72

A última hora de la tarde, cuando prácticamente había oscurecido, Bronson aflojó la marcha del Renault, salió de la carretera a unos cien metros del aparcamiento de Megido y, tras detenerse detrás de un poco de maleza que hacía que quedara oculto, apagó el motor.

Habían abandonado el complejo unas cuatro horas antes y, después de recorrer unos tres kilómetros, encontraron una cafetería abierta donde habían tomado una cena ligera. Luego Bronson había aparcado el coche a la sombra de un grupo de árboles que crecían en un descampado a las afueras de Afula, y había intentado echar un sueñecito, consciente de que necesitaría todas las reservas de energía para lo que le esperaba aquella noche. Mientras dormía, Ángela repasó una vez más todas sus notas para asegurarse de que no se le había escapado nada. Cuando Bronson se despertó revisó por última vez el equipamiento comprado en Haifa y luego ambos se cambiaron, poniéndose ropa deportiva de color oscuro y zapatillas de deporte.

Habían regresado a Megido con el sol vespertino de frente, mientras los verdes campos de la llanura de Esdraelón se iban apagando conforme el sol empezaba a sumergirse tras los picos de la cordillera del monte Carmelo. A pesar de que su cima más alta superaba apenas los quinientos metros, la cadena montañosa se extendía más de veinte kilómetros en dirección sudeste desde la costa del Mediterráneo cerca de Haifa.

Bronson se giró hacia Ángela.

—¿Preparada? —preguntó.

—Nunca lo he estado más en mi vida —contestó.

Bronson extrajo la mochila del maletero, examinó el contenido y se la echó a la espalda. Finalmente cerró el coche con llave y se pusieron en marcha.

Sabían con seguridad que la puerta principal estaría cerrada, pero Bronson no creía que eso supusiera un problema. Era prácticamente imposible cerrar por completo un lugar tan grande como Megido y, de hecho, había ciertas partes del asentamiento que estaban protegidas solo por unas vallas de poca altura. En algunos lugares el terreno era tan escarpado que no tenía ningún sentido construir barreras físicas.

—Este podría valer —dijo Bronson empezando a subir por una pendiente en dirección al final de una de las alambradas.

Aquella tarde había descubierto un hueco que le había parecido lo suficientemente grande para que cupieran los dos.

Cuando llegaron al final, Ángela entró primero por el agujero y, a continuación, Bronson le pasó la mochila y se reunió con ella.

—Ve directa a la entrada del túnel —dijo intentando no alzar la voz—, y ten cuidado con esas rocas. Algunas son muy frágiles y están algo sueltas.

Después observó que ella empezaba a subir la empinada cuesta que llevaba hasta la cima.

El complejo estaba completamente desierto y, sin pensárselo dos veces, se dirigieron hacia el enorme socavón que marcaba la entrada al túnel de Ajab y bajaron los escalones hasta el fondo del foso. La puerta de acero estaba asegurada con un pesado candado. Bronson apoyó la mochila en el suelo y levantó la tapa superior. Tras rebuscar en su interior, sacó una cizalla extensible, desdobló las asas y colocó las mandíbulas alrededor del cierre del candado. A continuación apretó con fuerza, intentando unirlos dos mangos y, mientras su rostro mostraba una mueca por el esfuerzo, los músculos de sus brazos se hincharon con la tensión. Tras un repentino crujido, el acero se partió y los trozos del candado aterrizaron en el suelo con un gran estruendo.

—Lo conseguimos —dijo Bronson volviendo a meter la cizalla en la mochila y abriendo la puerta.

—Es espeluznante —susurró Ángela conforme se adentraban en la oscuridad—. Nunca imaginé lo siniestro que podía llegar a ser un lugar como este en plena noche.

—Desgraciadamente no podemos encender las luces, de lo contrario corremos el riesgo de que nos descubra algún vigilante. Tendremos que conformarnos con la luz de las linternas.

Los dos estrechos haces de luz resultaron bastante útiles. Al menos podían ver por dónde iban. Aun así, Ángela tenía razón, el lugar era espeluznante. Los dos eran muy conscientes del peso de las rocas y de la tierra sobre sus cabezas, y también del peso de la historia en torno a ellos.

