—¿Sabes? —dijo Bronson mientras él y Ángela paseaban por una calle cercana al hotel, disfrutando de la fresca brisa nocturna—. Hay algo de lo que todavía no hemos hablado. Me refiero al propósito de las tablillas. ¿Qué ocultaban exactamente las personas que las hicieron? ¿Cuál era su tesoro?
Habían acabado de cenar y Ángela había insistido en que necesitaba estirar las piernas antes de volver a la habitación. Le había dicho a Bronson que, si todavía le preocupaban los hombres armados que le habían estado siguiendo, saldría sola. Después de todo, nadie sabía que estaba en Marruecos. A Bronson no le gustaba la idea, pero accedió a acompañarla. Sabía que si le sucedía algo a Ángela, no se lo perdonaría nunca.
—Fuera lo que fuera, debía de tener un gran valor para ellos, porque se tomaron muchas molestias. Primero cifraron el mensaje en las tablillas, y luego, supuestamente, las escondieron en lugares diferentes para que el escondite de su tesoro solo se pudiera descubrir recuperando las cuatro tablillas. Y hay algunos indicios en lo que hemos descubierto hasta ahora. En particular, una media docena de palabras que me parecen bastante significativas.
—Déjame adivinar. ¿Te estás refiriendo a «rollo», «tablilla», «templo», «plata», «escondido» y «Jerusalén»?
Ángela asintió.
—Exactamente. Hoy en día cualquier tipo de rollo antiguo resulta de interés para los arqueólogos, pero, el hecho de que un rollo fuera escondido hace dos milenios, sugiere que ya por entonces era considerado un objeto de gran relevancia. Y si unes las palabras «rollo» y «plata» surge una posibilidad muy interesante… —En ese momento Ángela interrumpió su explicación porque Bronson la había agarrado del brazo obligándola a detenerse.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—No me gusta… —comenzó a decir Bronson mirando primero hacia delante y luego hacia el camino que habían recorrido.
A unos veinte metros delante de ellos una furgoneta blanca acababa de detenerse junto al bordillo, dejando el motor encendido. A unos quince metros a sus espaldas, un Mercedes negro se acercaba lentamente pegado a la acera. Por último, más cerca, mucho más cerca, un puñado de hombres vestidos con chilabas caminaban a paso ligero hacia donde se encontraban.
Cabía la posibilidad de que toda la escena fuera totalmente inocente, una mera serie de hechos independientes e inconexos, pero el ojo experimentado de Bronson le decía que tenía toda la pinta de tratarse de una emboscada. Entonces se detuvo un instante y luego reaccionó.
—¡Corre! —le susurró a Ángela en tono apremiante—. ¡Sal corriendo de aquí! —A continuación señaló hacia una calle lateral y dijo—: Vete por ahí. Lo más rápido que puedas.
Ángela echó un vistazo a sus espaldas, vio por primera vez a los hombres que se acercaban y se alejó.
Bronson, por su parte, giró sobre sí mismo para hacer frente al grupo, y empezó a caminar con paso firme hacia atrás, intentando no ceder terreno para proporcionarle a Ángela una medida de protección. Miró hacia atrás y vio que esta había llegado a la esquina de la calle lateral y empezaba a correr por ella. Se dio la vuelta para seguirla, pero en ese momento los hombres que se aproximaban echaron a correr y en pocos segundos lo habían alcanzado.
Sintió un repentino tirón en el hombro cuando alguien lo agarró e intentó girarse para enfrentarse a sus atacantes. Luego sintió dos fuertes golpes en la parte posterior de su cabeza. Perdió el equilibrio y cayó hacia delante y su cuerpo se desplomó sin fuerzas contra la superficie irregular de la acera.
Lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue un chillido distante de Ángela, que gritaba su nombre.