—¿Ha sido útil? —preguntó Bronson.
Habían salido del pequeño bar y caminaban sin prisa por las calles de Tel Aviv en dirección a su hotel. La noche era cálida y la ciudad estaba a rebosar de gente que caminaba a buen ritmo por las aceras o conversaba animadamente en la entrada de los bares. Por un instante Bronson deseó que su estancia en Israel fuera solo para pasar unas relajadas vacaciones, y que él y Ángela caminaran despreocupadamente hacia su hotel después de haber disfrutado de una cena romántica. En vez de eso, escudriñaba entre las sombras cualquier indicio de hombres armados, mientras los dos se devanaban los sesos intentando averiguar por dónde debían empezar a buscar un par de reliquias casi míticas de las que nadie sabía nada desde hacía más de dos milenios.
—Ahora empieza a cobrar algo más de sentido —dijo Ángela—. Creo que, cuando los sicarios arrasaron Ein-Gedi, encontraron algo más que víveres y provisiones, y precisamente es de eso de lo que trata la inscripción. Incluso existe la posibilidad de que, durante el asalto, encontraran todas y cada una de las reliquias a las que se refieren las tablillas de barro. Existen testimonios escritos de la época que mencionan que, durante las guerras con los romanos, se sacaron de Jerusalén importantes tesoros para ponerlos a buen recaudo. Como bien dice Yosef, Ein-Gedi era uno de los asentamientos más importantes en las cercanías de la ciudad, tal vez incluso el más importante, de manera que, es posible que fuera el lugar elegido para mantener a salvo varios objetos. Pero antes de que pudieran restituirse al Templo de Jerusalén, o a dondequiera que provinieran, los sicarios asaltaron el oasis y se apoderaron de todo lo que encontraron. Además, si hacemos caso a la parte del texto que hemos conseguido descifrar hasta ahora, eso incluía explícitamente el rollo de cobre, el de plata y las tablas del Templo de Jerusalén.
—Entonces, ¿estamos en el buen camino? —preguntó Bronson.
—Sin duda. Pero ahora hay que averiguar dónde debemos iniciar la búsqueda.
Durante algo más de un minuto caminaron en silencio, Ángela absorta en sus pensamientos y Bronson explorando la zona, intentando descubrir si alguien los vigilaba o algo peor. Pero allá donde mirara, la gente parecía normal e inofensiva, algo bastante tranquilizador, y poco a poco comenzó a relajarse. Tal vez su idea de cambiar de hotel de forma inesperada había funcionado y habían conseguido despistar a los hombres de Yacoub, puesto que Bronson estaba seguro de haber reconocido a su agresor en Qumrán.
Esta sensación de seguridad se prolongó solo hasta que llegaron a la avenida Nordau, el amplio bulevar que corría en dirección este desde el extremo norte de los jardines de Ha’Azma’ut.
Tras cruzar la calle para llegar al paseo central flanqueado de árboles, se vieron obligados a detenerse al borde de la calzada para dejar paso a unos cuantos coches. El último de ellos era un Peugeot blanco que avanzaba lentamente, lo que permitía que, gracias a la suave iluminación de la calle, se entrevieran las siluetas del conductor y de la persona sentada en el asiento del copiloto.
Cuando el vehículo pasó justo delante de ellos, Bronson miró con indiferencia al conductor, un hombre de pelo negro y tez morena que jamás había visto antes. Luego, el pasajero, que hablaba animadamente por el móvil, se inclinó hacia delante. Bronson vio su rostro con claridad en el mismo instante en que el hombre del coche lo reconoció, y, por una fracción de segundo, sus miradas se cruzaron. Seguidamente el coche pasó de largo por delante de ellos.
—¡Dios! —dijo Bronson tambaleándose hacia atrás y agarrando el brazo de Ángela—. ¡Ese era el maldito Yacoub!
—¡No puede ser! —protestó Ángela—. Está muerto.
Justo en el momento en que se daban la vuelta y echaban a correr, Bronson oyó tras ellos el chirrido de los neumáticos que indicaba que el Peugeot había girado bruscamente. Entonces escuchó unos gritos en árabe y el sonido de unas pisadas que golpeaban la acera en dirección a ellos.
—¡Espera! —gritó Ángela al llegar al extremo sur de la avenida Nordau.