No había razón alguna para molestarse en buscar en el túnel, pues la inscripción aludía específicamente a un pozo o cisterna. Si la reliquia seguía en las ruinas, estaba claro que la encontrarían en el manantial y en ningún otro sitio.

Al final del túnel había unos escalones con sus correspondientes descansillos, que permitían que los visitantes se pudieran acercar al pozo. Descendieron hasta el más bajo, que se encontraba a poco más de medio metro de la superficie del agua. Una vez allí Bronson abrió de nuevo la mochila y sacó un rollo de cuerda. Rápidamente ató uno de los extremos a la barandilla de acero situada en la última parte de la escalera y luego, por precaución, la amarró también al pasamano de madera que bordeaba la plataforma directamente encima del agua. De este modo podría subir y bajar por la maroma desde la misma plataforma. Antes de lanzar la cuerda para descolgarse en dirección al agua del manantial, Bronson hizo una serie de nudos, dejando una distancia de treinta centímetros entre ellos.

—¿Para qué sirven? —le preguntó Ángela, que enfocaba con la linterna las manos de Bronson para ver lo que estaba haciendo.

—Cuando salga del agua tendré mucho frío. No bromeaba cuando dije que estaría congelada. Además, lo más probable es que tenga las manos entumecidas y los nudos me servirán para agarrarme cuando escale por la cuerda.

Rápidamente, Bronson se desprendió de los zapatos y los calcetines y, a continuación, se quitó la camisa, los pantalones y la ropa interior.

Una vez desnudo en la penumbra, sonrió brevemente a Ángela. A continuación sacó unas gafas de bucear de la mochila, se colocó la cinta por detrás de la cabeza y cogió una pesada linterna de goma negra, mayor que la que había usado en el túnel de Ezequías.

—¿Podrías pasármela cuando esté dentro del agua? No me atrevo a saltar. No sabemos qué profundidad tiene, ni tampoco si hay rocas o algo parecido bajo la superficie.

De repente Ángela se inclinó hacia delante y lo abrazó con fuerza.

—Ten cuidado, Chris —susurró.

Bronson echó la pierna por encima de la barandilla de madera, agarró la cuerda con ambas manos y descendió a toda prisa hacia la boca de la cisterna.

—¡Dios! ¡Está helada! —se quejó conforme iba metiendo los pies en el agua. Sujetándose a la cuerda con una mano, se ajustó las gafas de bucear y estiró el brazo para coger la linterna.

Primero apuntó con ella a su alrededor, examinando los muros del pozo, pero parecían bastante lisos y sin ninguna característica especial. Luego miró a Ángela, le dirigió una sonrisa tranquilizadora y alzó las piernas para zambullirse en las oscuras aguas.

A poco más de un metro por debajo de la superficie, Bronson se agarró a una roca que sobresalía para conseguir algo de estabilidad y evitar subir disparado hacia la superficie. La boca del manantial era demasiado estrecha para poder bucear por ella, de manera que sabía que tenía que seguir sumergiéndose y agarrándose a algo que le permitiera permanecer bajo el agua mientras examinaba las paredes.

La buena noticia era que la linterna funcionaba perfectamente y su luz iluminaba sin problemas la roca marrón grisácea de las paredes del manantial. La mala era que los muros parecían demasiado lisos y no presentaban ningún orificio, ya fuera natural o artificial, que hubiera podido utilizarse para esconder algo.

Empezó a buscar con cuidado, sujetando la linterna con la mano izquierda mientras recorría el muro formando un círculo, pasando de una sujeción a otra. Luego se soltó y subió a la superficie para tomar un poco de aire.

—¿Has encontrado algo? —le preguntó Ángela apenas se asomó.

Bronson negó con la cabeza, respiró hondo y se zambulló de nuevo. Esta vez descendió algo más, unos dos metros, pero el resultado fue el mismo. Estaba completamente rodeado de unas sólidas rocas de color marrón oscuro.

De vuelta a la superficie, se retiró las gafas de la cara.

