intervino Ángela acaloradamente—. Si realmente presenció lo sucedido, debería saberlo.

—En efecto, lo vi. Pero hay un pequeño problema. Los oficiales del Sayeret Matkal son miembros de las fuerzas armadas israelíes, y están autorizados para llevar armas y utilizarlas. Sin embargo, ese hombre —dijo apuntando a Yacoub— murió asesinado con una pistola. Y no precisamente de las que utilizamos nosotros. —Barak se giró e hizo una seña a uno de sus hombres para que se acercara—. Deme su arma —le ordenó.

Tras vacilar unos segundos, el oficial despegó la tira de velero de la funda de su pistola y se la entregó.

—Esta —dijo Barak— es una SP-21 de 9 mm, fabricada por la industria armamentística israelí. Una de sus principales características es la forma hexagonal del cañón. Esa pistola —explicó, señalando el arma que Bronson había arrojado al suelo— es una CZ-75 y tiene un cañón convencional. Cuando le hagamos la autopsia, encontraremos en su pecho uno o dos proyectiles deformados de 9 mm, y las estrías indicarán claramente el modelo de pistola que las disparó. El forense sabrá inmediatamente que este hombre no murió a manos de ninguna de las tropas que yo dirigía. Ese es el problema.

Barak se acercó al lugar donde yacía el cadáver de Yacoub y, con un único movimiento, alzó la pistola y disparó al pecho del marroquí. El impacto provocó que el cuerpo se sacudiese una vez más.

Seguidamente se retiró y entregó la pistola al oficial del Sayeret Matkal.

—Ahora —dijo—, el forense encontrará una bala disparada por una SP-21 y sacará las conclusiones pertinentes.

—¿Y qué me dice de los otros dos proyectiles?

—Creo que la autopsia revelará que atravesaron el cuerpo y que nunca se recuperaron. Y ahora —concluyó—, tienen que irse. Debemos limpiar el lugar antes de que empiecen a llegar los primeros turistas. Además, todavía tenemos que averiguar dónde escondió el rollo de plata este tuerto cabrón.

Tres minutos después, Bronson y Ángela miraban hacia abajo desde la puerta abierta del helicóptero, cuando este despegaba de Har Megiddo. A sus pies, se empezaban a instalar varias hileras de focos para facilitar la búsqueda del rollo de plata, mientras una multitud de hombres vestidos de negro invadía la cima de la antigua fortaleza.