38

Conforme empezaba a recuperar la conciencia, Bronson percibió un dolor punzante en la parte posterior del cráneo. Instintivamente se llevó la mano a la cabeza o, para ser más exactos, intentó hacerlo, porque su brazo no se movió. En realidad no conseguía mover ninguno de los brazos, lo que le desconcertó enormemente. Ni tampoco los pies. Sentía un dolor lacerante en las muñecas y los tobillos y un embotamiento que le bajaba por el lado izquierdo del pecho. Entonces abrió los ojos, pero no consiguió ver nada. Todo estaba oscuro. Durante unos segundos no logró recordar lo que había pasado, pero luego, lentamente, empezó a hacer memoria.

—¡Mierda! —dijo entre dientes.

—¿Chris? ¡Gracias a Dios! —La voz provenía de la oscuridad, de algún lugar a su izquierda.

—¿Ángela? ¿Dónde demonios estamos? ¿Estás bien?

—No lo sé. Me refiero a dónde estamos. Y sí, estoy bien, aparte de encontrarme atada a esta condenada silla.

—¿Por qué no veo nada?

—Estamos en un sótano y esos cabrones apagaron las luces después de atarnos.

—Pero ¿qué ha pasado? Solo recuerdo haber sentido que me golpeaban en la nuca.

—Iba corriendo por la calle y me di la vuelta para ver lo que estaba pasando, justo en el momento en que uno de ellos te agarraba y otro te asestaba un mazazo con una porra o algo similar. Te caíste como un saco y, por unos segundos, creí que estabas muerto. Volví corriendo…

—No deberías haberlo hecho, Ángela. No había nada que pudieras hacer.

—Lo sé, lo sé —suspiró Ángela—. Y también sé que la culpa de que estemos aquí es solo mía. No debería haber insistido en salir a tomar el aire. Y luego, cuando vi que estabas herido, lo único que me importaba era socorrerte.

—Bueno, gracias por intentarlo, pero hubiera sido mejor que te marcharas porque podrías haber llamado a la policía. Y entonces, ¿qué pasó?

—Lo tenían todo muy bien planeado. Dos de ellos me agarraron y me amordazaron (yo no hacía más que gritar con todas mis fuerzas), y luego me metieron a empujones en la parte trasera de la furgoneta blanca que estaba aparcada unos metros más adelante. Me ataron de pies y manos con una especie de cuerda de plástico…

—Seguramente cable plastificado —la interrumpió Bronson—. Es prácticamente irrompible.

—Luego otros tres tipos te levantaron como un fardo y te metieron de mala manera en la furgoneta.

Eso, probablemente, explicaba el dolor del pecho, supuso Bronson.

—Todos ellos se metieron en la parte trasera —continuó Ángela—, y cuando empezaste a moverte, te ataron igual que habían hecho conmigo. A continuación condujeron durante unos quince o veinte minutos y luego pararon y dieron la vuelta. Cuando las puertas se abrieron, solo acerté a ver la pared de color blanco de una vivienda. Después me sacaron, me metieron por la puerta y me bajaron a este maldito sótano. Aquí abajo había dos sillas y me ataron a una de ellas. Luego un par de tipos te bajaron y repitieron el proceso contigo. Al final apagaron las luces y se largaron. De esto hace varias horas y llevo sentada aquí desde entonces. —Hizo una pausa y añadió—: Lo siento, Chris.

A Bronson no le sorprendió oír que su voz se quebraba. Ángela era una mujer muy fuerte (nadie lo sabía mejor que él), pero podía entender lo traumatizada que estaría por los acontecimientos de la noche, especialmente si consideraba que todo lo que había sucedido lo había provocado ella.

—No es culpa tuya —dijo con ternura.

—Sí que lo es. Y ¿sabes lo que más me desconcierta de todo esto?

—¿El qué?

