La llanura de Esdraelón se extendía ante ellos, un mosaico de campos verdes y fértiles salpicados de pequeños bosques y algunos macizos de árboles. La carretera se alejaba serpenteando de Har Megiddo hacia las bajas laderas de colinas que se alzaban ondulantes hacia el lejano horizonte, desvaneciéndose gradualmente en la calima.
Bronson siguió las indicaciones de la carretera, escritas en hebreo e inglés, y al llegar a la intersección de Megido giró hacia el norte y entró en la nacional 66. Tras un par de minutos, giró a la izquierda y, casi de inmediato, volvió a torcer en la misma dirección. A continuación estacionó el Renault en un hueco del aparcamiento que había a los pies de la colina y apagó el motor.
Ángela y él permanecieron sentados y en silencio durante unos instantes, observando la escarpada pendiente que se elevaba ante ellos.
—¡Es enorme! —dijo Bronson.
—Ya te dije que la ciudad tenía una extensión de más de seis hectáreas.
—Lo sé, pero no sonaba tan grande. Sin embargo, cuando ves algo así en persona, es sobrecogedor. ¿Estás segura de saber dónde tenemos que empezar a buscar?
—Sí. Aquí hay una única fuente de agua, y la entrada del túnel que lleva hasta ella es una de las construcciones más grandes en la actualidad. Todas las guarniciones asentadas aquí a lo largo de los siglos tuvieron el mismo problema porque, al igual que en Jerusalén, la única fuente de abastecimiento de agua se encontraba fuera de las murallas de la fortaleza y, en ambos casos, procedieron exactamente igual: excavaron un túnel subterráneo que llegaba directamente a la fuente.
—De acuerdo —dijo Bronson—. No sacaremos nada en claro quedándonos aquí sentados hablando del tema. Vamos a echar un vistazo.
A un lado del aparcamiento había un pequeño edificio que albergaba el museo y la oficina de información turística.
—Entremos ahí primero —sugirió Bronson mirando el reloj—. Aún falta mucho para que cierren.
El museo les proporcionó una información muy valiosa. Tenía numerosos paneles que explicaban cuáles eran las diferentes secciones del asentamiento y una impresionante maqueta que mostraba el probable aspecto de Megido en la antigüedad. Cuando salieron del edificio ambos tenían una idea mucho más clara de la disposición de las ruinas y Bronson aprovechó para comprar una guía en inglés que incluía un mapa detallado de todo el complejo.
Seguidamente cogieron el sendero que conducía a la entrada, situada en la cara norte de la colina, comenzaron a ascender y, casi inmediatamente, se vieron rodeados por antiguas construcciones de mampostería.
—Según este libro —dijo Bronson señalando una antigua estructura situada a la derecha del sendero—, esas son las ruinas de una antigua puerta del siglo XV antes de Cristo, y justo al torcer la esquina deberíamos encontrar la entrada principal de la fortaleza, conocida como la puerta de Salomón.
La entrada se encontraba en condiciones bastante buenas. Elaborada con piedra maciza, era evidente que había sido construida no solo para resistir las embestidas de las tropas enemigas, sino también los estragos del tiempo. A ambos lados había dos cámaras que también se conservaban en buenas condiciones.
—Cada una de estas cámaras —apuntó Bronson tras consultar de nuevo a la guía— fue diseñada para albergar un carro acorazado y dos caballos, supuestamente para que pudieran bajar rápidamente a la llanura para resolver cualquier tipo de problema. Algo así como los coches patrulla de la actualidad, supongo.
Posteriormente torcieron a la izquierda, siguiendo un camino trillado, pasando por delante de los restos de los establos de Ajab, aunque Bronson pensó que no se parecían en nada a la idea que tenía de unos establos, pues eran un conjunto de muros derruidos y de piedras esparcidas. Poco después llegaron a un lugar que ofrecía unas vistas espectaculares de la llanura del Jezreel hacia la ciudad de Nazaret, que se enclavaba en las colinas de Galilea.
Se detuvieron cerca de una gran estructura, casi circular, a la que se accedía por un lateral a través de una media docena de escalones. Ángela cogió la guía y apuntó:
—Este es el altar circular, que fue renovado (no construido, sino renovado) hace más de cuatro mil años —explicó—. Probablemente se utilizaba para el sacrificio de animales. Ese templo —añadió, indicando otro montón de piedras— se construyó más o menos en la misma época. Se le conoce como el templo del Este y cuando se erigió constaba de un vestíbulo, una sala principal y el sanctasanctórum al fondo, que era la parte del edificio más cercana al altar circular.
