75

Mientras los pasos de los tres hombres se desvanecían a medida que se alejaban por el túnel, Bronson se terminó de vestir. Cuando hubo terminado, rodeó a Ángela con sus brazos.

—Al menos hemos encontrado el rollo de plata y lo hemos tenido en nuestras manos —le dijo—. Eso es algo que muy pocos serán capaces de decir. Es una pena que hayamos tenido que entregárselo a Yacoub, pero no teníamos elección. Al final, todos nuestros esfuerzos han sido en vano.

—Tal vez —dijo Ángela en voz baja—. O tal vez no.

Bronson tuvo la sensación de que no sonaba tan decepcionada como habría esperado.

—¿A qué te refieres?

—Los sicarios sostenían que habían escondido algo más aquí, algo que consideraban tan importante como eso o incluso más.

Bronson silbó.

—¡Por supuesto! Las tablas del Templo de Jerusalén. Pero ¿sabes dónde buscar?

Ángela le sonrió en la media penumbra de la luz de la linterna.

—Creo que sí. Yo todavía no me doy por rendida. ¿Y tú?

Bronson cogió la mochila y se encaminó hacia la escalera seguido por Ángela. Una vez arriba esquivó los cadáveres de Dexter y Hoxton, pero el tercer cuerpo no se veía por ningún lado.

—¿Dónde está Baverstock? —se preguntó en voz alta.

—Tal vez haya conseguido escapar.

—Lo dudo mucho. Yacoub no tuvo reparos en disparar a los otros dos a bocajarro, ¿por qué iba a dejarlo con vida? —Seguidamente echó un vistazo a su alrededor en dirección al final del túnel y cruzó al otro lado de la pasarela donde había un hueco entre la madera y el muro. Luego apuntó con la linterna hacia abajo—. Está aquí. Se ha debido de caer de la pasarela al recibir los disparos.

—No me importa, Chris. Todos ellos han recibido lo que se merecían y sus muertes no me quitarán el sueño, ni siquiera la de Tony Baverstock. Vámonos de aquí.

Mientras Bronson y Ángela caminaban por la pasarela en dirección a la entrada del túnel, se oyó un sonido que provenía del fondo, como si algo se removiera cerca de la cisterna. Unos segundos después Baverstock se puso en pie sobre la pasarela con gran esfuerzo. Tanteó en la oscuridad en busca de la pistola que había perdido al caer, y rápidamente la encontró.

Una de las balas que le habían disparado había errado por completo, la otra le había pasado rozando el hombro, dejándole una herida que sangraba copiosamente y que le dolía horrores. Cuando había caído hacia atrás desde la pasarela, había decidido hacerse el muerto, con la esperanza de que a ninguno de los atacantes se le ocurriera volver a dispararle.

Por suerte, había funcionado. Estaba vivo, podía moverse casi sin problemas, y ahora tenía una pistola en su bolsillo. Y lo que era más importante, había oído todo lo que Ángela le había dicho a Bronson sobre las tablas del Templo, y sabía exactamente de lo que estaba hablando. Incluso sabía dónde iban a empezar a buscar.

Baverstock se volvió a agachar y palpó la pasarela de madera hasta que encontró una linterna. Tras comprobar que todavía funcionaba, se encaminó hacia la entrada del túnel.

Ángela y Bronson salieron del túnel al aire fresco de la noche en medio de la fortaleza de Har Megiddo. Subieron las escaleras y, tras detenerse unos segundos para recuperar el aliento, se dirigieron a las ruinas de los templos.

—Si piensas en el modo en que fue escrita la inscripción —dijo Ángela encaminándose hacia el enorme altar circular que se encontraba junto a las ruinas del templo—, sugiere que los sicarios escondieron el rollo de plata y las tablas en el mismo lugar: el rollo en una cisterna y las tablas en un altar.

Y cuando estuvieron aquí, en Megido, el único altar que existía era el que tenemos justo delante.

A continuación se detuvo, buscó en su bolsillo y sacó el folio que había estado estudiando esa misma noche mientras Bronson dormía junto a ella en el coche. Apuntó con la linterna a lo que había escrito.

—Mira. La inscripción dice: «Las tablas de - - - Templo de Jerusalén», lo que lógicamente se traduce por «las tablas del Templo de Jerusalén». La siguiente frase de relevancia es: «altar de —describe un - - -». Hay varios espacios en blanco, pero creo que probablemente ponía: «En el altar de piedra que describe un círculo». El siguiente fragmento es algo más fácil de adivinar. Nosotros lo tradujimos por: «- - - - cuatro piedras - - - la cara sur - - - una profundidad de y altura —codo a - - cavidad dentro de». Creo que significa: «Quitando cuatro piedras de la cara sur, de una profundidad de algunos codos y altura de un codo, para poner al descubierto la cavidad inferior».