—Durante todo el proceso (el secuestro, el recorrido en furgoneta y cuando nos recluyeron y nos ataron en este sótano), ninguno de ellos dijo ni una sola palabra. Nadie dictó órdenes ni se hicieron preguntas. Es más, ni siquiera hicieron el más mínimo comentario. Todos sabían perfectamente lo que estaban haciendo y eso me preocupa, Chris. No se trata de un rapto al azar por una banda de matones. Quienquiera que haya dirigido todo esto, lo hizo por una razón y es evidente que se trata de una operación planeada cuidadosamente.

Eso también preocupó a Bronson, pero no estaba dispuesto a admitirlo.

—Bueno, no creo que debamos quedarnos aquí para averiguar qué quieren. Tenemos que encontrar el modo de escapar.

Sin embargo, cuando empezó a estirar, sin éxito, las ataduras de plástico que sujetaban sus tobillos y muñecas, Bronson supo que no iba a ser tan fácil. Si hubieran tenido una cuchilla o algo similar, se hubiera liberado en cuestión de segundos, pero nada de lo que hacía surtía ningún efecto.

Aun así, siguió intentándolo y, hasta que no sintió la sangre que corría por sus manos y que brotaba de los cortes que se había hecho en las muñecas, no se rindió y aceptó la realidad de la situación. Estaba muy bien atado y no podía hacer nada para soltarse.

Varias horas después, por fin, las luces del sótano se encendieron. Bronson cerró los ojos con fuerza para protegerse del repentino resplandor, y luego los abrió con cuidado conforme se acostumbraba a la nueva situación.

Ángela estaba sentada a unos tres metros de él, en una silla de madera, con los tobillos y las muñecas sujetos a la estructura por medio de unas ataduras de cable de plástico. Tenía la ropa hecha un desastre, pero su expresión era desafiante.

El sótano era pequeño, un cubículo más o menos cuadrado con las paredes y el techo de un mugriento color blanco y el suelo cubierto de baldosas. Estaba prácticamente vacío, a excepción de las dos sillas en las que estaban sentados. Justo enfrente de ellos había un corto tramo de escaleras que conducía a una sólida puerta de madera.

Bronson volvió la vista hacia Ángela, que en ese momento miraba fijamente al suelo. Acababa de abrirse, dejando al descubierto un pasadizo pintado de blanco bajo sus pies. Oyeron un lejano murmullo de voces y luego el ruido de pasos que se acercaban.

Unos instantes después, dos hombres de piel oscura, vestidos con chilabas, bajaron por las escaleras que conducían al sótano y se detuvieron delante de Bronson.

Este levantó la vista y los miró fijamente, intentando memorizar sus caras. Uno de ellos tenía un aspecto bastante común, con la piel oscura, el pelo negro, los ojos marrones y unas facciones regulares, sin embargo el otro tenía un rostro que Bronson jamás olvidaría. Le sacaba una cabeza a su compañero y su mejilla izquierda caía ligeramente, haciendo que su amplia boca se torciera formando casi una ese, mientras que el ojo derecho, blanco y sin vida, contrastaba con su piel oscura. Sin embargo, tenía un aire de seguridad en sí mismo y de una fuerza contenida que Bronson supo instintivamente que tenía que ser el jefe de la banda.

—Usted es Christopher Bronson —dijo el hombre alto con una voz calma y pausada.

No se trataba de una pregunta, pero Bronson hizo un gesto de asentimiento.

El hombre alto se giró ligeramente hacia Ángela.

—Y usted es Ángela Lewis, antigua señora Bronson —continuó con un inglés fluido pero con un marcado acento.

—¿Son amigos tuyos, Chris? —preguntó ella en un tono hermético.

—Por supuesto que no —espetó Bronson sin apartar la vista de la figura que tenía frente a él, mientras sus pensamientos comenzaban a agolparse. ¿Cómo era posible que aquel hombre, al que no había visto en su vida, supiera tanto sobre ellos? Vale que conociera su nombre, al fin y al cabo, no era difícil averiguarlo consultando el registro del hotel o la lista de pasajeros de su avión, e incluso el de Ángela por las mismas fuentes, pero ¿cómo sabía que habían estado casados?

