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Bronson pagó la cuenta de las dos habitaciones en recepción, llevó las maletas al coche de alquiler y cogió la carretera que salía de Rabat hacia el sur, en dirección al aeropuerto de Casablanca. Acababan de dejar atrás las afueras de la ciudad cuando sonó su móvil.

—¿Quieres que responda yo? —preguntó Ángela mientras Bronson rebuscaba en su bolsillo para sacar el teléfono. Cuando estaban en el hotel había insistido en que se tomara un vaso de brandy y estaba sorprendido de lo rápidamente que se había recuperado de la terrible experiencia.

—No, gracias. Debe de ser del trabajo —respondió.

Tan pronto como vio un espacio abierto, Bronson detuvo el coche a un lado de la carretera y respondió la llamada.

—Llevo un montón de tiempo intentando localizarte, Chris —dijo el comisario Byrd—. Súbete al primer avión que salga. Aquí ha habido algunas novedades en relación con el caso.

—¿En Inglaterra? —preguntó Bronson—. ¿Qué tipo de novedades?

—Kirsty Philips ha aparecido muerta, asesinada para ser más exactos, en la casa de sus padres en Canterbury.

—¡Dios mío! ¡Eso es horrible! ¿Y su marido?

—Está destrozado. Tengo un equipo trabajando en el homicidio, pero te necesito aquí para que actúes de enlace, solo por si hay alguna conexión entre su muerte y lo que les sucedió a sus padres en Marruecos. ¿Cuánto crees que tardarás en llegar?

Bronson miró su reloj.

—En estos momentos voy camino del aeropuerto —dijo—, pero no creo que consiga estar en Londres hasta última hora de la tarde. ¿Nos vemos en la comisaría mañana por la mañana para hablar del tema o prefieres que vaya derecho a la escena del crimen?

—Será mejor que vayas directamente allí, a presentarte al inspector que lleva el caso. Se llama Dave Robbins. Probablemente los forenses y los de la científica sigan en la casa. Luego te mando un mensaje de texto con la dirección. Pásate a verme por la tarde. —A continuación hizo una pausa y añadió—: Pareces un poco tenso, Chris. ¿Te pasa algo?

—He tenido una noche bastante movidita. Ya te contaré mañana.

Bronson cerró de golpe su teléfono móvil y se giró hacia Ángela.

—Era mi jefe —dijo con gesto sombrío—. Y no llamaba precisamente para darme buenas noticias. Han asesinado a Kirsty Philips.

—¡Oh, Dios mío! Seguro que tiene que ver con la tablilla de barro, ¿verdad?

Bronson arrancó de nuevo y se incorporó a la carretera.

—Sí —dijo—. Y, de hecho, los dos sabemos que la gente que la busca está dispuesta a cualquier cosa. —Tras una breve pausa preguntó—: ¿Qué vas a hacer ahora? No creo que estés en peligro ahora que el hombre alto, el que Talabani llamó Yacoub, está muerto. Pero puedes mudarte a mi casa si te preocupa quedarte en tu piso.

Ángela se lo quedó mirando durante un buen rato; luego suspiró y se retiró el pelo de los ojos.

—Gracias. Me encantaría —dijo simplemente—. Pero ¿sabes? Todavía no he finalizado la búsqueda. Cuando aquel tipo estaba a punto de cortarme la cara a rebanadas, el otro, el tal Yacoub, dijo algo que no puedo pasar por alto. Dijo que, según él, la inscripción de las tablillas podía revelar el paradero del rollo de plata y de la alianza mosaica.

—¿Te acuerdas de eso?

—Créeme, Chris. Recuerdo cada segundo de lo que pasó en aquel sótano y todo lo que allí se dijo.

—Nunca he oído hablar del rollo de plata —dijo Bronson—. ¿Y qué es eso de la alianza mosaica?

—En 1952, los arqueólogos que excavaban en Qumrán encontraron un rollo hecho de cobre, lo que de por sí ya era bastante inusual. Lo realmente extraordinario era que, aunque casi todos los rollos del mar Muerto contenían textos religiosos, el rollo de cobre era simplemente una lista de lugares donde se habían enterrado unos tesoros. El problema radica en que las indicaciones no tenían ningún sentido porque eran muy vagas. Pero una de las listas hacía referencia a un segundo rollo que había sido escondido en algún otro lugar, un rollo que proporcionaba más detalles de dónde se escondieron los tesoros. A ese documento, que nadie ha encontrado todavía, se le conoce como el rollo de plata.

—¿Y la alianza mosaica?

Ángela asintió con la cabeza.

—La palabra «mosaico» tiene varios significados, que incluyen el concepto de taracea de múltiples colores y componentes. Pero también significa otra cosa: «perteneciente a Moisés».

—¿Moisés? ¿Te refieres al de los diez mandamientos?

—Exactamente. El profeta Moisés. El autor de la Tora y líder de los israelitas. Ese Moisés.

—¿Y eso de la alianza? —preguntó Bronson—. ¿No estaremos hablando de los diez mandamientos?

Ángela asintió lentamente con la cabeza.

