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Ahmed agarró con fuerza la cabellera de Ángela y tiró de su cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo de la silla. Luego deslizó por sus mejillas el dorso de la hoja de su navaja, primero una y luego la otra, jugando con ella, mientras la punta del frío acero dejaba un fugaz surco blanco en su piel, ligeramente bronceada, una marca que se desvanecía hasta hacerse invisible apenas pasaba la cuchilla.

—¿Por qué lado empezamos? —susurró acercándose a su oído—. Es tu cara. Puedes escoger.

Ángela lo miró con los ojos desorbitados mientras intentaba decir algo detrás de la cinta que tapaba su boca y un hilillo de moco le salía de la nariz. Bronson jamás había visto una expresión de terror como aquella en un rostro humano, y no había nada que pudiera hacer por evitarlo.

—¡Les diré todo lo que sé! —gritó desesperado.

—Dígame dónde está la tablilla —respondió el hombre alto alzando el volumen de la voz hasta convertirse casi en un grito al final de la frase.

—¡No lo sé! —replicó Bronson amargamente—. Y seguiré sin saberlo independientemente de lo que me hagan, o de lo que hagan con Ángela.

—Entonces ella morirá, y también usted. Empieza de una vez, Ahmed —añadió.

En aquel mismo instante se oyó un repentino ruido en el piso encima del sótano. El hombre alto hizo una mueca de fastidio, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Ahmed, por su parte, se quedó inmóvil con la cuchilla apoyada en la mejilla izquierda de Ángela.

Bronson se quedó mirando la puerta. Entonces oyó otro ruido, voces que se alzaban y el repiqueteo de unos pasos sobre el cemento. El hombre alto gritó algo en árabe en un claro tono de irritación.

—Espera aquí. Enseguida vuelvo —ordenó a Ahmed. A continuación comenzó a subir las escaleras.

Durante dos o tres minutos se oyeron ruidos confusos en la parte superior, gritos de preocupación o quizá de enfado, una sucesión de débiles ruidos sordos y luego se hizo el silencio de nuevo. Bronson, que no había apartado la vista del tramo de escalones de cemento, vio una figura vestida con una chilaba que descendía por ellos. En aquel momento sintió una punzada de miedo. El hombre alto regresaba, y estaba vez nada le detendría.

No obstante, cuando la figura puso los pies en el sótano, Bronson alzó las cejas desconcertado. El hombre sujetaba un gran trozo de cartón delante de él, que ocultaba por completo su rostro y parte de su torso.

Bronson miró a Ahmed, que tenía la misma expresión de perplejidad.

—¿Yacoub? —preguntó.

Tanto la respuesta como lo que sucedió a continuación se revelaron totalmente inesperados.

—No —dijo el hombre, dejando caer el trozo de cartón.

Bronson reconoció de inmediato los rasgos familiares de Jalal Talabani que, con expresión adusta, alzó la pistola que sostenía en la mano derecha buscando su objetivo.

Ahmed soltó una maldición y alzó la navaja hacia el rostro de Ángela justo en el preciso instante que Talabani apretaba el gatillo. La pistola semiautomática estaba provista de silenciador, por lo que el sonido del disparo no pasó de un estallido apagado. La tapa del arma salió disparada hacia atrás, la carcasa de latón de un cartucho cayó rodando al suelo y Talabani disparó de nuevo, y luego una vez más.

Al otro lado del sótano, Ahmed se echó la mano al pecho y cayó hacia atrás, mientras la navaja se resbalaba de su mano. Cuando chocó contra el muro, un repentino chorro de sangre brotó de su pecho, formando un amplio arco que salpicó el suelo.

Talabani se precipitó hacia su víctima, le tomó el pulso e introdujo su pistola en la funda que escondía bajo su chilaba. A continuación se inclinó de nuevo, agarró la navaja y cruzó el sótano en dirección a Bronson.

—¡Dios, Jalal! No sabe cuánto me alegro de verle —dijo entrecortadamente.

—Ha tenido mucha suerte, amigo mío —dijo el oficial de policía marroquí mientras cortaba los cables con la hoja recién afilada, liberando a Bronson de la silla.

—Deme —dijo Bronson y cogió la navaja de Talabani. Rápidamente liberó a Ángela y le retiró la cinta de la boca.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! —sollozó aferrándose a Bronson con una enorme fuerza, fruto de la desesperación.

Todavía abrazado a Ángela, Bronson se giró hacia Jalal.

