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Bronson y Ángela se dirigían en dirección sudeste hacia el mar Muerto, para lo cual tuvieron que atravesar Jerusalén.

Bronson no estaba del todo seguro de qué idea previa se había hecho del lugar, pero se sorprendió al ver lo fértil que parecía la tierra que atravesaban, al menos la franja que se extendía a lo largo del la costa mediterránea. Probablemente esperaba encontrar un paisaje mucho más árido, casi desértico, pero en realidad la única zona de Israel a la que podía llamarse desierto era el limitado triángulo de tierra que se extendía al sur del punto más ancho del país hasta el golfo de Aqaba. Esa área, limitada por Rafah en la costa mediterránea, el extremo sur del mar Muerto y el centro turístico israelí de Elat, comprendía el desierto de Negev, una extensión desolada, tórrida y prácticamente deshabitada.

—Según el mapa —anunció Ángela, que se encontraba en el asiento del copiloto, con el documento en cuestión desplegado sobre su regazo—, deberíamos llegar a la frontera de Cisjordania en unos diez minutos.

—¿Crees que va a suponer algún problema cruzarla?

—No debería. Solo tenemos que estar atentos a los controles de carretera y a los pasos fronterizos. No tenemos más remedio que atravesar algunos de ellos.

Llevaban algo de retraso por culpa del tráfico de Jerusalén, lo que no era de extrañar, teniendo en cuenta que en el área relativamente pequeña que ocupaba la ciudad residía casi un millón de personas. Una vez fuera de los límites de la metrópolis, la carretera giraba hacia el nordeste y pasaba justo al sur de Jericó (la ciudad fortificada más antigua del mundo), antes de virar hacia el Este, hacia la frontera con Jordania. Una vez en el extremo más septentrional del mar Muerto, Ángela indicó a Bronson que girara a la derecha y luego condujeron hacia el sur, atravesando el kibutz de Nahal Kalya y adentrándose en la costa occidental del mar Muerto, la superficie terrestre de menor altitud de la Tierra. A poca distancia de allí estaba Qumrán.

El tráfico seguía siendo bastante denso, e incluso después de haber dejado atrás los terribles atascos que atestaban las concurridas calles de Jerusalén, tenían varios coches tanto delante como detrás. Lo que Bronson no advirtió, es que uno de estos vehículos (un Peugeot con dos ocupantes), llevaba detrás de ellos desde que habían dejado Tel Aviv, sin aproximarse nunca a más de unos setenta metros, pero sin perderlos de vista.

Una vez se adentraron en los territorios de Cisjordania, el paisaje cambió significativamente y la tierra, por lo general fértil, de la zona oeste de Jerusalén dio paso a un paisaje más escarpado e inhóspito que, conforme se acercaban a Qumrán, mutó una vez más para dar paso a una cadena de colinas rocosas salpicadas por profundos barrancos.

El mismo Qumrán se encontraba en parte sobre la ladera de una colina, en una meseta a un kilómetro y medio al oeste de la costa del mar Muerto, que ofrecía unas vistas espectaculares de la llanura desértica a sus pies. El antiguo asentamiento estaba parcialmente rodeado de unas colinas de color marrón claro, ribeteadas con sutiles sombras que indicaban los diferentes estratos de tierra. Algunas de ellas estaban salpicadas de orificios oscuros, la mayoría de ellos con forma de óvalo irregular. Bronson pensó que era un escondite extraordinario.

—¿Son esas las cuevas? —preguntó señalando hacia el oeste cuando llegaron a la llanura.

—Sí, las famosas cuevas —confirmó Ángela—. En total hay doscientas ochenta, y la mayoría se encuentran entre cien metros y un kilómetro y medio de distancia del asentamiento. Se han encontrado restos arqueológicos en casi sesenta de ellas, pero la mayor parte de los manuscritos del mar Muerto provienen solo de once.

»La más cercana está a solo quince metros del borde de la meseta, lo que probablemente es una de las razones por las que el padre Roland de Vaux creyó que los habitantes de Qumrán eran los autores de los rollos. Simplemente no creía que los esenios (o quienesquiera que se asentaran allí) vivieran ajenos a la existencia de las cuevas y a lo que había en su interior. En una de ellas se encontraron lo que parecían los vestigios de una serie de estanterías, y eso condujo a la teoría de que los habitantes de Qumrán las usaban como biblioteca. No obstante, como ya te expliqué antes, toda la hipótesis de Qumrán y los esenios presenta muchas lagunas.

A continuación se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo, que estaba ya húmedo. El calor era insoportable. Tras el ascenso desde el lugar donde habían aparcado el coche, los dos sudaban copiosamente y Bronson se alegró de que se les hubiera ocurrido pasarse por una tienda, cerca del hotel Tel Aviv, para comprar un par de sombreros de ala ancha y varias botellas de agua. Si no tenían cuidado, corrían el riesgo de deshidratarse.

—En realidad, teniendo en cuenta lo cerca que están las cuevas —dijo Bronson—, resultaría sorprendente que la gente que vivía aquí no supiera lo que había en ellas.