—¿De «algunos codos»? —preguntó Bronson—. Comprendo por qué piensas que la altura es de un codo, pero la profundidad es un poco vaga, ¿no crees?

—Sí, pero no creo que importe demasiado. Lo que realmente importa es que la inscripción de las tablillas sostenía que existe una cavidad dentro de este altar y que accedieron a ella desde la cara sur, tras retirar algunas piedras. Así que eso es lo que vamos a hacer.

Se acercaron al altar, utilizando las linternas para asegurarse de que no tropezaban con nada, pues la zona era traicionera, con pequeños muros entrecruzados y una sucesión de hoyos cuadrados y bastante profundos, cuya finalidad Bronson creyó adivinar.

Decidir qué parte del altar estaba en la «cara sur» resultó bastante sencillo. Bronson solo tuvo que mirar al cielo, identificar la Osa Mayor y llevar a Ángela al lado opuesto de la estructura circular.

—Eso de allí es el norte —dijo apuntando al firmamento—, así que esta es la cara norte del altar. —Seguidamente se agachó y, con ayuda de la linterna, examinó las piedras que formaban el lateral de la estructura—. Parece como si nadie hubiera tocado estas piedras durante siglos. —Luego soltó una carcajada—. ¡Como no podía ser de otra manera! Bueno, ¿por dónde empezamos?

—La única información que proporciona la inscripción para la altura de las piedras que los sicarios retiraron era un codo, suponiendo que mi traducción de la palabra aramea sea correcta y signifique «codo» y no «codos».

—Ayúdame a hacer memoria. ¿Qué longitud tenía un codo? —preguntó Bronson.

—Cuarenta y cinco centímetros, más o menos —dijo Ángela—. Pero estaban retirando piedras para acceder a una cavidad dentro de este altar, y creo que se limitaron a adivinar el tamaño de la abertura que habían creado. Por el aspecto de estas piedras, bastaría quitar dos de ellas para dejar una abertura con una altura vertical de medio metro, así que, como pista, no aporta gran cosa.

Bronson observó de nuevo el lateral del antiguo altar.

—Bueno, supongo que podríamos empezar más o menos por la mitad y ver adonde nos lleva.

—Probablemente existe una forma más sencilla —dijo Ángela—. No hay argamasa entre las piedras, y una de las cosas que pusiste en la mochila era una percha de alambre. Si la desdoblas obtendremos una sonda de un metro, aproximadamente. Y si la introduces entre las piedras, tal vez consigas localizar la cavidad.

—¡Qué gran idea!

Bronson sacó la percha y un par de alicates y empezó a desdoblar el acero. En un par de minutos había conseguido estirarla del todo, a excepción de un extremo en forma de te que debía servirle como mango.

—Empieza por aquí —le sugirió Ángela, indicando un amplio espacio entre dos piedras.

Bronson introdujo la sonda en el espacio, pero esta penetró solo unos veinte o veinticinco centímetros antes de toparse con un objeto sólido, probablemente otra hilera de piedras detrás de las del exterior. La sacó y lo intentó de nuevo, pero con el mismo resultado.

—Creo que esto nos va a llevar un buen rato —dijo empujando la sonda en otro hueco—, pero sigue siendo mucho más rápido que ir sacando piedras al azar.

Después de casi diez minutos, todavía no había encontrado ni rastro de la supuesta cavidad detrás de las piedras. Entonces, de una forma tan inesperada que le cogió desprevenido, la improvisada sonda se deslizó más profundamente, mucho más profundamente, en un hueco. Bronson la sacó y la introdujo de nuevo, pero el resultado no varió. En vez de detenerse después de, más o menos, veinticinco centímetros, la varilla de acero penetraba más de sesenta.

—Estoy seguro de que aquí detrás hay un espacio —dijo Bronson—. ¡Venga! Vamos a empezar a mirar.

Seguidamente abrió de nuevo la mochila, sacó la barra de acero, la introdujo entre las dos piedras e hizo palanca. No sucedió nada, así que se fue al otro lado y empujó en el otro extremo. Esta vez, se desplazó ligeramente. Bronson repitió el proceso en la parte superior e inferior y, poco a poco, la piedra empezó a ceder. Tras un par de minutos la había desplazado lo suficiente para permitirle introducir la palanqueta en el vacío en lo alto de la piedra y extraerla del muro. La roca se estrelló contra el suelo con un ruido sordo. Bronson la apartó a un lado y luego Ángela y él se asomaron al hueco que había dejado.

