—Pero Chris, ¿cómo es posible que siga vivo? —preguntó Ángela, retomando una vez más un tema que ya había sacado a relucir en varias ocasiones durante lo que resultó ser una larga e incómoda noche—. ¿Estás seguro de que era Yacoub?
Estaban sentados en el coche de alquiler en el aparcamiento de un restaurante de horario continuo a las afueras de Jerusalén, esperando que abrieran para poder desayunar.
Bronson no había visto a ningún sospechoso, ni en el interior del hotel ni en los alrededores, cuando había corrido hasta allí después de dejar a Ángela en el bar. Había revisado exhaustivamente el exterior del edificio y luego había entrado, había recogido sus escasas pertenencias, había pagado la cuenta entregando un puñado de billetes al desconcertado recepcionista del turno de noche y se había largado. Llevaban en el coche prácticamente desde entonces, porque sus intentos de encontrar un hotel que aceptara nuevos huéspedes después de la media noche habían resultado infructuosos. Al final, Bronson había claudicado y se había dirigido a Jerusalén y el aparcamiento del restaurante le había parecido un lugar tan bueno como cualquier otro para pasar el resto de la noche.
Una vez estacionaron, había limpiado con cuidado el corte que Ángela se había hecho en la planta del pie izquierdo. No era muy profundo, pero era evidente que tenía que ser muy doloroso. Le había puesto un trozo de gasa y unas tiras de esparadrapo que había comprado en una farmacia de guardia en Tel Aviv. Ángela se había puesto un par de zapatillas de deporte y había intentado dar algunos pasos. No era muy elegante, pero al menos podía volver a caminar, pues, por algún tiempo, no podría correr.
Bronson suspiró.
—Mira —dijo—. La cara de Yacoub no es, precisamente, fácil de olvidar. Y no te lo dije antes, pero lo que hizo Jalal Talabani cuando nos rescató me pareció demasiado sencillo. Aun contando con el elemento sorpresa, a un hombre solo le resultaría muy difícil deshacerse de tres hombres armados, especialmente teniendo en cuenta que se encontraba en una casa en la que no había estado antes. Creo que contó con ayuda y la única explicación posible es que Yacoub lo organizara todo.
—Pero Talabani mató a aquellos hombres, ¿no es cierto? —preguntó Ángela.
—No tengo ninguna duda al respecto. Yo mismo examiné el cadáver de Ahmed.
Ángela sintió un escalofrío.
—Entonces Yacoub no dudó en sacrificar al menos a tres de sus hombres, Ahmed y los dos de arriba. Y todo eso, ¿para qué?
—Para convencernos de que él, Yacoub, había muerto, y así poder seguir el plan que había tramado. La palabra «despiadado» se queda corta para describir lo que está dispuesto a hacer. Quería que nosotros, mejor dicho, tú, estuvieras tan decidida a encontrar el rollo de plata y la alianza mosaica que vinieras a Israel y lo guiaras hasta las reliquias. En realidad el plan no estaba mal, porque tú cuentas con los conocimientos y los contactos para desentrañar el misterio. Lo único que tenía que hacer era seguirte, y eso es lo que ha estado haciendo hasta ahora.
—Pero el tipo de la pistola intentó matarte, Chris.
Bronson asintió con la cabeza.
—Lo sé. Supongo que está perdiendo la paciencia. Probablemente me quiere muerto para poder raptarte. Entonces intentaría convencerte de que le indiques dónde buscar las reliquias.
A la luz del amanecer, el rostro de Ángela parecía especialmente pálido.
—¡Santo Dios! Me alegro mucho de que vinieras conmigo, Chris. Le tengo verdadero terror a Yacoub. Ni siquiera tendría que torturarme. Bastaría que me mirara y se lo soltaría todo.
Bronson echó un vistazo a la carretera que había más allá del aparcamiento. Controlaba todos los vehículos desde que habían llegado, por si tenían que salir corriendo. A continuación miró de nuevo a Ángela.