—Estoy de acuerdo, pero eso no significa que fueran los responsables de escribirlos. Como mucho, es posible que se consideraran a sí mismos los guardianes de los rollos.

Bronson miró hacia la desolada llanura que se extendía bajo la meseta y contempló el monótono desierto, aliviado solo por cúmulos aislados de vegetación, donde pequeños grupos de árboles de algún tipo luchaban por sobrevivir. A media distancia, el mar Muerto parecía una hendidura azul brillante, una intensa banda de color que ocultaba la desolada realidad de sus aguas sin vida.

—Es como estar en el mismísimo infierno —farfulló secándose la frente—. ¿Por qué motivo querría alguien vivir en un lugar como este?

Ángela esbozó una sonrisa.

—Al inicio del primer milenio esta era una zona extremadamente fértil y próspera —dijo—. ¿Ves aquellos árboles de allí? —preguntó señalando las pequeñas manchas verdes dispersas en el suelo del desierto que Bronson ya había notado—. Aquellos pocos árboles son lo único que queda de las antiguas plantaciones de dátiles. Existen documentos, que datan de tiempos bíblicos, que cuentan que toda la zona que se extiende desde las costas del mar Muerto hasta más allá de Jericó estaba completamente cubierta de plantaciones de dátiles. De hecho, Jericó era conocida como «la ciudad de los dátiles» y los dátiles de Judea eran un fruto muy codiciado, tanto como producto comestible como por sus propiedades medicinales. De hecho, la palmera datilera se convirtió en una especie de símbolo nacional de Judea hasta el punto de aparecer en las monedas conocidas como Iudaea capta, que acuñaron los romanos tras la caída de Jerusalén y la conquista del país. En todas ellas aparece una palmera como parte del dibujo del dorso. Esta zona también producía balsamina, por lo visto la mejor de la región.

—¿Y qué es exactamente la balsamina?

—Puede referirse a muchas cosas, desde una flor a un árbol, pero en Judea la palabra hacía referencia a un gran arbusto. Producía una resina de un aroma dulzón que tenía muchas aplicaciones en el mundo antiguo y que se utilizaba tanto en medicina como en la elaboración de perfumes. Además, la región era también una importante fuente natural de betún. Uno de los antiguos nombres del mar Muerto era Lacus Asphaltites, o lago del asfalto. Es un nombre algo extraño para cualquier masa de agua, y la razón por la cual lo llamaban así es que el agua estaba cubierta por grandes cúmulos de alquitrán, también conocido como asfalto.

—¿Te refieres al asfalto como el que se emplea para las carreteras? ¿Esa cosa negra y pringosa que se utiliza por sus propiedades aglutinantes? ¿Para qué demonios lo usaban hace dos mil años?

—Para una nación que se dedicaba casi exclusivamente a la pesca, era un producto fundamental, porque les servía para impermeabilizar el fondo de sus embarcaciones y protegerlas de posibles fisuras. Sin embargo, los principales consumidores del betún de Judea eran los egipcios, y ellos hacían un uso muy diferente.

—¿Cuál? —preguntó Bronson.

—Durante el proceso de momificación, el cráneo de los difuntos se rellenaba de betún líquido y resinas aromáticas. Teniendo en cuenta que en el siglo III antes de Cristo la población de Egipto rondaba los siete millones, había muchos cadáveres que embalsamar y el comercio de betún era altamente lucrativo.

Bronson miró con incredulidad el extraño paisaje circundante. Para sus ojos no adiestrados Qumrán no era más que un enorme pedregal y solo algunas de las piedras parecían formar muros. Entonces pensó en la turbulenta historia de la región, en las terribles privaciones que tuvieron que sufrir los esenios para intentar combatir las temperaturas extremas y la ausencia de agua fresca en lo que tuvo que ser uno de los hábitats más hostiles del planeta. Para él, y a pesar del espléndido sol, Qumrán y todo el perímetro tenían un aspecto siniestro, tal vez incluso peligroso, de una forma difícil de explicar. En ese momento, y a pesar del calor asfixiante, un escalofrío recorrió su cuerpo.

—Bueno —dijo—, cuando quieras nos vamos. No veo la hora de volver a las comodidades del mundo civilizado.

Ángela frunció el ceño y le puso la mano sobre el brazo.

—Entiendo cómo te sientes. A mí tampoco me gusta mucho este lugar pero, si no te importa, me gustaría echar un vistazo a un par de cuevas.

—¿Es realmente necesario?

—Mira, si quieres puedes esperarme en el coche con el aire acondicionado encendido, pero yo voy a subir. He leído prácticamente todo lo que se ha publicado sobre estas cuevas y los manuscritos del mar Muerto y la mayor parte de mi trabajo guarda relación con esta zona. Sin embargo, es la primera vez que tengo ocasión de visitar un antiguo asentamiento judío. Ya que hemos llegado hasta aquí, me gustaría echar un vistazo al interior de un par de ellas, solo para ver cómo son. No tardaré mucho, Chris, te lo prometo.

Bronson suspiró.

—Había olvidado lo decidida que podías llegar a ser —dijo con una sonrisa—. Voy contigo. No me vendrá mal pasar un rato a la sombra, aunque sea en el interior de una cueva.