—¿Qué pasa? —Bronson la miró y luego observó el camino que habían recorrido. Su perseguidor (solo podía distinguir una figura y estaba seguro de que no se trataba de Yacoub) estaba apenas a unos cincuenta metros de donde se encontraban.
Ángela lo agarró del brazo, se desprendió de uno de los zapatos de tacón, y después se inclinó y se quitó el otro.
Mientras lo hacía se oyó un disparo, y una bala se estrelló contra la pared del edificio que tenían detrás, a solo unos centímetros por encima de sus cabezas, y luego rebotó en la oscuridad. El rotundo chasquido del disparo retumbó en los bloques de cemento que los rodeaban y pareció silenciar los ruidos de la ciudad.
—¡Mierda! —farfulló Bronson.
—¡Vámonos! —gritó Ángela abandonando el zapato en la acera.
A algunos cientos de metros detrás de ellos, Yacoub rodeó corriendo el Peugeot y se lanzó sobre el asiento del conductor. Cerró la puerta de un portazo, metió la primera y pisó con fuerza el acelerador. Al llegar al primer cruce giró el volante a la izquierda, obligando a salirse de la calzada a un coche que se acercaba y cuyo conductor, irritado, apretó el claxon con todas sus fuerzas. Yacoub ignoró el ruido mientras salía disparado por Dizengoff, con su atención centrada exclusivamente en encontrar el primer cruce a la izquierda para poder interceptar la huida a la pareja.
Musab había cumplido su palabra. Su contacto había averiguado en qué hotel se habían registrado Bronson y la mujer, y había llamado a Yacoub para darle la información justo antes de que se cumpliera el plazo que le había dado. Curiosamente, Yacoub se dirigía hacia el hotel mientras hablaba con Musab al teléfono, cuando miró por el parabrisas y los descubrió de pie, al borde de la acera, justo delante de él.
Yacoub no conocía la zona, pero suponía que, si torcía tres veces a la izquierda, acabaría delante de su presa. La primera calle a la que llegó, Basilea, era dirección prohibida, con una fila de coches que esperaban para salir de ella, pero la siguiente era Jabotinsky, otro amplio bulevar. Giró a la izquierda reduciendo la velocidad y luego viró una vez más, entrando en el laberinto de calles estrechas que discurrían detrás de las calles principales.
Tenían que estar por allí.
El ruido del disparo fue recibido por gritos y alaridos y, mientras Bronson y Ángela corrían por Zangwill, la gente chillaba y echaba a correr. La confusión y el pánico se propagaron por la multitud y Bronson confió en que eso les facilitaría la escapada. Una cosa era perseguir a dos figuras que corrían por una calle concurrida, y otra muy diferente era hacerlo con toda una muchedumbre desfilando despavorida.
Zangwill era una calle de una sola dirección y tres coches bajaban por ella directamente hacia donde se encontraban, pero estos se vieron obligados a reducir la marcha bruscamente cuando los asustados transeúntes empezaron a invadir la calzada, intentando averiguar de dónde provenían los disparos.
—¡Por aquí! —dijo Bronson señalando. Se abrieron camino por delante del primer coche que acababa de detenerse y subieron a la acera izquierda. Justo en ese momento un grupo de personas salió a empujones de un bar delante de ellos atraídos por el jaleo del exterior. Bronson se chocó contra un hombre y lo tiró al suelo, pero apenas se detuvo y se limitó a echar la vista atrás para comprobar que Ángela conseguía seguir el ritmo.
El hombre que les perseguía iba armado y ya había demostrado que no tenía reparos en disparar. Bronson sabía que la única posibilidad que tenían de salir con vida era seguir corriendo y mantenerse lo más lejos posible de él. Era consciente de que, como plan, dejaba mucho que desear, pero en aquel momento no se le ocurría nada mejor. Además, estaba preocupado por Ángela. Hasta aquel momento conseguía seguirlo pero, teniendo en cuenta que iba descalza, bastaría que pisara una piedra algo afilada o un trozo de cristal para que se cayera. Tenía que hacer algo, o bien para librarse del hombre de Yacoub o para desarmarlo.
Al menos su perseguidor no había vuelto a dispararles. Tal vez el hecho de encontrarse entre la multitud les proporcionaba una cierta seguridad. Tal vez no quería arriesgarse a alcanzar a un inocente viandante o, con mayor probabilidad, había escondido la pistola para evitar que le identificaran como el pistolero. Podía haber policías o militares en la zona que no tendrían reparos en cargarse a un hombre que se paseaba con un arma en ristre por una calle concurrida.