—Sabe quiénes somos —dijo Bronson—. Y ahora, dígame, ¿quién demonios es usted y qué quiere?

El hombre alto no contestó y se limitó a hacer un gesto a su colega, que se acercó a un rincón y cogió una silla plegable. La colocó cerca de los escalones de cemento y esperó a que su jefe tomara asiento.

—Ha llegado el momento de que hablemos. Creo que uno de ustedes tiene algo que me pertenece —dijo el hombre alto.

Bronson sacudió la cabeza.

—No creo —contestó—. Y ¿de qué estamos hablando exactamente?

El hombre alto con el rostro paralizado se quedó mirándolo durante unos instantes.

—Mire, esto funciona así. Yo hago las preguntas y usted me da las respuestas que yo quiero.

Seguidamente se giró e hizo un ademán al segundo hombre que seguía de pie junto a la silla.

El hombre avanzó lentamente, se detuvo delante de Bronson y, sin previo aviso, le asestó un puñetazo en el estómago.

Bronson se inclinó de golpe dando arcadas y tirando de sus ataduras.

—¡Déjalo en paz, cabrón! —gritó Ángela.

—Ahmed —dijo el hombre alto con suavidad.

Ahmed pasó por detrás del cuerpo retorcido de dolor de Bronson, se situó delante de Ángela y la propinó una sonora bofetada.

Ella se balanceó hacia un lado y, a causa del golpe, la silla se tambaleó momentáneamente sobre dos patas y cayó hacia atrás.

Ahmed se acercó a ella, agarró el respaldo y la levantó. Casi sin mirar a Ángela, regresó de nuevo junto a su jefe.

—Bueno, empecemos de nuevo. Creo que se han apoderado de algo que me pertenece —dijo el hombre alto con la misma voz reposada y razonable. A continuación miró a Bronson y añadió—: Lo mejor será que comencemos con usted. —Seguidamente indicó a Ahmed que se colocará a un lado del hombre atado y dijo—: Me han robado una pequeña tablilla de barro, ¿la tiene?

Bronson negó con la cabeza.

—¿Se refiere a la tablilla que Margaret O’Connor cogió en el zoco? —preguntó entrecortadamente y respirando con dificultad.

El hombre alto asintió con un gesto.

—No tenemos ni idea de adonde ha ido a parar —respondió Bronson—. ¿No la encontró cuando sus hombres echaron su coche de la carretera?

—Eso no está nada mal, Bronson —dijo el hombre alto con aprobación—. Al menos ha conseguido averiguar eso. No, no la encontramos y la policía tampoco la localizó cuando examinaron los restos del accidente.

—¿Cómo lo sabe?

—Tengo muchos contactos.

—Entonces, ¿por qué demonios supone que la tenemos nosotros?

—Porque usted ha estado tratando con la hija y el yerno. Es obvio que, si los O’Connor no se deshicieron de la tablilla, y estoy convencido de que no lo hicieron, ellos son los únicos que pueden tenerla.

—¿Y cómo se supone que se la hicieron llegar? —preguntó Bronson sin quedarle otra.

Tras un gesto del hombre alto, Ahmed se acercó a él y le dio un puñetazo en la parte izquierda del rostro.

—Es usted un poco lento, Bronson. He dicho que yo hago las preguntas, ¿recuerda? Bueno, intentémoslo de nuevo. ¿La tablilla la tiene la hija?

Bronson escupió una bocanada de sangre sobre el suelo descolorido.

—No —masculló—. No la tiene. Ni tampoco su marido. Está buscando en el lugar equivocado.

Durante unos segundos el hombre alto permaneció en silencio y se limitó a estudiar a sus cautivos.

