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Bronson avanzó en la oscuridad.

La cueva parecía adentrarse bastante en la pared de la montaña, tal vez treinta o cuarenta metros, y el espacio entre las paredes se estrechaba bruscamente conforme se alejaba de la entrada. El suelo rocoso era irregular y estaba lleno de surcos, piedras sueltas y algunas zonas arenosas. Las paredes, por su parte, eran bloques de piedra agrietados y con fisuras, con frecuentes pasillos sin salida de apenas un metro de longitud. Y hacía calor.

Mucho calor, ya que, además de las altas temperaturas, no corría ni una pizca de aire.

En aquel momento se giró y miró hacia la entrada. La figura parecía inmóvil, justo a la entrada de la cueva, probablemente intentando acostumbrarse a la oscuridad. Pero cuando Bronson miró, el hombre se dio la vuelta y dio un par de pasos hacia el pasillo donde Ángela se había refugiado. Rápidamente Bronson pegó una patada, lanzó unas pocas piedras rodando por el suelo rocoso y encendió de nuevo la linterna.

—¡Interesante! —dijo alzando la voz a propósito, mientras dirigía la luz hacia el interior de la cueva—. Será mejor que echemos un vistazo.

Al oír su voz la figura se detuvo, se dio la vuelta, dirigió la atención hacia el haz de luz y hacia la voz de Bronson, y dio unos pasos intentando no hacer ruido.

Bronson vio que la figura sacaba la pistola, y divisó la inconfundible silueta negra que parecía una siniestra extensión de su brazo derecho. La buena noticia era que el hombre se había alejado del lugar donde se escondía Ángela, pero, la mala, e igualmente obvia, es que se dirigía directamente hacia él. Consciente de que sus opciones y su libertad de movimiento eran cada vez más reducidas, Bronson avanzó hacia el interior de la cueva y hacia la angosta oscuridad que tenía delante.

Después apuntó con la linterna hacia el final de la cueva en busca de inspiración. Intentaba descubrir o bien un escondite, o algún modo de distraerlo. No obstante, prácticamente no había ningún lugar donde ocultarse y las pocas opciones no le gustaron demasiado.

—Creo que podría ser eso de ahí —dijo en voz alta, fingiendo que Ángela seguía a su lado—. Quédate aquí y sujeta esto.

Bronson colocó la linterna sobre una roca iluminando un pequeño grupo de piedras situado a un lado de la cueva que casi parecía que habían sido apiladas a propósito con la intención de que sirvieran de mojón.

A continuación pasó por delante del haz de luz cerrando los ojos para conservar su visión nocturna. Al hacerlo proyectó una sombra enorme en la pared rocosa del final de la cueva que, con un poco de suerte, serviría para que el inoportuno visitante creyera que se encontraba lejos de la linterna buscando algo en la penumbra.

Pero en realidad no era allí donde iba a estar. En cuanto se encontró fuera de la influencia de la linterna, se agachó y se dirigió de nuevo hacia la entrada de la cueva. Sin separarse de la pared, observó a la figura acercarse, que se encontraba ya a unos cinco o seis metros de él.

La atención del hombre parecía centrarse en la luz de la linterna, que seguía encendida sobre el montón de rocas. Se movía despacio y con sigilo hacia la luz, manteniéndose en el centro de la cueva y, obviamente, intentando no hacer ruido.

Bronson necesitaba mantener la atención de su enemigo justo allí, mirando hacia el fondo de la cueva. Entonces agarró un par de guijarros y, con cuidado, los lanzó por los aires hacia atrás, un truco viejo pero muy efectivo. Las piedras rebotaron contra el suelo de la cueva en algún lugar cercano a la linterna.

La figura continuó caminando, acercándose lentamente, y Bronson pudo distinguir claramente la pistola que empuñaba firmemente en su mano derecha.

De repente se oyó una especie de fricción, seguido de un repiqueteo que procedía de la entrada de la caverna. Se trataba de Ángela, que había salido como pudo de su escondite y se precipitaba hacia la entrada de la cueva.

En aquel momento el hombre se dio la vuelta, levantó la pistola y apretó el gatillo.

El sonido del disparo resonó como un trueno en el reducido espacio y Bronson no tuvo tiempo de comprobar si la bala había alcanzado a Ángela pues, por aquel entonces, ya se estaba moviendo rápidamente.

Justo en el preciso instante en que la figura no identificada disparó su pistola, Bronson echó a correr. Se apartó del muro de la cueva, cruzó a toda prisa el suelo rocoso y se abalanzó sobre el hombre, golpeándolo con el hombro en el estómago. Este, sorprendido, emitió un grito ahogado de dolor y se desplomó contra el suelo, soltando la pistola, que aterrizó con un ruido metálico a cierta distancia.

