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Una de las primeras cosas que hizo Kirsty Philips cuando regresó a Gran Bretaña y terminó de deshacer las maletas fue acercarse con el coche hasta la casa de sus padres. Lo había estado haciendo cada dos días durante la estancia de estos en Marruecos para echar un vistazo a la casa, regar las plantas de interior, recoger el correo, revisar el contestador y, en general, asegurarse de que todo estuviera en orden.

Aquella mañana, aparcó su Volkswagen Golf en el camino de acceso a la pequeña casa independiente, en una tranquila calle de un barrio residencial al oeste de la ciudad, sacó las llaves y abrió la puerta delantera. Como siempre, había un montón de sobres tirados en el felpudo, la mayoría de ellos correo basura de diversa índole. Los recogió y los llevó a la cocina, donde los colocó junto a los que se habían estado acumulando desde que sus padres dejaron la casa por última vez. Esta idea hizo que se le empañaran los ojos, pero decidió dejar a un lado su tristeza y comenzar su habitual recorrido por la propiedad, inspeccionando todas las habitaciones una por una. Por último, fue al salón y comprobó el contestador, pero no había mensajes.

Abrió la puerta que daba a la entrada e inmediatamente se encontró cara a cara con un hombre al que no había visto nunca.

Tenía la piel y el cabello oscuros, era alto y delgado, pero de complexión robusta. En la mano derecha sostenía algún tipo de herramienta negra y larga, quizá una palanca.

El intruso fue el primero en reaccionar. Blandió la palanca dibujando un pequeño y feroz arco y estrelló la barra de metal contra el lado izquierdo del rostro de Kirsty, fracturándole el pómulo y haciendo pedazos el lateral del cráneo. Fue un golpe mortal. Ella sintió por un instante un dolor espantoso y entumecedor, luego se tambaleó y perdió el conocimiento a causa de la potencia del impacto. A continuación se desplomó sobre la alfombra mientras la sangre comenzaba a manar a borbotones por su cara, justo desde donde la piel se había desgarrado brutalmente. Pero no fue eso lo que la mató.

El mayor daño fue interno. En su cerebro, media docena de vasos sanguíneos se desgarraron por los huesos astillados. Fragmentos del mismo hueso fracturado habían penetrado profundamente en su cerebro, causando un daño irreparable. Todavía respiraba mientras estaba allí tumbada pero, a todos los efectos, ya estaba muerta.

El hombre se quedó mirando un largo rato, luego saltó por encima del cuerpo y continuó su camino hacia la puerta de entrada. No había oído ningún ruido del interior de la casa antes de forzar la puerta lateral, y había dado por hecho que el coche que había aparcado en la entrada pertenecía a los O’Connor, una suposición que se había demostrado errónea.

Miró a su alrededor, vio que no había ni rastro de correo y regresó a la cocina. Tendría que revisar todas las habitaciones una por una hasta encontrar el paquete.

Sobre la mesa de la cocina vio el correo cuidadosamente amontonado a un lado y empezó a revisarlo. Sin embargo, no había ni rastro del sobre que estaba buscando, de manera que, quizá, su jefe se había equivocado.

Durante aproximadamente un minuto se quedó de pie, indeciso, preguntándose cómo debía proceder. No tenía ni idea de quién sería aquella mujer joven (tal vez un vecina o la asistenta) y estaba empezando a arrepentirse de haberla golpeado con tanta fuerza. Quizá debía intentar sacar el cadáver de la casa y deshacerse de él. A continuación rechazó la idea. No conocía lo suficiente la zona y el riesgo de que lo vieran arrastrando el cuerpo o de que un agente de policía lo parara con el cadáver en el coche, era demasiado alto.

Entonces abrió la puerta, miró a su alrededor, y se marchó.