—¿Y por qué será que no me trago ni una palabra? —murmuró—. Creo que ha llegado el momento de preguntarle a su ex esposa.

—Ella no tiene nada que ver en esto —dijo Bronson levantando la voz y en un tono apremiante—. Ni siquiera conoce a la hija de los Bronson.

—Lo sé. Y tampoco creo que sepa nada de la tablilla, pero pienso que, si la presionamos un poco, quizá le ayude a hacer memoria. A Ahmed le encantan este tipo de cosas —añadió.

—¡Ni se le ocurra tocarla! —gritó Bronson.

Ahmed rebuscó entre los pliegues de su chilaba, sacó una navaja automática y apretó el botón para sacar la hoja. Luego metió la mano en otro bolsillo y extrajo una pequeña piedra de color gris. A continuación se apoyó contra una de las paredes del sótano y, como quien no quiere la cosa, empezó a deslizar la piedra por la cuchilla, emitiendo un siniestro silbido con cada pasada. Después de un par de minutos comprobó el filo del arma con el pulgar e hizo un gesto de satisfacción.

—Mátala —ordenó el hombre alto mientras Ahmed se acercaba a la silla de Ángela—, pero tómate tu tiempo. Para empezar, limítate a hacerle algunos cortes. Tal vez en las mejillas y la frente.

Ángela no abrió la boca, pero Bronson pudo ver el terror en su rostro y el esfuerzo que hacía para no dejar entrever su miedo a sus captores.

—Verá, Bronson —dijo el hombre alto con un tono dialogante, casi cordial—, siempre he pensado que mi tablilla formaba parte de un conjunto. Y posiblemente ustedes han llegado a la misma conclusión, ¿verdad? Yo tengo una teoría. Creo que las tablillas, todo el conjunto, revelan el paradero del rollo de plata y, tal vez, incluso la de la alianza mosaica, aunque eso, quizá, es algo menos probable. Merece la pena luchar por estos dos tesoros, e incluso matar si hace falta, de manera que ya sabe por qué quiero que me devuelvan la tablilla.

Bronson forcejeaba desesperadamente contra los cables de plástico que le ataban a la silla de madera, consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, pero empeñado en escapar si hubiera podido.

—Pero yo no tengo la puta tablilla. ¿Es que no ha oído ni una palabra de lo que le he dicho? ¡No tengo la jodida tablilla! Y ninguno de nosotros tiene ni la más remota idea de dónde está.

—Eso habrá que verlo —dijo el hombre alto girándose ligeramente hacia la silla de Ángela para observar mejor el trabajo de su esbirro.

—¡No lo haga! —suplicó Bronson—. ¡Se lo ruego! ¡No lo haga!

—No nos llevará mucho tiempo —dijo el hombre alto—. Cuanto antes empecemos, antes acabará su sufrimiento.

Ahmed estaba de pie junto a la silla de Ángela, acariciando suavemente sus mejillas con una ligera sonrisa dibujada en su cara.

Ángela tenía los ojos abiertos como platos y respiraba entrecortadamente mientras luchaba contra las ataduras que la mantenían firmemente a la silla.

—¡Espera! —dijo el hombre alto cuando Ahmed empezó a levantar la hoja de su navaja hacia el rostro de Ángela—. Primero amordázala. No quiero que haga demasiado ruido.

Ahmed asintió, cerró el resorte de su arma y sacó de su bolsillo una cinta de color negro. Cortó un trozo de unos veinte centímetros, se colocó detrás de Ángela y le puso la cinta sobre la boca.

—Procura no taparle la nariz. No queremos que se ahogue.

Ahmed se aseguró de que la cinta quedara bien sujeta, se colocó a un lado de la silla y volvió a abrir la navaja.

—¡Pare! ¡Por favor, deténgase! —suplicó Bronson.

—Demasiado tarde —dijo el hombre alto antes de hacer un gesto a Ahmed—. Adelante, empieza de una vez.