Bronson miró hacia atrás buscando a su perseguidor, pero en ese momento el tumulto de figuras corriendo por la calle era tal, que no consiguió verlo. Eso podía suponer una ventaja, o al menos darle un respiro.
—¡Por aquí! —dijo Bronson jadeante, con la voz áspera y crispada. En ese momento agarró a Ángela por el brazo y la arrastró hacia un bar.
Una docena de jóvenes israelíes, entre los que había tanto hombres como mujeres, se quedaron mirándolos con asombro al verlos irrumpir en el local.
Ángela se inclinó, apoyó las manos sobre sus muslos y empezó a boquear intentando recuperar el aliento. Bronson se giró y miró hacia la calle por las ventanas delanteras del bar, intentando divisar a su perseguidor. En el exterior la escena era un completo caos. La gente corría en todas direcciones y, por un momento, creyó que habían conseguido darle esquinazo.
Entonces lo vio, a apenas treinta metros, corriendo directamente hacia la puerta del bar y esbozando una sonrisa nada más divisó a Bronson.
Bronson se dio la vuelta, agarró a Ángela y echó a correr, llevándola casi a rastras hacia la parte trasera del bar. A su derecha había un pasadizo abovedado con una placa esmaltada atornillada al muro lateral en el que había dos palabras: una estaba escrita claramente en hebreo, la otra parecía árabe. No entendía lo que ponía, pero justo debajo había otra placa, mucho más pequeña, en la que se veían dos figuras, una de ellas con un vestido. El signo universal que indicaba que allí estaban los servicios.
—¡Métete ahí! —le apremió—. Y echa el pestillo.
Ángela negó con la cabeza.
—No —dijo jadeante—. Yo voy contigo.
—No discutas. Sin ti puedo correr más deprisa. Saldré por la puerta de atrás. Cuando se haya tranquilizado todo, vete corriendo al Hilton. Nos veremos allí.
Luego le dio un empujón hacia el pasillo y echó a correr hacia la puerta trasera del bar. Al llegar golpeó la barra de seguridad con el pie, que se abrió de golpe con un chirrido de las bisagras. La atravesó y se precipitó hacia la parte posterior del edificio. Era un pequeño patio con muros descoloridos en tres de sus lados y con cajas de botellas vacías apoyadas en ellos. A su derecha había una puerta entreabierta que daba a un callejón. Justo antes de dirigirse hacia ella, echó un vistazo al interior del bar.
La puerta del bar se abrió de par en par y el hombre de pelo negro entró con decisión, metiendo la mano en el bolsillo de su chaqueta.
Bronson se agachó instintivamente y se decidió por ir hacia la derecha. En ese mismo instante una bala atravesó el cristal de la puerta, y lo hizo estallar en mil pedazos, pero el ruido de los vidrios rotos apenas se oyó por el retumbar del disparo. Los gritos y alaridos de terror recorrieron el bar. Bronson se arriesgó a echar un último vistazo para asegurarse de que el hombre corría hacia él y luego salió disparado. Tenía que hacer todo lo que estuviera en su mano para alejar a aquel tipo de Ángela.
Se precipitó hacia la puerta del muro lateral y miró a ambos lados. No tenía elección. Era un callejón sin salida que recorría el lateral del bar y acababa en un muro de ladrillos de unos tres metros. Bronson corrió hacia la derecha, de vuelta a la calle. Tras él se oyó otro disparo en el momento en que su perseguidor cruzó la puerta trasera del bar, y la bala alcanzó el muro tan cerca de su cabeza que una lluvia de piedrecillas cayó sobre él.
Una vez en la calle, la gente escapaba en todas direcciones, pero Bronson sabía que no podía arriesgarse a ocultarse en ningún grupo. No tenía ninguna duda de que el esbirro de Yacoub no dudaría en dispararle y, probablemente, también a cualquiera que se interpusiera en su camino.
Se introdujo entre la multitud serpenteando a izquierda y derecha y, al final, consiguió abrirse paso corriendo hacia el final de la calle.
Yacoub oyó con claridad el sonido de dos disparos bastante seguidos, mientras entraba con su Peugeot en la calle Basilea para volver en dirección a la costa. Delante de él vio un sinnúmero de figuras moviéndose en tropel, hombres y mujeres que corrían aterrorizados hacia la calle que tenía a su derecha, esquivando los coches en busca de un lugar donde refugiarse.