—¿Cómo demonios se las ha arreglado para llegar hasta aquí? —le preguntó—. ¿Y dónde están sus hombres?

—Un viandante llamó por teléfono para informar de su rapto y se las arregló para coger la matrícula de la furgoneta —explicó Talabani—. El número se difundió inmediatamente y tenemos varias patrullas que llevan buscándoles toda la noche. Yo pasaba por delante de esta casa, que está en las afueras de Rabat, cuando la vi aparcada. Evidentemente, pedí refuerzos, pero decidí intentar entrar yo mismo. Arriba había solo un par de tipos, y no tuve problemas para deshacerme de ellos, ni tampoco de ese hombre alto con un solo ojo, que se llama Yacoub y su nombre es muy conocido entre nosotros, cuando subió a ver qué pasaba. El resto, ya lo han visto.

Bronson sacudió la cabeza.

—Gracias a Dios que lo hizo —dijo—. Ese cabrón al que acaba de disparar estaba a punto de cortarle la cara a Ángela.

Esta se estremeció al oír sus palabras.

—Larguémonos de aquí —farfulló entre las lágrimas que surcaban su rostro.

—¡Váyase, amigo mío! —lo apremió Talabani—. En unos minutos este sitio estará plagado de agentes de policía y estoy seguro de que ninguno de ustedes desea verse envuelto en semejante circo. ¿Por qué no cogen mi coche? —dijo sacando del bolsillo un juego de llaves—. Regresen al hotel. Si fuera necesario, siempre puedo pasarme por allí a tomarles declaración.

—¿No le ocasionará problemas, Jalal?

—Nada que no pueda solucionar. Váyanse.

—Vamos, Ángela —dijo Bronson—. Salgamos de aquí. Y gracias, Jalal. Le debo una.

Subieron las escaleras para salir del sótano, Ángela todavía agarrada a Bronson, y caminaron por la entrada hasta la puerta abierta, de par en par, de la casa. Ángela se estremeció al ver dos figuras, despatarradas en el suelo del pasillo, con las chilabas cubiertas de manchas color carmesí. Pasó por encima de ellas con cautela, intentando evitar el contacto con los cuerpos. Bronson echó un vistazo y abrió la puerta de una habitación para descubrir otra figura silenciosa que yacía inmóvil en el suelo. Era evidente que Talabani había sido muy concienzudo.

En el exterior de la casa empezaba a amanecer. Ángela se detuvo e inspiró profundamente varias veces intentando llenar sus pulmones de aire fresco, y de pronto vomitó en el suelo arenoso.

—¡Dios! ¡Qué pesadilla! —musitó sacando un paquete de pañuelos de papel de su bolsillo para limpiarse la boca—. ¿Cuánto crees que tardaríamos en llegar al aeropuerto?

Dos minutos más tarde, Bronson se alejaba de la casa blanqueada en el Renault de Talabani y se dirigía hacia el centro de Rabat con Ángela sentada a su lado, todavía tensa y temblando por la terrible experiencia.

Jalal Talabani estaba de pie en la entrada y, tras observar como su coche se alejaba por la carretera, volvió al interior de la casa. Atravesó la entrada, saltó por encima de las figuras inmóviles que yacían en el suelo y atravesó una puerta que daba a una habitación lateral.

Sobre un par de grandes cojines, apoyados contra la pared de enfrente, había un hombre tumbado boca arriba, con una gran mancha roja que cubría la parte delantera de su chilaba.

El hombre alto con el rostro paralizado se incorporó, se quedó sentado sobre los cojines y apoyó la espalda contra la pared. Miró a Talabani y asintió con un gesto de aprobación.

—Así exactamente es como quería que lo hicieras. ¿Has tenido algún problema con los dos hombres de fuera?

Talabani negó con la cabeza.

—Cuando me vieron entrar, sacaron las pistolas, pero fueron mucho más lentos que yo. ¿Por qué quisiste que los matara? —preguntó—. ¿Y también a Ahmed?

Yacoub se puso en pie.

—Porque Bronson tenía que creer que todo esto era real. Él y Lewis debían pensar que habían logrado escapar y que yo estaba muerto. Era la única manera de que se sintieran lo suficientemente seguros como para seguir el rastro y encontrar las reliquias. Los hombres, todos ellos, eran prescindibles.

—¿Y ahora qué?

—Mis hombres ya están en sus puestos. Seguirán a Bronson y a Lewis y, cuando encuentren lo que estoy buscando, se lo quitaré. Y luego los mataré.