—Ese el significado exacto de la alianza mosaica. Lo que quiero decir es que te olvides del arca de la alianza. Era simplemente una caja de madera cubierta de placas de oro que se usaba para trasladar la alianza de un lado a otro. El arca probablemente se pudrió hace siglos y se quedó en nada. Pero esta es una posible pista del paradero de la alianza en sí: las tablas para las que se construyó el arca que las albergaría.

—No puedes hablar en serio, Ángela. ¿Existe alguna evidencia tangible de la existencia de Moisés?

—Ya hemos hablado de este tipo de cuestiones en otras ocasiones, Chris —dijo con una leve sonrisa— y creo que sabes lo que opino. Como de Jesús, no existe ninguna evidencia física de que Moisés fuera una persona real pero, a diferencia de éste, aparece en más de una fuente antigua, así que, solo por eso, tiene más credibilidad. Se le menciona en los escritos de numerosos historiadores griegos y romanos, así como en la Tora, e incluso en el Corán.

»No obstante, tanto si Moisés fue una realidad histórica como si no, eso es lo de menos. Si aquel hombre, Yacoub, tenía razón, la gente que escondió las reliquias y preparó las tablillas hace dos mil años sí que creía poseer algo que perteneció a Moisés. Eso significa que, independientemente de lo que sea la reliquia, ya por entonces era antigua. Y cualquier tablilla de piedra de más de dos milenios de antigüedad tendría un valor extraordinario desde el punto de vista arqueológico.

—Entonces, ¿has decidido emprender la búsqueda?

—Sí. No puedo dejar pasar una oportunidad como esta. Una ocasión así solo se presenta una vez en la vida.

Bronson la miró a la cara. La palidez había dado paso a un rubor de excitación y sus preciosos ojos de color avellana brillaban de ilusión.

—¿A pesar de todo lo que has pasado hoy? Estuviste a punto de morir en aquel sótano.

—No hace falta que me lo recuerdes. Pero Yacoub está muerto, e independientemente de lo que sus hombres planeen hacer a partir de ahora, dudo mucho que perseguirnos para intentar recuperar la tablilla de barro esté entre sus prioridades. En cualquier caso, dentro de un par de horas habré abandonado el país, y no creo que ni el rollo de plata ni la alianza mosaica estén en Marruecos. La referencia a Qumrán es lo suficientemente clara, y tengo el presentimiento de que, independientemente de lo que escondiera la gente que grabó las tablillas, están enterrados en Judea o en algún lugar de esa zona. La tablilla que encontraron los O’Connor debería indicarnos el paradero exacto.

Bronson asintió.

—Bueno, si quieres seguir investigando, mucho me temo que tendrás que hacerlo sola. Tengo que volver a Maidstone para redactar el informe y es posible que me vea envuelto en la investigación del asesinato de Kirsty Philips. Estoy seguro de que no seré capaz de convencer a Dickie Byrd de que, de repente, tengo que largarme a Israel. ¿Estás segura de que merece la pena seguir con esto?

Ángela lo miró.

—Completamente —dijo. A continuación, abrió su bolso, extrajo algunos folios doblados y empezó a observarlos.

—¿Es el texto en arameo? —preguntó Bronson.

Ángela asintió con la cabeza.

—Sí. Todavía no consigo entender cómo funcionaba el código que utilizaron. ¡Estaba tan segura de que constaba de cuatro tablillas! Sin embargo, la posición de las dos palabras «Ir-Tzadok» y «B’Succaca» echan por tierra mi teoría.

Bronson bajó la vista hacia las hojas de papel y luego volvió a la carretera.

—Explícame otra vez cómo crees que prepararon las tablillas —sugirió.

—Ya lo hemos hablado muchas veces, Chris.

—Hazme ese favor —dijo Bronson—. Dímelo otra vez.

Ángela se armó de paciencia y le contó su teoría de que la pequeña línea diagonal que había observado en las fotografías de cada una de las tablillas indicaba que originariamente eran una única plancha de barro, la cual había sido cortada en cuatro cuartos, y que cada línea diagonal formaba los brazos de una cruz, grabada en el centro de la losa para indicar la posición original de esos cuartos.

—Así que tienes cuatro tablillas, cada una cubierta de un texto en arameo, que siempre se lee de derecha a izquierda. Sin embargo, en las dos de abajo el único modo de que Ir-Tzadok y B’Succaca aparezcan en el orden correcto es leer las dos palabras al revés, de izquierda a derecha, ¿estoy en lo cierto?

—Efectivamente —respondió Ángela—. Y esa es la razón por la cual debo de estar equivocada. Lo único que tiene sentido es que las tablillas se lean linealmente de derecha a izquierda. Pero, en ese caso, ¿cuál es la finalidad de las líneas diagonales?

Bronson permaneció en silencio durante un par de minutos, mirando la cinta de asfalto que se desenrollaba delante del coche, mientras su cerebro consideraba ciertas posibilidades que más tarde rechazaba. Luego sonrió levemente y después soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Ángela con expresión irritada.

—Es evidente, evidente a todas luces —dijo—. Hay una manera sencilla de que puedas colocar las tablillas formando un cuadrado, como tú sugieres, y seguir leyendo las dos palabras en el orden correcto. De hecho —añadió—, es tan evidente que me sorprende que no te dieras cuenta tú misma.

Ángela miró el papel y sacudió la cabeza. Luego la giró y miró a Bronson.

—Vale, listillo —dijo—. Ilumíname.