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El sol matutino hizo que los dos se despertaran temprano (sus habitaciones estaban la una junto a la otra y orientadas hacia el este, hacia el distrito de Tel Aviv conocido como Haqirya, en vez de hacia la costa), y Bronson y Ángela bajaron a desayunar poco antes de las ocho.

—Bueno, ¿por dónde empezamos? —preguntó Bronson mientras disfrutaban de un café.

—Debería llamar a Yosef para ver si podemos vernos hoy.

—¿A quién? —preguntó Bronson.

—Yosef ben Halevi. Trabaja en el museo de Israel, en Jerusalén. Lo conocí hace unos años, cuando trabajaba en un proyecto conjunto con el museo Británico.

—¿Y para qué lo necesitamos, exactamente?

—Principalmente porque es experto en historia judía y yo no. Tengo ciertos conocimientos de la zona (de Qumrán, por ejemplo), pero no domino lo suficiente la historia de Israel como para interpretar todo lo que hay en la tablilla. Necesitamos a alguien como él, y es la única autoridad en la materia que conozco en este país.

Bronson se mostró algo indeciso.

—Bueno, de acuerdo —dijo—. Pero, teniendo en cuenta que no lo conoces lo suficiente, será mejor que no le muestres las fotografías de la tablilla ni tampoco la traducción. Creo que, al menos de momento, deberíamos mantenerlo en secreto.

—Sí, esa era mi intención —dijo Ángela—. Lo llamaré ahora mismo —añadió.

A continuación se dirigió a la recepción del hotel. Unos minutos después regresó a la mesa.

—Estará todo el día ocupado, pero ha aceptado venir a vernos esta noche. Ahora, obviamente, necesitaríamos intentar traducir la tablilla, pero tampoco nos vendría mal visitar Qumrán. Es el único emplazamiento que sabemos con seguridad que se menciona en la combinación de inscripciones, de manera que es un buen punto de partida. No es que espere encontrar muchas cosas de interés allí pero, al menos, nos dará una idea del tipo de terreno en el que tenemos que buscar aquí, en Israel.

—¿Es difícil llegar?

—No tiene por qué. Al igual que Masada, es un yacimiento arqueológico de renombre, de modo que no me extrañaría que hubiera algún tipo de transporte regular de visitas.

—Hay una oficina de turismo a pocos metros de aquí —dijo Bronson—. Pasamos por delante anoche, cuando íbamos hacia la playa. Será mejor que nos acerquemos a ver si podemos comprar billetes para algún viaje organizado.

En realidad, no había ninguna visita guiada para Qumrán. O mejor dicho, los había, pero solo en determinados días de la semana, y el siguiente con disponibilidad estaba programado para tres días después.

—No pasa nada —dijo Bronson mientras salían de la oficina de turismo—. Alquilaremos un coche. Necesitaremos movernos por ahí durante nuestra estancia. ¿Quieres que vayamos ahora?

Ángela negó con la cabeza.

—No. Antes prefiero trabajar en la inscripción. Iremos esta tarde.

—No quiero que pienses que soy un paranoico —dijo Bronson—. No se me ocurre cómo hubieran podido seguirnos hasta aquí, pero sigo pensando que deberíamos pasar lo más desapercibidos posible, así que preferiría que no trabajáramos ni en el vestíbulo del hotel ni en ninguna de las salas comunes.

Ángela se agarró de su brazo.

—Estoy de acuerdo, especialmente después de todo lo que hemos pasado. Mi habitación es un poco mayor que la tuya, ¿por qué no nos instalamos allí?

De vuelta a la habitación, Ángela sacó un voluminoso libro de tapas blandas de la bolsa de su ordenador.

—Encontré este diccionario de arameo en Londres, en una librería especializada cerca del museo. Me pareció bastante decente. Entre esto, y la página de traducción en línea, creo que podemos arreglárnoslas.

—¿Puedo hacer algo?

—Sí. Puedes ir comprobando las palabras en el diccionario mientras yo las introduzco en la página web; así podremos hacer una especie de verificación que nos confirme que lo estamos haciendo bien. Es fundamental hacerlo despacio y prestando mucha atención, porque no solo no estamos familiarizados con el idioma, sino tampoco con los caracteres individuales. Algunos son muy similares, y tenemos que estar completamente seguros de que hemos reconocido el símbolo correcto de las fotografías. Déjame que te enseñe a lo que me refiero.

Agrandó la imagen que había en la pantalla de su portátil y fue marcando uno por uno cinco símbolos que, a los ojos de Bronson, eran sorprendentemente similares. Luego los copió en una línea horizontal en un trozo de papel. En ella se podía leer:

—La primera letra —dijo— se llama dalet, y se corresponde, más o menos, con los sonidos «d» o «dh». La segunda es la kafo «k»; la tercera, nun o «n», la cuarta resh o «r» y la última la vav, que se corresponde con la «w». Estoy relativamente familiarizada con la apariencia del idioma pero, por lo general, no me ocupo de traducirlo. Para mí y, ni qué decir para ti, estos caracteres parecen prácticamente idénticos. Pero obviamente el significado de una palabra cambiaría completamente si pones la letra equivocada. Y, sin olvidar que también debemos tener presentes las posibles idiosincrasias de la caligrafía de la persona que preparó la tablilla, considero que esto nos va a llevar bastante tiempo.

Ángela no se había equivocado. Tardaron más de una hora solo en completar la traducción de la primera línea de la tablilla, aunque al final idearon una técnica que parecía que les funcionaba. Cada uno de ellos debía mirar por separado cada palabra y decidir de qué letras estaba compuesta. A continuación debían apuntarlas en un papel y, finalmente, intercambiarlos para ver si coincidían. Si habían llegado a conclusiones diferentes, estudiaban de nuevo la letra. Para ello Ángela agrandaba la imagen de la pantalla (había utilizado una cámara de ocho megapíxeles para asegurarse la máxima definición) y así podían examinar cada carácter con todo lujo de detalles. Solo cuando ambos estaban convencidos de que las letras eran las correctas, volvían a echar mano de los diccionarios.

No obstante, a pesar de las precauciones, seguían resistiéndoseles las tres primeras letras de la primera línea de la tablilla aunque, al menos, no eran las que iniciaban el texto. Volvieron a revisar una por una todas las letras, buscando diferentes alternativas, y al final llegaron a la conclusión de que la segunda y la tercera palabra significaban «cobre» y «el», pero la primera, independientemente de las combinaciones de caracteres que intentaran introducir, no aparecía ni en el diccionario impreso ni en ninguna de las versiones en línea.

—De acuerdo —dijo Ángela sin poder ocultar su frustración—. Ya volveremos a estudiarla más tarde. Pasemos a la siguiente línea.