A lo lejos se oyó el enervante sonido de las sirenas. Alguien, probablemente el personal de algún bar o restaurante, había llamado a la policía y Yacoub supo que disponía solo de algunos minutos para acabar con todo antes de que la escena se llenara de agentes.
Allí debían de haberse refugiado Bronson y Ángela. Con un poco de suerte, su hombre actuaría como un batidor empujando la presa hacia el cazador. Todo lo que tenía que hacer era esperar sentado a que aparecieran. Como ya se había encargado de advertir a su hombre, Bronson era prescindible, pero quería capturar a la mujer con vida. Estaba seguro de que podía convencerla para que le contara todo lo que quería saber. Esa agradable perspectiva hizo que una sonrisa ladeada y cruel se dibujara en su rostro, pero rápidamente se desvaneció. Antes tenían que encontrarla y capturarla.
Aminoró la marcha, como los conductores de los vehículos que tenía delante, y se apartó a un lado de la calle, pero sin salir del coche. Sabía de sobra que, con su aspecto peculiar, resultaba fácil de recordar. Solo se dejaría ver en caso de que fuera indispensable.
Casi de forma inconsciente, mientras seguía escudriñando a la gente que pasaba por delante de él, Yacoub bajó la ventanilla del conductor, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pistola. A continuación, retiró la corredera y sacó el primer cartucho del cargador. Luego quitó el seguro que se encontraba en el lado izquierdo del bastidor, sujetó el arma con su mano derecha por debajo de la ventana y aguardó.
Bronson llegó al cruce en forma de «te» al final de la calle, y torció a la derecha en dirección a Hayark, una calle paralela a la costa. A su alrededor la gente corría despavorida, pero no podía arriesgarse a aminorar la marcha. No tenía ni idea de a qué distancia se encontraba su perseguidor, y no se atrevía a mirar por miedo a perder el equilibrio o, simplemente, a tropezar con algo o con alguien.
Bordeó a un grupo de adolescentes que estaban de pie mirando hacia la calle, cruzó a la otra acera y aceleró.
Yacoub vio a Bronson aparecer por la calle de la derecha y echar a correr por ella. Entonces levantó la pistola, pero la bajó de nuevo al darse cuenta de que su objetivo estaba demasiado lejos como para arriesgarse a disparar.
Luego miró a la derecha confiando en ver a Ángela Lewis siguiendo a Bronson, pero no había ni rastro de ella. En ese momento vio aparecer a su hombre corriendo a toda velocidad a unos cincuenta metros, empuñando la pistola, y Yacoub intuyó lo que había sucedido. Lewis había conseguido darle esquinazo, pero era a ella a quien querían, no a Bronson.
El marroquí se asomó por la ventanilla y empezó a hacer señas con el brazo mientras tocaba el claxon y encendía y apagaba las luces. El hombre miró a la izquierda, vio el coche, e inmediatamente cambió de dirección, escondiendo al mismo tiempo la pistola. Luego se detuvo delante del coche, respirando con dificultad, y se agachó.
—¿Dónde está la chica? —preguntó Yacoub.
—La estaba persiguiendo. Estaba con Bronson.
—¡Serás imbécil! Acabo de ver a Bronson y te puedo asegurar que estaba solo. Vuelve por dónde has venido. Ha debido de esconderse en algún sitio de esa calle.
—¡El bar! La última vez que los vi juntos estaban entrando en un bar.
—¡De acuerdo! Vuelve allí y encuéntrala —ordenó Yacoub.
—¿Y qué hacemos con Bronson?
—¡Déjalo! Quiero que me traigas a la mujer.
En esa misma calle, unos sesenta metros más adelante, Bronson estaba agazapado entre dos coches estacionados, mirando hacia donde había venido. Por fin se había atrevido a mirar hacia atrás y, por primera vez desde que había echado a correr, no vio nada que indicara que le estaban siguiendo. La calle estaba llena de gente, pero no se divisaba por ninguna parte al hombre que le había estado persiguiendo.
Estaba seguro de que iba tras él al salir del bar. A no ser que hubiera conseguido despistarlo entre la multitud, solo había una explicación posible. Querían cargárselo, pero estaban intentando capturar a Ángela. El hombre de la pistola debió de darse cuenta de que ya no estaban juntos y había vuelto en su búsqueda.