—Mira —dijo—, si quieres dejarlo todo, lo entenderé. En unas pocas horas podemos estar en un avión que salga del aeropuerto de Ben Gurión en dirección a Gran Bretaña, no volver nunca más a Israel y olvidar toda la historia de las reliquias perdidas. Tú decides. Yo estoy aquí por ti.
Ángela permaneció en silencio unos instantes con la cabeza ligeramente inclinada y las manos en el regazo. Casi parecía la imagen de una virgen. Luego sacudió la cabeza y giró la cara hacia Bronson.
—No —dijo con firmeza—. Si me fuera ahora, me arrepentiría toda la vida. Es la mayor oportunidad de mi carrera, de la de cualquier arqueólogo, de hecho, y no estoy dispuesta a rendirme. Basta que nos aseguremos de mantenernos siempre un paso por delante de Yacoub y de sus matones pistoleros. Y ese es tu trabajo, Chris —añadió con una leve sonrisa.
—Entonces, no me presiones —respondió Bronson devolviéndole la sonrisa—. De acuerdo, si lo tienes claro, tenemos que decidir qué hacemos a partir de ahora. Me refiero a cuando este sitio haya abierto de una vez y nos hayamos metido algo en el estómago.
Mientras hablaba, los carteles luminosos del restaurante se encendieron de repente y Bronson vio algunas figuras que se movían en el interior del edificio.
—¡Por fin! —exclamó—. ¡Vamos a comer algo!
Una hora más tarde regresaron al coche.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Bronson, acomodándose en el asiento del conductor. Ángela se había llevado al restaurante varios folios con notas y había estado leyéndolas mientras desayunaban sin apenas abrir la boca.
—Es posible. Dame un par de minutos más. Bronson hizo un gesto con la cabeza como si acabara de tomar una decisión y se inclinó hacia Ángela.
—¿Puedo preguntarte una cosa? Se trata de algo personal.
—Sí —respondió ella con cautela alargando un poco la palabra—. ¿Qué quieres saber?
—Se trata de Yosef ben Halevi. Trabajasteis juntos, ¿no es así?
—Sí. Creo que fue hace unos cinco años. ¿Por qué?
—Entonces, se podría decir que no lo conoces demasiado, ¿verdad?
Ángela se encogió de hombros.
—Supongo que no. Era solo un compañero de trabajo.
—De acuerdo. Te lo digo porque… No sé… Hay algo en él que no me acaba de gustar. Tengo la impresión de que nos oculta algo. Y tampoco me hizo mucha gracia la manera en que te tanteaba. Está claro que intentaba averiguar lo que estamos buscando.
Ángela sacudió la cabeza.
—Tienes que entender que es especialista en lenguas arcaicas e historia de Israel. Es normal que nuestras preguntas lo dejaran intrigado. Probablemente intuyó que nos encontramos tras la pista de algo y le gustaría estar en el ajo. Estoy segura de que no se trata de nada más. —Seguidamente preguntó con una tímida sonrisa—: No estarás celoso, ¿verdad? Bronson negó firmemente con la cabeza.
—No, para nada. Es solo que, a partir de ahora, preferiría dejarlo a un lado. No me fío de él.
Ángela volvió a sonreír, preguntándose si la repentina desconfianza de Bronson se debía exclusivamente a su instinto policial, que trabajaba a toda máquina o si, en cierta medida, guardaba alguna relación con el innegable atractivo de Ben Halevi. Por su parte, no creía que hubiera motivo alguno para pensar que el israelí se traía algo entre manos, pero quizá no era una mala idea mantenerlo al margen, sobre todo en un momento en el que, en su opinión, se encontraban tan cerca de su objetivo.
—De acuerdo —dijo concentrándose de nuevo en sus notas—. Volviendo al año 73 después de Cristo, he intentado imaginar qué hubiera hecho yo si hubiera formado parte del grupo de sicarios. Tenían que esconder tres importantes reliquias judías. Una de ellas la depositaron en Qumrán (tal vez no era el emplazamiento más seguro pero, fíjate por dónde, que el rollo de cobre permaneció escondido durante dos milenios) y luego se desplazaron a otro sitio con las otras dos, el rollo de plata y la alianza mosaica. Se me ocurre que, ya por aquel entonces, Jerusalén era la ciudad más importante de Judea, y tal vez no resulta tan descabellado que las escondieran allí.
