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—¿Dónde están? —preguntó Yacoub con voz tranquila y controlada.

—Han dejado el hotel.

—Eso ya lo sé, Musab —dijo el hombre del rostro paralizado, sin alzar la voz—. No te he preguntado eso. Quiero saber dónde están ahora.

Musab, uno de los hombres que Yacoub había escogido para que le acompañaran a Israel para la operación, desvió la mirada, incapaz de sostener la de su jefe.

—No lo sé, Yacoub —admitió—. No me esperaba que dejaran el hotel. Habían reservado para una semana.

—¿Y qué piensas hacer ahora?

—Uno de nuestros contactos está comprobando todos los hoteles de Tel Aviv. Los encontraremos, te lo prometo.

Durante unos segundos Yacoub no respondió y se limitó a dirigir su mirada sesgada a su subordinado.

—Sé muy bien que lo haréis —dijo por fin—. Lo que me preocupa es cuánto tiempo vais a necesitar. No sabemos dónde están, ni lo que están haciendo y hemos llegado demasiado lejos para perderlos ahora.

—En cuanto sepa algo, te lo diré.

—¿Y si se han trasladado a Jerusalén? ¿O a Haifa? ¿O a alguna otra ciudad de Israel? O lo que es peor, ¿y si se han ido a algún otro lugar de Oriente Medio?

Musab se iba poniendo pálido por momentos. Era evidente que no había considerado ninguna de esas posibilidades.

—Quiero que los encuentres, Musab. Y que lo hagas ya mismo. En cuanto lo consigas los cogeremos, porque es posible que, para entonces, ya hayan encontrado las reliquias. Y aunque no fuera así, ha llegado la hora de que nos cuenten lo que saben. ¿Has entendido?

El otro hombre asintió con entusiasmo.

—Le pediré a mi hombre que empiece a buscar en otros lugares inmediatamente.

Yacoub se giró hacia el individuo que estaba de pie junto a la puerta de su habitación de hotel.

—¡Ve a por el coche! —ordenó—. Daremos una vuelta por la ciudad para ver si los encontramos. La mayoría de los hoteles están en la zona oeste de la ciudad, cerca del mar.

—¿Quieres que vaya con vosotros? —preguntó Hassan, que estaba tumbado en la cama con una bolsa de hielo en el lado de su cabeza donde Bronson le había golpeado con la pesada linterna.

—No —respondió Yacoub—. Tú quédate aquí. —Seguidamente, dirigiéndose a Musab, añadió—: Cuando los localices, llámame al móvil.

—Te diré algo en menos de una hora. Te lo prometo.

—Eso espero. De lo contrario, eres hombre muerto. Sin embargo, seré generoso. Te concedo noventa minutos.

Cuando Musab se dio la vuelta para coger el teléfono, apenas podía controlar el temblor de sus manos.