Bronson no le dio tiempo a reaccionar. Mientras ambos forcejeaban sobre el suelo de piedra de la cueva consiguió liberar su brazo derecho y propinarle un puñetazo en el plexo solar que le obligó a expulsar todo el aire que le quedaba en los pulmones. A continuación, le hundió la rodilla en la entrepierna y presionó con todas sus fuerzas. Tal vez no fue una buena idea porque, al hacerlo, la rótula de Bronson se raspó contra las rocas, provocándole un dolor punzante que le recorrió toda la pierna derecha.

Pero el hombre al que había atacado se tensó, y se agarró la entrepierna con sus manos. Bronson supo que lo había dejado fuera de juego, al menos por unos instantes.

Entonces consiguió a duras penas ponerse en pie y se quedó mirando la figura hecha un ovillo que gemía en el suelo. La pistola. Sabía que tenía que apoderarse como fuera del arma del hombre, aprovechar la oportunidad, pero no conseguía verla por ninguna parte. Corrió a toda prisa hacia el fondo de la cueva, agarró la linterna y regresó hacia su víctima. Apuntó con la luz a su alrededor, buscado el brillo revelador del metal. Nada. Entonces divisó un objeto, algo que emitía un destello pálido, y se acercó para estudiarlo.

Efectivamente, se trataba de la pistola, pero había aterrizado entre dos rocas, en el interior de una grieta prácticamente vertical solo un poco más ancha que el arma, y no podía introducir la mano lo suficiente para, ni siquiera, tocarla. Para sacarla habría necesitado o mover una de las rocas, algo que no parecía demasiado sencillo, o encontrar un palo o algo similar que pudiera usar como palanca. Aun así no hubiera tenido tiempo, porque el hombre al que había atacado se encontraba ya de rodillas.

Cuando se puso en pie, Bronson intentó golpearle en la mandíbula, pero erró el golpe cuando su objetivo se apartó hacia atrás. Entonces oyó un chasquido que no auguraba nada bueno y vio el brillo del metal de una navaja automática cuando esta se abrió de golpe. Bronson se retiró justo en el momento que el individuo intentaba clavársela en el estómago, y luego se abalanzó sobre su agresor con la única arma que tenía a su disposición: la linterna.

Aquella mañana, en la tienda, había estado mirando varios modelos, pero él era de los que pensaban que, ante la duda, era preferible decantarse por la calidad, y había elegido una pesada linterna de aluminio en forma de tubo, para uso industrial, que contenía tres pilas de tamaño considerable. En aquel momento se alegró de haber gastado algo más de dinero.

La linterna se estrelló contra el lateral de la cabeza del hombre y éste cayó de bruces contra el suelo. Para sorpresa de Bronson, seguía funcionando, aunque sentía que presentaba una enorme abolladura en un lateral.

Se quedó mirando unos segundos la figura inmóvil y luego estiró el brazo, la cogió del hombro y la volteó. Apuntó con la luz a la cara por un momento y luego asintió lentamente con la cabeza.

—¡Vaya, vaya! —musitó—. ¿Por qué no me sorprende?

Entonces hizo un último intento por recuperar la pistola de la grieta entre las rocas, y salió de la cueva. Ángela lo esperaba unos veinte metros más abajo, escondida detrás de un montón de rocas con una piedra del tamaño de una pelota de criquet en su mano derecha.

—¡Gracias a Dios! —dijo poniéndose en pie para recibir a Bronson—. ¿Estás bien?

Él le posó la mano sobre el hombro y le frotó suavemente la mejilla, que presentaba un pequeño tiznajo.

—Sí. ¿El disparo no te ha alcanzado?

Ángela negó con la cabeza.

—En realidad creí que te disparaba a ti —dijo—. ¿Qué ha pasado ahí dentro?

Bronson esbozó una sonrisa burlona.

—Hemos tenido una pequeña diferencia de opinión pero, afortunadamente, yo contaba con un elemento sorpresa.

—¿Está muerto?

—No. Solo está echando un sueñecito. Menos mal que tenía la linterna.

A continuación señaló al arma improvisada que Ángela acababa de lanzar y que rodaba por la ladera de la colina.

—¿Qué pensabas hacer con eso? —preguntó.

—No tengo ni idea pero, como comprenderás, no iba a dejarte aquí solo.

—Bueno. Será mejor que nos vayamos. El hecho de que haya conseguido deshacerme de un hombre no quiere decir que no haya más observándonos. Tenemos que darnos prisa.