Desgraciadamente, había otra piedra justo detrás de la que Bronson había retirado.

—Creo que esa es la razón por la cual la sonda conseguía entrar —dijo apuntando al agujero—. La esquina de la piedra que acabo de extraer se alineaba perfectamente con la que hay justo detrás. —Por todos los demás sitios por los que he probado a meter el alambre, esta se topaba con una de las piedras de la fila posterior.

—Vuelve a meter la sonda —sugirió Ángela.

Esta vez, cuando Bronson introdujo la delgada varilla de acero en los orificios que había alrededor de la hilera posterior, apenas encontró resistencia. Era evidente que entraba en una especie de hueco.

—Quitaré otra piedra de la capa exterior —dijo—. Así conseguiré un poco más de espacio para trabajar. Luego sacaré un par de la segunda fila.

Después de haber extraído una de las piedras, sacar una segunda fue pan comido. A Bronson le preocupaba la estabilidad de las piedras que había encima del agujero que había hecho en el lateral del altar, pero no parecía que fueran a caerse. Las capas interiores resultaron más fáciles de mover, porque su tamaño era ligeramente inferior, y Bronson rápidamente quitó tres piedras, dejando al descubierto un pequeño espacio abierto.

—Pásame la linterna, por favor —murmuró poniéndose de rodillas y apoyándose con las manos para asomarse al interior.

—¿Ves algo? —preguntó Ángela, con voz temblorosa por la emoción—. ¿Qué hay?

—Parece vacío. No. Espera un momento. Hay algo plano en el fondo de la cavidad. Échame una mano. Creo que pesa bastante.

Bronson extrajo la gruesa losa de piedra del agujero que había hecho y, con ayuda de Ángela, la apoyó contra el muro del altar. Ambos dieron un paso atrás y, durante unos segundos, se quedaron observándola.

—¿Qué demonios es? —preguntó Bronson—. Y aquí hay otra. Creo.

En menos de un minuto habían sacado una segunda losa y la habían colocado cuidadosamente junto a la primera.

—Ya está —dijo. Luego miró en el interior del agujero que había hecho, y utilizó la luz de la linterna para inspeccionarlo.

—No hay nada más en la cavidad —informó— a excepción de algunos escombros y un montón de polvo.

Ambos se quedaron mirando las dos placas de piedra de hito en hito. Eran más o menos rectangulares, con la base cuadrada y la parte superior redondeada, tal vez de unos dos centímetros y medio de grosor, unos cuarenta de alto y veinticinco de ancho. La superficie de ambas presentaba una detallada inscripción y Bronson, que en los últimos días había visto suficientes textos como para estar prácticamente seguro de reconocerlo, pensó que estaban escritas en arameo. Además, parecían idénticas.

—Te has puesto perdido de polvo —afirmó Ángela mirándolo.

—Sí, y de dos milenios de antigüedad, supongo.

Ángela apuntó a las tablillas.

—Pero no hay ni una mota de polvo en ninguna de ellas.

Bronson las observó con más detenimiento.

—Es posible que se haya desprendido mientras las sacabas —sugirió—. ¿Qué son? El texto en arameo parece una especie de lista. Más que un texto compacto, parece una serie de líneas independientes.

Durante unos segundos Ángela no contestó y se limitó a arrodillarse y estudiar las dos placas mientras deslizaba suavemente las yemas de los dedos por encima de los caracteres arameos. Luego alzó la vista hacia Bronson con el rostro completamente pálido.

—Nunca imaginé que pudiéramos encontrar algo así —dijo casi en un susurro—. Creo que podríamos encontrarnos ante lo que se conoce como las tablas del Templo de Jerusalén y de Moisés. En mi opinión, debe de ser una copia realmente antigua del decálogo.

—¿De qué? —Bronson se percató de que Ángela parecía tener ciertas dificultades para respirar.

—Estoy hablando de los diez mandamientos, la alianza mosaica. Las que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí. El pacto entre Dios y el hombre, las tablas que establecieron las bases de la fe. —Tras una breve pausa, Ángela miró a Bronson con los ojos muy abiertos, casi asustada—. Olvídate del arca de la alianza. Podríamos encontrarnos ante dos copias de la mismísima alianza.

—¿Quién ha dicho que se trata de copias? —preguntó Baverstock surgiendo desde detrás de ellos, empuñando una pistola.