—He bajado casi dos metros —dijo mirando hacia Ángela—. No he visto nada. No creo que la gente que escondió la reliquia pudiera haber buceado mucho más abajo, ¿verdad?

—No tengo ni idea, pero estás dando por hecho que el nivel del agua era el mismo entonces que ahora, y probablemente no sea así. Si cuando la escondieron el nivel del agua hubiera sido, digamos, tres metros inferior, y los dueños del rollo bucearon dos metros, ahora se encontraría a cinco metros de la superficie.

—No había pensado en eso —admitió Bronson. A continuación se colocó de nuevo las gafas y desapareció una vez más.

Durante los siguientes veinte minutos repitió el proceso, sumergiéndose, agarrándose a algo para mantener la estabilidad, y buscando en vano cualquier tipo de agujero o grieta en los muros de roca. Y cada vez que salía a la superficie, la sensación de frío y cansancio era mayor.

—No creo que aguante mucho más —dijo, finalmente, castañeteando los dientes—. Probaré tres o cuatro veces más y luego lo dejo.

—Has hecho lo que has podido, Chris. Nunca pensé que tuvieras que bajar tanto para encontrarlo.

—Ni yo —respondió Bronson ajustándose una vez más las gafas. Si es que realmente está aquí, pensó mientras se adentraba de nuevo en las profundidades.

Esta vez bajó aproximadamente un metro y medio por debajo del punto que había alcanzado anteriormente, se agarró a otra sección de la roca, y miró a su alrededor. Por encima de su cabeza se divisaba el tenue círculo de luz que había en la superficie y que provenía de la linterna de Ángela, y alrededor de él el manantial parecía abrirse ligeramente, de manera que su linterna apenas podía iluminar el muro opuesto. Parecía como si el pozo tuviera la forma de una campana, con una garganta estrecha en la parte más alta que se iba ensanchando considerablemente en el fondo que, según sus cálculos, sería de unos seis o siete metros.

Consciente de que solo podría aguantar bajo el agua unos veinte segundos más, Bronson se concentró en la parte del muro que tenía delante. Como era de esperar, tenía la misma apariencia que el resto de las secciones que había examinado hasta ese momento. Cambió de posición y se colocó de lado para observar el resto del muro. Nada.

Sus pulmones empezaban a protestar, así que Bronson se soltó de la roca a la que estaba sujeto y se dejó llevar hasta la superficie. Mientras lo hada, su linterna iluminó algo diferente, algo que no había visto antes. Un objeto que parecía tener una forma definida, no redondeada, como las protuberancias de roca que había estado utilizando para agarrarse, sino que se proyectaba horizontalmente desde el muro de piedra del manantial.

Luego lo dejó atrás y siguió su camino hacia la luz y el aire purificante.

—Alguien ha cortado el candado —masculló Hoxton enfocando con la linterna los trozos esparcidos por el suelo—. Se nos han adelantado.

Habían llegado en coche a Megido desde Tel Aviv, un ajetreado viaje con Dexter tumbado en el asiento trasero, quejándose del dolor de su nariz rota. Baverstock había leído mal un par de carteles de la carretera a las afueras de Haifa, lo que había retrasado ligeramente su llegada, pero ellos, al igual que Bronson y Ángela, habían esperado hasta que el complejo cerrara para saltar la valla protectora. En ese momento estaban de pie junto a la puerta que daba acceso al túnel.

—Bien —dijo Dexter—. Le debo una a Bronson por lo que me hizo en la nariz.

—Si se trata de Bronson —dijo Hoxton—, sabemos lo peligroso que puede llegar a ser, así que tendremos que tomárnoslo con calma e intentar pillarle desprevenido. Debemos apagar las linternas y acercarnos sin hacer ruido y con la boca cerrada. Somos tres contra dos y vamos todos armados, así que no podrán ofrecer resistencia. Haremos que parezca un trágico accidente, o tal vez bastará con que tiremos los cuerpos a la cisterna. ¿Entendido?

Dexter y Baverstock asintieron con la cabeza.

—Todos hemos visto las fotos del túnel —le dijo Baverstock—. Como sabéis, hay una pasarela de madera con barandillas a ambos lados, de modo que, una vez dentro, podemos abrirnos paso agarrándonos a ella. Bronson, probablemente, estará usando una linterna o un farol, y divisaremos la luz desde lejos antes de llegar adonde se encuentra.