—Pero, en ese caso —objetó Bronson— estoy seguro de que ya las habrían encontrado. Jerusalén ha estado ocupada y se han librado batallas por su control durante, al menos, los últimos dos mil años. ¿Cómo es posible que el rollo de plata haya permanecido oculto todo este tiempo?
—En realidad —aclaró Ángela—, los primeros pobladores se establecieron allí alrededor del año 3500 antes de Cristo, pero yo no me refería a Jerusalén en sí. Lo más probable es que eligieran un escondite debajo de ella. El subsuelo de toda la ciudad, incluido el Monte del Templo, es como un panal de abejas. Hay túneles por todas partes. En el año 2007, durante unas excavaciones arqueológicas que pretendían encontrar la antigua vía que salía de la ciudad, revelaron la existencia de un pequeño canal de aguas residuales que desembocaba en un enorme túnel que partía desde el Monte del Templo y que pudo llegar hasta el lejano río Cedrón, o incluso hasta el estanque de Siloé, en el extremo sur de Jerusalén. Es posible que los habitantes de la ciudad lo utilizaran para huir durante el asedio romano en el año 70, y también que se usara para sacar algunos tesoros del Templo. El río Cedrón discurre en dirección Este de la ciudad, pero a medio camino del mar Muerto se divide en dos y, mientras uno de los brazos desemboca en el mar Muerto, el otro se dirige directamente a Khirbet Qumrán.
—Una vez más, Qumrán —observó Bronson.
—Sí —dijo Ángela—. Algunos consideran que, al inicio del asedio, varios sacerdotes judíos y guerreros de confianza reunieron todos los rollos del Segundo Templo y escaparon por el túnel hasta Qumrán, donde los escondieron en las cuevas cerca del asentamiento, dando lugar a lo que más tarde se conocería como los manuscritos del mar Muerto. En mi opinión, es una teoría tan convincente como cualquier otra.
—¿Y qué me dices de las reliquias que estamos buscando? ¿Dónde crees que pueden estar?
—Tengo una idea. Obviamente la gente que enterró el rollo de plata no imaginaba, ni por lo más remoto, la tormentosa historia que finalmente se desplegaría alrededor del Monte del Templo, pero creo que no resulta descabellado que eligiera uno de los túneles ya existentes cerca de la roca como lugar seguro para las reliquias. El problema es que, con la actual situación política de la ciudad, no tenemos ninguna posibilidad de acceder a los túneles. Ni siquiera se les permite a los arqueólogos israelíes que actúan de buena fe.
»No obstante, la inscripción de las tablillas de barro se refiere explícitamente a un tipo muy concreto de espacio subterráneo: una cisterna. Creo que en el último recuento se identificaron alrededor de cuarenta y cinco cisternas diferentes en las diversas cuevas y cámaras que discurren por debajo del Monte del Templo, así que tiene sentido. Creo que los sicarios que escondieron las reliquias escogieron deliberadamente un escondite debajo del lugar que las tres religiones principales (el judaísmo, el cristianismo y el islam) consideran el lugar más sagrado de Jerusalén y, posiblemente, del mundo entero.
—Vale, ¿pero en cuál de ellas? —preguntó Bronson—. Si, como dices, hay más de cuarenta, y además no podemos acceder a ellas, no hay nada que hacer. Aunque averiguáramos dónde está escondida la reliquia, no habría manera de recuperarla.
—No necesariamente —respondió Ángela esbozando una sonrisa—. He estado estudiando nuestra traducción de la inscripción y he descubierto algo. La inscripción no dice «una cisterna», sino «la cisterna», lo que significa que se refiere a una cisterna muy concreta, una cuya existencia fuera sobradamente conocida, y alrededor del inicio de nuestra era había un lugar cerca del Monte del Templo que todo el mundo conocía como cisterna. El escritor de las tablillas sin duda tenía que estar familiarizado con ella.
—¿Y bien?
—El túnel de Ezequías —respondió Ángela—. Espero que te guste el agua.