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A pesar de que no tuvieron problemas con el vuelo, Bronson y Ángela tardaron varias horas en llegar a Israel, y eso que ya habían desembarcado del avión. El problema era el pequeño cuadrado azul estampado en sus pasaportes con la palabra «Sortie» impresa en una línea vertical en el lado izquierdo, una fecha en el centro y unas palabras escritas en árabe que cruzaban desde la parte superior hasta el lado derecho: los sellos de salida de Marruecos.

Las autoridades israelíes desconfían particularmente de los visitantes que llegan a cualquiera de sus fronteras tras haber estado recientemente en algún país árabe, incluso en uno tan distante como Marruecos. Apenas el oficial de inmigración descubrió los sellos, apretó un botón escondido y, en solo unos minutos, Bronson y Ángela fueron llevados rápidamente a sendas salas de interrogatorio, mientras alguien se encargaba de localizar sus equipajes y registrarlos exhaustivamente.

Bronson ya contaba con este tipo de recibimiento, y ambos habían tomado las precauciones necesarias para que ninguna de las fotografías de las tablillas de barro o de sus traducciones de los textos del arameo permanecieran en el portátil de Ángela, por si acaso a los israelíes se les ocurría inspeccionar el contenido del disco duro. Ella había traspasado todos esos archivos a un par de memorias USB de alta capacidad; uno estaba metido en el bolsillo de los pantalones vaqueros de Bronson y el otro escondido en la caja de maquillaje que Ángela llevaba en el bolso. Durante su breve estancia en Londres habían acudido al banco de Ángela, donde tenía una caja de seguridad en la que guardaba las escrituras de su piso y otros documentos importantes. Fue allí donde depositaron la tablilla de barro, porque no querían arriesgarse a viajar con la reliquia.

El interrogatorio fue minucioso y muy profesional, y no les permitieron ni siquiera una pausa. ¿Qué habían estado haciendo en Marruecos? ¿Cuánto tiempo habían estado? ¿Habían visitado el país anteriormente? En caso afirmativo, ¿por qué? El proceso se repitió de principio a fin una y otra vez, siempre con las mismas preguntas, aunque la forma de expresarlas cambiaba con frecuencia con el fin de descubrir discrepancias o modificaciones en las respuestas. A Bronson, que poseía una experiencia considerable al otro lado de la mesa, interrogando sospechosos, le sorprendió su minuciosidad. Esperaba que su placa policial y el carné que identificaba a Ángela como empleada del museo Británico contribuyeran a verificar sus referencias.

Solo hacia el final de los interrogatorios, cuando aparentemente estaban satisfechos con lo que habían estado haciendo en Marruecos, comenzaron a interesarse por los motivos que les habían llevado a Israel. Bronson había discutido esta cuestión con Ángela durante el viaje, y habían decidido que la única respuesta adecuada para esa pregunta tenía que ser «de vacaciones». Cualquier otra les habría causado problemas y, sin duda, habría generado más preguntas.

El interrogatorio se prolongó hasta bien entrada la noche, cuando finalmente los adustos israelíes les permitieron abandonar las salas donde los habían retenido.

—No me importan los controles de seguridad que se llevan a cabo aquí —dijo Ángela—. Al menos, te hacen sentir bastante seguro de viajar con El Al.

—Nosotros veníamos con British Airways —puntualizó Bronson.

—Lo sé. Me refiero a que, cuando coges un avión que sale de un aeropuerto israelí, las posibilidades de que alguien consiga pasar los controles con un arma o una bomba son prácticamente nulas. ¿Sabías que someten todo el equipaje de mano a una bajada de presión en una cámara sellada a prueba de bombas? Esta simula la altitud que alcanzan los aviones por si en alguna maleta hubiera una bomba conectada a un interruptor barométrico. Y eso, después de que hayan pasado todo por un aparato de rayos X y por una manada de perros entrenados para rastrear explosivos.

—No —admitió Bronson—. No tenía ni idea. Y tengo que admitir que es muy reconfortante, especialmente si lo comparas con otros aeropuertos tan chapuceros y con tantas goteras como Heathrow. La seguridad allí es de chiste.

Ángela lo miró con expresión burlona.

—Me alegro de que no me lo dijeras antes de despegar.

El aeropuerto internacional de Ben Gurión estaba cerca de la ciudad de Lod, a unos quince kilómetros al sudeste de Tel Aviv, de manera que el viaje en tren les llevó solo unos minutos. La línea de ferrocarril seguía la misma ruta que la principal vía de acceso a la ciudad (de hecho, durante algunos tramos circulaba entremedias de las dos autopistas), y Bronson y Ángela se bajaron en la estación HaShalom, junto a la zona industrial y casi a la sombra del descomunal Azrieli Center.

Como era de esperar, la mayor parte de los hoteles de Tel Aviv se encontraban frente a la costa del Mediterráneo, pero los precios eran prohibitivos, así que Bronson había reservado dos habitaciones en uno algo más modesto escondido en una de las calles laterales cercanas a la plaza Zina, no muy lejos de una oficina de turismo.

Una vez en HaShalom cogieron un taxi hasta la plaza Zina, se registraron en el hotel, dejaron su equipaje y recorrieron a pie la corta distancia que les separaba del paseo marítimo de Lahat que bordeaba la playa de Frishman, donde encontraron un restaurante y disfrutaron de una cena bastante decente. A Bronson se le pasó por la mente la idea de compartir habitación, pero decidió no forzar las cosas. Estaban en Israel trabajando juntos. Y, de momento, tendría que conformarse con eso.

El vuelo de BMI había aterrizado en Tel Aviv puntualmente a última hora de la tarde. Dos de los tres pasajeros que viajaban juntos con pasaportes británicos cruzaron la aduana de inmigración sin apenas demoras. El tercero, Alexander Dexter, fue apartado y sometido a aproximadamente una hora de detalladas preguntas antes de que se le permitiera continuar. Pero a él no lo cogió de sorpresa: sabía que se debía al sello de salida de Marruecos, así que no le molestó.

Una vez en el exterior del aeropuerto, se reunió de nuevo con Hoxton y Baverstock, que ya habían recogido el Fiat Punto de alquiler que habían reservado con anterioridad. Luego se dirigieron juntos a su hotel en el centro de Tel Aviv.

Algo más de dos horas después de que el vuelo de BMI aterrizara en Ben Gurión, llegó un vuelo de París. A bordo se encontraban cuatro hombres cuyo aspecto árabe era innegable. Sus pasaportes franceses, en los que no había nada que indicara que hubieran pasado por Marruecos, no levantaron ninguna sospecha, aunque su equipaje fue sometido a un control exhaustivo por parte de los oficiales de aduanas israelíes.

Una vez dejaron el aeropuerto en su Peugeot de alquiler, en dirección a un hotel que ya habían reservado en las afueras de Jerusalén, el hombre sentado en el asiento del copiloto hizo una llamada de teléfono a un número de la ciudad, utilizando un móvil con tarjeta prepago que había comprado en París justo antes de embarcar. Una vez acabó la llamada, se recostó y miró con indiferencia por el parabrisas.

—¿Todo bien? —preguntó el conductor.

—Sí —respondió escuetamente el hombre alto conocido solo por Yacoub—. Sé exactamente dónde están.