A continuación hizo una pausa.
—Es extraordinario, ¿no te parece? Cuesta creer que todo esto sea tan antiguo. —Seguidamente miró a Bronson con los ojos brillantes y la expresión radiante y Bronson sintió que el corazón le daba un vuelco.
—Soy consciente de que tú no lo ves de la misma manera. Tu vida y tu trabajo no podrían ser más contemporáneos, pero yo vivo y respiro por este tipo de cosas y no puedo pasar de largo e ignorar algo como esto.
Luego cogió su mano y justos caminaron hacia la sección meridional de la vieja ciudad.
—Esto sí que es impresionante —exclamó Bronson dirigiéndose a una verja de hierro que rodeaba un enorme pozo, que se asomaba a las oscuras profundidades. Debía de tener unos diez o quince metros de diámetro y más o menos la misma profundidad. Era un enorme agujero excavado en el duro suelo y rodeado de piedras. Su realización debía de haber supuesto un trabajo ímprobo.
—¿Es esta la cisterna? —preguntó.
—No. Es el silo de Jeroboam. Data del siglo XVIII antes de Cristo y se utilizaba para almacenar cereales. Por lo visto tenía capacidad para unas trece mil fanegas.
—¿Y qué son las fanegas?
—Es una medida de capacidad que equivale, aproximadamente, a tres centímetros cúbicos. ¿Ves la escalera doble?
Bronson se asomó de nuevo y miró hacia donde apuntaba Ángela. Pegadas al muro de piedra había dos rudimentarias escaleras, cada una de ellas de apenas medio metro de anchura, que bajaban en espiral desde la parte superior hasta la base, y que comenzaban en el lado opuesto de la estructura.
—Supongo que construyeron dos para que los trabajadores que llevaban y traían el grano pudieran bajar por una y subir por la otra, sin molestarse los unos a los otros —sugirió Bronson.
Ángela asintió mirando al interior del silo.
—No creo que me hiciera mucha gracia tener que bajar hasta ahí. Son demasiado estrechas y la profundidad es más que considerable —añadió Bronson.
—Es por eso que han instalado la barandilla de acero —dijo Ángela retrocediendo.
El silo era la construcción más completa de todas las ruinas que habían visto hasta ese momento y estaba rodeada por las siluetas de antiguas edificaciones que habían quedado reducidas a una serie de muros achaparrados de apenas treinta centímetros de altura. Las palmeras, probablemente datileras en opinión de Bronson, se abrían paso a través de lo que otrora habían sido los suelos de habitaciones o tal vez pasadizos. Asimismo, el montón de piedras de color gris claro, casi blanco, esparcidas por todas partes, confería al lugar una inequívoca sensación de antigüedad de demasiados años como para que la mente pudiera abarcarlos. En ese momento se percató de que, a pesar del calor, Ángela estaba temblando ligeramente. Le pasó el brazo por encima de los hombros y emprendieron de nuevo la marcha.
—Aquí estaban lo que, en otros tiempos, se pensó que eran los establos de Salomón —explicó Ángela—. No obstante, tras una segunda datación, se piensa que se construyeron en la época de Ajab, posiblemente en el lugar donde se encontraba el palacio del rey Salomón. Ajab fue el monarca de Israel en el siglo IX antes de Cristo, y se calcula que los establos tenían capacidad para quinientos caballos y sus respectivos carros. En aquella época, Megido era conocida como «la ciudad de los carros», los cuales jugaban un papel decisivo en cualquier batalla o escaramuza que se librara en la planicie inferior. Eran el equivalente a lo que hoy día conocemos como tropas de asalto acorazadas.
Seguidamente echó un vistazo a su alrededor y añadió:
—Bueno, ahora tendríamos que seguir este sendero en dirección suroeste. Debería llevarnos a la entrada del túnel que conduce a la cisterna.
—¿De qué época data el túnel? —preguntó Bronson mientras comenzaban el recorrido.
—En un principio se creyó que se remontaba al siglo XIII antes de Cristo, pero estudios más recientes han llegado a la conclusión de que se construyó en el siglo IX antes de Cristo, lo que significa que —Ángela hizo una pausa para calcular— tiene casi tres mil años de antigüedad —concluyó mirando a Bronson con una sonrisa.
