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Hassan estacionó el coche de alquiler en un aparcamiento (que en realidad no distaba mucho de ser un descampado) que se encontraba en las afueras de Ramala, una pequeña población al norte de Jerusalén y dentro del territorio de Cisjordania. Casi en el mismo instante que detuvo el coche, otros dos vehículos aparecieron en el lugar y frenaron a poca distancia. Cuando Hassan y Yacoub se apearon de su coche, cuatro hombres, todos ellos vestidos con vaqueros y camisetas, descendieron de los otros vehículos y caminaron hacia donde se encontraban.

Salam aleikom —dijo Yacoub formalmente—. La paz sea con vosotros.

—Y contigo —respondió el que parecía el líder del grupo. A continuación preguntó—: ¿Tienes el dinero?

Yacoub se giró hacia Hassan, que metió la mano lentamente en el bolsillo exterior de su chaqueta, sacó un fajo de billetes y dio unos pasos hacia delante. Yacoub levantó el brazo para evitar que siguiera avanzando.

—¿Y vosotros? ¿Habéis traído la mercancía? —preguntó—. Quiero verla.

El hombre asintió con la cabeza y se dirigió a uno de los coches. Cuando él y Yacoub llegaron, uno de sus acompañantes abrió el maletero y los tres se asomaron al interior. En el fondo había dos maletines negros de piel llenos de marcas y arañazos. El hombre miró a su alrededor y luego se inclinó, soltó los cierres y levantó las tapa. Cada maletín contenía media docena de pistolas semiautomáticas de varios tipos, cada una de ellas con dos o tres cargadores. Los innumerables golpes y muescas evidenciaban que habían sido usadas en múltiples ocasiones, pero estaban limpias y engrasadas, lo que sugería que las habían cuidado con esmero.

Yacoub se inclinó hacia delante y cogió varias armas para inspeccionarlas.

—Nos quedamos con las dos CZ-75 y dos Brownings —dijo—. Y también dos cargadores para cada una. ¿Tienes munición suficiente?

—Por supuesto. ¿Cuántas cajas necesitas?

—Cuatro bastarán —dijo Yacoub.

El hombre abrió otro maletín, esta vez más pequeño, sacó tres cajas de cartuchos de 9 mm Parabellum y se las entregó a Hassan, que les pasó el dinero que tenía en la mano.

—Gracias, amigo —dijo Yacoub—. Ha sido un placer hacer negocios contigo.

—En cuanto a las armas… —dijo el hombre tras comprobar el dinero y cerrar el maletero de golpe—. Cuando hayáis acabado con ellas, llamadme. Si están intactas os las compraremos por la mitad de lo que habéis pagado.

—¿Solo la mitad?

—Ese es nuestro precio. O lo tomas o lo dejas. Ya tienes mi número.