Durante unos segundos Bronson se quedó allí vacilante, sin saber cómo actuar. Le había dicho a Ángela que saliera del bar y fuera al hotel Hilton, pero ¿y si no había conseguido huir? ¿Y si en aquel mismo instante Yacoub y su hombre la estaban sacando a rastras del bar para introducirla en un coche?
Solo había una cosa que pudiera hacer.
Bronson echó un último vistazo a la calle, se puso en pie y empezó a correr todo lo deprisa que pudo en dirección a la calle Zangwill y al bar donde había dejado a Ángela.
Yacoub miraba en la dirección equivocada, observando a su hombre corriendo por donde había llegado, y no vio a Bronson cruzar la calle a toda velocidad.
En aquel momento, el ruido de las sirenas era mucho más alto y, cuando miró por el espejo retrovisor, vio el primer coche de policía que giraba en redondo y entraba en la calle detrás de él, con las luces azules encendidas. Entonces soltó el freno del Peugeot y condujo con calma hasta el final de la calle Basilea, donde torció a la izquierda alejándose del tumulto.
Bronson aminoró la marcha conforme se acercaba al bar. Habían pasado unos minutos desde que se produjo el último disparo y la gente parecía más calmada una vez se hubo marchado el único hombre armado y parecía haber pasado el peligro. Bronson no quería llamar la atención corriendo, aunque hasta la última fibra de su cuerpo le impulsaba a apresurarse.
En ese mismo instante, dos coches de policía se detuvieron en seco con un chirrido, bloqueando la calzada. De su interior surgieron un montón de agentes, vestidos con uniformes azules y empuñando sus armas, e inmediatamente los vehículos fueron rodeados de gente que gesticulaba. Bronson los ignoró y pasó caminando despacio, deteniéndose a unos metros del bar.
El establecimiento parecía casi vacío y solo había un par de personas de pie cerca de la puerta, mirando hacia el interior. Pero entonces Bronson divisó al matón de Yacoub saliendo del callejón con las manos vacías. Justo en ese momento el marroquí lo descubrió, al mismo tiempo que vio a la policía a pocos metros de distancia.
Durante un buen rato los dos hombres se miraron fijamente a los ojos. Entonces alguien gritó señalando al marroquí y Bronson lo vio sacar la pistola y descubrió el cañón negro que apuntaba hacia él.
La gente, al ver la pistola automática, echó a correr aterrorizada. Bronson se giró y se escondió detrás de un coche, aun a sabiendas de que la delgada chapa no frenaría mucho la gran velocidad del proyectil. Entonces se tiró al suelo, haciendo lo posible por reducir al máximo las posibilidades de resultar alcanzado.
El marroquí disparó y la bala cubierta de cobre atravesó la luna trasera y la puerta, golpeó el asfalto a menos de treinta centímetros de la cabeza de Bronson y se perdió silbando en la oscuridad de la noche.
Incluso antes de que el ruido del disparo se desvaneciera, el hombre volvió a disparar, esta vez por encima de las cabezas de los viandantes, que seguían agrupados alrededor de los coches de policía. Todo el mundo se agachó para protegerse, incluidos los policías armados y, para cuando se hubieron recuperado, el hombre se encontraba a unos cincuenta metros de distancia y seguía alejándose a toda prisa por la calle.
Los agentes no podían dispararle a causa del gran número de civiles que abarrotan la vía y, en cualquier caso, se hallaba demasiado lejos para alcanzarle. Los coches de la policía israelí estaban dirigidos en la dirección equivocada y los tres agentes que pretendían darle caza iban cargados de chalecos antibalas y de pesados cinturones con munición. Iba a ser una carrera bastante desequilibrada.
Pero cuando el marroquí llegó al final de la calle, otro coche de policía apareció por la curva y paró en seco. Bronson vio al pistolero levantar a la carrera la pistola y disparar al vehículo, pero entonces dos agentes de policía israelí salieron del coche con las armas en ristre y se oyó una fuerte descarga. El marroquí pareció tropezar y cayó de bruces sobre la rígida superficie del asfalto y se quedó tendido, completamente inmóvil.
Los agentes se aproximaron con cautela apuntando con sus pistolas a la figura inerte. Uno de ellos apartó de una patada un objeto que se encontraba junto al marroquí (presumiblemente su pistola) y luego presionó su arma contra su espalda, mientras sus compañeros lo esposaban. A continuación, se retiraron y enfundaron las pistolas. Por la forma de actuar de los policías, Bronson supo que, o bien estaba muerto, o se encontraba gravemente herido.