—Entonces, ¿el principal abastecimiento de agua se encontraba fuera de las murallas de la ciudad?
—Sí. Procedía de un manantial que está en una cueva que hay por allí —explicó Ángela apuntando más allá de sus cabezas—. Cuando Salomón gobernaba aquí, ordenó a sus súbditos que excavaran un conducto a través de las paredes de la cueva para acceder más fácilmente al manantial, pero eso no hubiera servido de gran ayuda en caso de que la ciudad estuviera bajo asedio. Ajab se reveló mucho más ambicioso. Hizo construir un conducto mucho más amplio, lo que suponía excavar desde aquí arriba, atravesando las diferentes capas de la colina, incluida una parte del lecho de roca. El conducto concluyó a setenta metros de profundidad y entonces empezaron las obras propiamente dichas. Sus hombres excavaron un túnel horizontal en la roca que llegaba hasta la cueva, una distancia de unos ciento veinte metros, que les proporcionó un acceso oculto e inexpugnable al manantial. Para rematar, Ajab ordenó bloquear la entrada de la cueva con un muro de piedra maciza que posteriormente fue cubierto de tierra para que los posibles enemigos no supieran de su existencia.
Mientras Ángela exponía su explicación, llegaron a la entrada del túnel, un enorme agujero en la tierra con los bordes en pendiente, tan grande que hacía que el silo, en comparación, resultara insignificante. A diferencia del almacén de cereales, esta estructura parecía que nunca había sido completamente revestida de piedra, sencillamente porque no era necesario, pero se veían restos de varios muros de contención y gradas por todo el camino hasta el fondo. Los restos derruidos de una vieja escalera de roca descendían por el lateral del foso donde la pendiente era menos pronunciada, aunque a Bronson le seguía pareciendo que los habitantes de la ciudad tenían que enfrentarse a una agotadora escalada, especialmente si iban cargados con cántaros de agua.
Una valla protectora de acero, enclavada en la parte superior de un bajo muro de piedra, rodeaba prácticamente todo el perímetro. En una parte había un hueco que permitía acceder a una escalera de cemento de reciente construcción. Esta disponía de una barandilla y una sucesión de rellanos para compensar la pendiente, lo que permitía que los turistas pudieran bajar hasta el fondo sin problemas.
—Sigue siendo una escalada considerable —dijo Ángela—. Debe de tener unos doscientos peldaños pero, por suerte, solo tendremos que bajar. Han creado una salida en el otro extremo, a través del muro que Ajab construyó hace tres mil años.
Bronson echó un vistazo a su alrededor. Era ya media tarde y los últimos grupos de turistas comenzaban a encaminarse hacia la salida.
—Tendremos que salir y permanecer ocultos durante un rato —dijo—. Además, será mejor que saque el coche del aparcamiento y que lo esconda en algún lugar cercano. No quiero que nadie note nuestra presencia. Tenemos motivos más que suficientes para pensar que los dos hombres que han intentado asaltarnos esta mañana siguen intentando dar con nosotros.
Ángela lo miró preocupada.
—Intento no pensar en ello —dijo—. Vamos a pasar por la cisterna para ver qué aspecto tiene.
Al llegar, la galería subterránea se reveló una sorpresa. Bronson se esperaba algo similar al túnel de Ezequías, una galería estrecha y retorcida con el techo bajo aunque, con un poco de suerte, sin agua bajo los pies. Sin embargo el túnel de Megido resultó ser recto, ancho y bastante alto (probablemente en algunos tramos alcanzaba los tres metros). Además, estaba bien iluminado y el suelo se hallaba cubierto de una pasarela de tablones que permitía a los visitantes recorrerlo cómodamente.
Durante el trayecto no encontraron a nadie más. Una vez al final, había unas escaleras que conducían al pozo en sí. Bronson y Ángela se detuvieron en el descansillo inferior y se asomaron a la masa de agua.
—Parece bastante profundo —dijo él.
—Lo es —le confirmó Ángela—. Al fin y al cabo, se trata de un pozo.
—Y frío —añadió Bronson con un suspiro, consciente de que le tocaría a él sumergirse—. El problema será salir después. Me alegro de haber traído la cuerda. —Tras unos segundos en silencio, dándole vueltas a este hecho, concluyó—: De acuerdo. Ya hemos visto lo que necesitábamos. Ahora vámonos.