74

Dexter se tambaleó y su pistola cayó al suelo con un gran estrépito, justo en el momento en que se echaba las manos a la rodilla, conmocionado por el impacto del proyectil. Luego el dolor lo golpeó y soltó un alarido.

Baverstock se tiró al suelo y empezó a rodar, intentando escapar de la línea de fuego. Hoxton se giró de un salto y dirigió la linterna hacia el túnel, buscando desesperadamente el origen del disparo mientras empuñaba con fuerza su pistola. La luz iluminó tres figuras inmóviles a apenas quinientos metros de donde se encontraban.

En el momento en que escuchó el disparo, Bronson dejó caer el rollo sobre la plataforma de madera y empujó a Ángela hacia un lado, obligándola a guarecerse detrás de las rocas que flanqueaban la cueva.

Antes de que Hoxton pudiera apuntar con su pistola a su objetivo, fue cegado por dos haces de luz y escuchó el sonido de un segundo disparo.

Sintió un fuerte impacto en el pecho y, en ese mismo instante, cayó de espaldas sobre la pasarela de madera. Entonces una sensación apabullante y entumecedora se extendió por su pecho mientras las luces de su alrededor parecían desvanecerse. Luego no sintió nada más.

Los haces de las linternas se desplazaron, mientras los hombres que las sujetaban buscaban un nuevo objetivo. En esta ocasión se detuvieron sobre Baverstock, que estaba agachado a un lado de la pasarela, pistola en mano. Dos disparos resonaron en la caverna, tan seguidos que parecían uno solo, y Baverstock se desplomó hacia atrás. Cayó desde la pasarela sobre el suelo rocoso del túnel que había debajo.

Cuando el eco de los disparos se desvaneció, se hizo un silencio que no presagiaba nada bueno y luego se oyó un nuevo grito de dolor.

—¡Dios mío! ¿Qué demonios está pasando ahí arriba? —susurró Ángela.

—Tú no te levantes. No creo que nadie nos esté disparando a nosotros. Al menos, de momento.

Bronson agarró la mochila y rebuscó en su interior. Sacó una palanca, se puso en pie y metió la fría herramienta de acero en la parte posterior de sus pantalones. No era gran cosa como arma, pero era la única que tenía. Se las había arreglado con menos anteriormente, se dijo a sí mismo. Con mucho menos.

—Ha sido pan comido. Han caído como ratas en una ratonera. —La voz apenas se distinguía debido a los aullidos de dolor de Dexter.

Los tres hombres avanzaron con cautela, paseando la luz de las linternas por el suelo.

Uno de ellos se detuvo junto a Dexter, miró al hombre herido y jugueteó con la linterna por encima del charco de sangre que se iba extendiendo alrededor de su muslo destrozado.

—Ayúdenme, por favor —lloriqueó Dexter, agonizando de dolor—. Necesito que llamen a una ambulancia o moriré desangrado.

—No, no lo harás —dijo el hombre de la voz serena—. Y tampoco necesitarás una ambulancia.

Casi con indiferencia, apuntó con la pistola a la cabeza de Dexter y apretó el gatillo.

Uno de ellos se acercó al extremo opuesto de la pasarela, apuntó con la linterna hacia el cuerpo hecho un ovillo y cubierto de sangre de Baverstock y emitió un gruñido de satisfacción. El tercero cruzó hacia donde yacía el cadáver inmóvil de Hoxton. Rápidamente registró sus ropas, encontró algo en uno de los bolsillos y llamó a su compañero.

—Tenías razón —dijo—. Tenía una de las tablillas —añadió enarbolando el trozo de barro cocido que acababa de sacar del bolsillo de Hoxton.

El otro hombre se acercó a él, cogió la reliquia y la estudió a la luz de la linterna.

—Es una diferente —dijo—. Guárdala. Tengo que acabar aquí abajo.

Desde la plataforma inferior, una vez que los disparos cesaron, Bronson y Ángela apenas oían un murmullo de voces. Luego se hizo el silencio, seguido del sonido de unas pisadas que se aproximaban.