Sin una palabra más, los tres hombres se adentraron lentamente en el túnel subterráneo. Cuando llegaron a la pasarela de madera, Baverstock les obligó a detenerse unos segundos para que sus ojos se acostumbraran a la falta de luz.

—¿Veis aquel resplandor? —susurró apuntando hacia delante—. Ya han alcanzado la cisterna. A partir de ahora no digáis nada, limitaos a caminar despacio y con cuidado, y nos detendremos a cierta distancia de los escalones del final.

Sin apenas hacer ruido, los tres hombres empezaron a desplazarse hacia la tenue luz al final del túnel de agua.

Bronson asomó la cabeza una vez más y se agarró a la cuerda que colgaba de la barandilla.

—¿Has descubierto algo? —preguntó. Ángela, más deseosa que esperanzada.

—Creo que sí. Lo intentaré una vez más.

Bronson tomó aire y lo expulsó varias veces, hiperventilando para expulsar el dióxido de carbono de sus pulmones, antes de tomar una gran bocanada y sumergirse en el agua de nuevo.

Se impulsó con fuerza hacia la parte más profunda del manantial, el lugar que había estado examinando la última vez que se había zambullido, intentando divisar el objeto que había visto anteriormente. Pero una vez más los muros parecían iguales, sin ninguna diferencia destacable de una parte a otra de la cisterna. Conforme se desplazaba por el agua paseando la luz de la linterna por los muros de piedra, sentía incrementarse la necesidad de respirar.

Tal vez se había equivocado. Quizá sus ojos le habían engañado, o era posible que hubiera malinterpretado lo que había visto. Estaba a punto de darse por vencido cuando, de repente, la luz iluminó algo por encima de su cabeza, algo con los bordes cuadrados que parecía sobresalir del muro. Había bajado demasiado y había estado buscando demasiado lejos.

Bronson agitó las piernas y subió, sujetando la linterna firmemente para no perder de vista el objeto. Una vez al lado, sintió que sus pulmones estaban a punto de estallar, pero decidido a averiguar lo que era.

Parecía casi como un tronco de madera, pero en cuanto su mano se agarró al extremo, supo que era de metal. Bronson tiró de él, pero parecía encajado en una fisura natural de la roca. Cambió la sujeción y tiró de nuevo, apoyando la otra mano contra el muro de la cisterna, con los dedos sujetando con torpeza la linterna.

Esta vez el objeto se movió. Tiró de nuevo y de repente, acompañado de una nube de detritos, se desprendió.

Bronson comenzó a agitar las piernas alejándose del muro y subiendo a la superficie. Cuando asomó la cabeza, inspiró profundamente y luego repitió el gesto una vez más.

Seguidamente, pasó la linterna a Ángela y se agarró a la cuerda.

—¿De qué se trata? —preguntó ella levantando la voz por el nerviosismo.

—No lo sé —dijo Bronson que seguía respirando afanosamente—. Estaba encajado en una grieta del muro. Creo que es de metal. Cógelo.

Ángela se puso de rodillas y estiró ambos brazos hacia Bronson. Tras agarrar el objeto, lo depositó con cuidado sobre la plataforma, mientras él comenzaba a trepar por la cuerda.

La subida no fue tan difícil como había pensado, pues pudo apoyar los pies en los laterales de la cisterna, y en unos segundos se encontraba de pie en la plataforma, temblando.

Ella revolvió en el interior de la mochila y sacó una toalla.

Sin dejar de temblar y de golpear con los pies en el suelo para entrar en calor, Bronson se secó y empezó a vestirse. Mientras tanto Ángela movió la linterna para enfocar lo que éste había encontrado en el pozo.

—Parece una lámina de metal enrollada en el interior de un cilindro —dijo con la voz tomada por la emoción. Bronson se dio cuenta de que también empezaba a temblar—. Esta cubierta de algas, pero creo que tiene algunas marcas. ¡Dios mío, Chris! Creo que has encontrado el rollo de plata.