Desde la posición estratégica que había elegido, a unos cien metros en el extremo Este de la calle de Basilea, Yacoub estaba sentado en el Peugeot de alquiler y observaba desapasionadamente el último acto de la terrible escena. En el momento en que su hombre apuntó con el arma al coche de policía, Yacoub supo que su suerte estaba echada. Debería haber pasado de largo y mantener la pistola fuera de la vista. Fue un error estúpido y lo pagó con su vida.
Además, después de lo sucedido, estaba claro que Bronson y la mujer volverían a cambiar de hotel. Musab y sus contactos tendrían que averiguar de nuevo su paradero. No obstante, reflexionó Yacoub, parecía que no se les daba nada mal.
A Bronson no le preocupaban ni Yacoub ni su esbirro. Lo único que de verdad le importaba era Ángela.
Se abrió paso hacia el bar. Los dos israelíes del interior se lo quedaron mirando, pero no hicieron nada por detenerlo. Probablemente dedujeron, por la expresión de su cara, que no habría sido una buena idea. Caminó hacia los servicios y abrió todas las puertas. No había nadie, pero en el suelo de uno de los cubículos de las señoras, había una mancha de sangre.
Bronson se dio la vuelta y salió del bar, de vuelta a la calle, preguntándose si habría conseguido escapar y lo esperaba en el hotel Hilton, o si el esbirro de Yacoub la habría encontrado, la había matado y había arrojado su cuerpo en el patio trasero. Esa espantosa idea lo acompañó mientras caminaba por el callejón adyacente y entraba en el patio.
El suelo estaba cubierto de cristales rotos que brillaban como si fueran joyas por el reflejo de la luz del bar pero, por lo demás, el pequeño espacio cerrado tenía el mismo aspecto que anteriormente. Bronson suspiró aliviado. Había visto al hombre de Yacoub salir del callejón de manera que, si el cuerpo de Ángela no estaba en el bar ni en el patio trasero, tenía que estar viva en algún lugar.
Corrió de nuevo hacia la calle y volvió a mirar a su alrededor. Tenía que ir al Hilton lo antes posible.
Apenas había dado una docena de pasos cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
—¡Chris!
Entonces se giró y la vio. Llevaba la ropa revuelta, la cara llena de polvo, sudor y lágrimas, e iba descalza, pero seguía siendo la cosa más bonita que había visto en su vida.
—¡Dios mío, Ángela! —exclamó acercándose y atrayéndola hacia sí—. ¡Estás bien!
—Ahora sí —musitó hundiendo la cara en su hombro. Durante unos instantes permanecieron abrazados fuertemente, ajenos a la multitud que se agolpaba a su alrededor.
—¿Qué haces que no estás en el Hilton? —preguntó Bronson con dulzura, cuando Ángela se apartó de él, mucho más tranquila.
—No conseguí llegar —explicó—. Creo que he pisado un trozo de cristal. Me duele horrores el pie.
Eso explicaba la mancha de sangre del cubículo.
—¿Puedes andar?
—No demasiado —dijo Ángela.
Bronson echó un vistazo a su alrededor. La calle estaba a rebosar de gente y en ese momento había cuatro coches de policía y al menos una docena de agentes armados. Si quería proteger a Ángela, probablemente aquel era el lugar más seguro de todo Tel Aviv.
—Vamos allí —dijo Bronson indicándole un bar que seguía abierto y que tenía varias mesas vacías en el interior.
Ángela le echó el brazo por encima del hombro y empezó a cojear hacia la puerta. Él la abrió de un empujón y le acercó una silla para que tomara asiento. Cuando llegó el camarero, Bronson pidió un coñac.
—Quédate aquí —le ordenó poniéndose en pie—. Yo voy a por el coche.
—De acuerdo. No veo el momento de meterme en la cama.
Bronson sacudió la cabeza.
—Lo siento, pero esta noche no podemos quedarnos en Tel Aviv. Tenemos que largarnos cuanto antes. Yacoub y su obediente esbirro no han aparecido aquí por casualidad. No sé cómo, pero está claro que han conseguido averiguar dónde nos alojábamos. Tengo que volver al hotel, coger nuestras cosas y salir pitando. Espérame aquí —añadió—. Volveré en cuanto pueda y nos largaremos.