Bronson se asomó con precaución y pudo distinguir a un hombre alto descendiendo la escalera empuñando una pistola, pero la oscuridad no le permitió ver su rostro. Tras él, otros dos hombres armados los observaban sin quitarles ojo. No había nada que Bronson pudiera hacer, a excepción de alzar las manos, al menos hasta que el hombre estuviera más cerca.

La figura llegó a la plataforma y se quedó allí de pie, mirando fijamente a Bronson y a Ángela. La luz de la linterna que sujetaba una de las figuras que había arriba barrió brevemente su cara y Bronson esbozó una sonrisa cuando descubrió el rostro medio paralizado y el ojo marmóreo.

—No puedo decir que me sorprenda, Yacoub —dijo—. Desde de que nos vimos en Tel Aviv, imaginaba que, antes o después, aparecerías por aquí. Supongo que tus hombres han estado siguiéndonos desde que llegamos a este país.

Yacoub asintió con la cabeza y sonrió. El efecto era sobrecogedor.

—Eres muy listo, Bronson. Esa es la razón por la cual te dejé escapar con vida de Marruecos. Ya por entonces sabía que buscarías el rollo de plata y supuse que tenías posibilidades de encontrarlo. —A continuación, señaló el cilindro metálico de color grisáceo que estaba en la plataforma—. Y no me equivocaba. Pero ahora será mío.

—Debería ir a un museo —dijo Ángela poniéndose en pie.

Durante un par de segundos el marroquí se quedó mirándola.

—Todo el mundo me conoce por Yacoub, pero ese no es mi verdadero nombre. ¿Sabe por qué me llaman así?

Ángela negó con la cabeza.

—Estoy seguro que ha oído hablar de la escalera de Jacob.

—Es una especie de escalera de cuerda que se usa en los barcos —explicó Bronson.

—Efectivamente —dijo Yacoub—. Y también es el nombre de una planta. Pero tiene un tercer significado. En la Biblia cristiana Jacob tuvo una visión de una escalera que subía hasta el cielo. Esa es la razón por la cual me llaman Yacoub desde que tenía quince años. He mostrado a mucha gente el camino hacia el cielo. —Tras una breve pausa, continuó—: Sin duda, os habréis dado cuenta de que voy armado, y también mis compañeros. Vosotros no, así que será mejor que me entreguéis el rollo y os dejaremos marchar. Si os negáis, estoy dispuesto a dispararos y llevármelo de todos modos.

—Acabas de matar a tres hombres a sangre fría —dijo Bronson—, y tus hombres asesinaron a los O’Connor en Marruecos. Si estás dispuesto a algo así para recuperar una tablilla de barro, ¿cómo sabemos que no nos matarás igualmente?

—No hay modo de saberlo, Bronson. Ahora tenéis que tomar una decisión. No soy un hombre paciente.

Bronson entregó el rollo a Yacoub. La barra de hierro seguía metida en sus pantalones pero, con dos pistolas apuntando directamente hacia él, sabía que estaría muerto mucho antes de que pudiera sacarla.

—¿Qué vais a hacer con él? —preguntó.

—Este rollo contiene una lista de ubicaciones del tesoro de los judíos. Tengo intención de encontrar todas las piezas que pueda pero, a diferencia de esos pedazos de mierda —añadió señalando a la escalera, donde yacían los cuerpos de Dexter, Hoxton y Baverstock—, que querían quedarse los tesoros para ellos, yo pienso vender la mayor parte de lo que recupere a los museos y coleccionistas israelíes. Solo me quedaré algunas de las mejores piezas para mi colección privada. Y luego todo el dinero que me paguen los israelíes, lo entregaré a los palestinos para ayudarles a expulsar de este país a esa plaga de indeseables. Es una especie de justicia, realmente, usar el dinero de los judíos para ayudar a sus enemigos.

Entonces miró una vez más a Ángela, que seguía allí de pie, junto a Bronson, con expresión desafiante. Seguidamente les dio la espalda, comenzó a subir la escalera e indicó a sus hombres que se encaminaran de vuelta al túnel. Bronson y Ángela se quedaron allí solos, en la oscuridad, escuchando el ruido de las pisadas sobre la pasarela de madera.