A las ocho y media del día siguiente Dexter atravesó las puertas de la oficina del banco Al Maghrib situadas en la avenida Mohamed V de Rabat. Quince minutos más tarde, tras haber realizado los trámites pertinentes, abandonó el lugar. Cinco mil libras del dinero que Charlie Hoxton había transferido a Marruecos estaban de camino a una cuenta corriente en un discreto banco de Liechtenstein, donde, a pesar de que le proporcionarían pocos intereses, estarían a buen recaudo.
Su chaqueta de tweed, que anteriormente presentaba un aspecto pulcro y planchado, estaba deformada por dos bultos. Los fajos de billetes de dirhams que se encontraban en sus bolsillos (cada uno de ellos equivalente a cinco mil libras esterlinas) eran muy voluminosos y Dexter no veía la hora de encontrarse con Zebari y poder regresar a Petworth, a la calma y la seguridad de su tienda de antigüedades. Nunca le había gustado Marruecos como país, y menos aún sus habitantes.
Caminó a paso ligero por la avenida Mohamed V hasta que encontró una cafetería que parecía razonablemente limpia, agarró una silla de una mesa libre y pidió un té verde a la menta, pues el café árabe era demasiado fuerte y amargo para su gusto. A continuación miró el reloj. Eran las nueve menos diez.
A las nueve en punto sacó el móvil y marcó el número que le había dado Zebari. El marroquí respondió casi de inmediato.
—¿Dexter?
—Sí. Tengo lo que me pediste.
—¿Estás en Rabat?
—Sí.
—Bien. Entonces ve hasta la avenida Hassan II y camina hacia el Este en dirección al estuario. Poco antes de llegar al final, justo donde tuerce en dirección sudoeste, gira a la derecha y coge la calle de Sebta. Una vez allí, camina unos metros por la acera derecha y párate en la primera cafetería que encuentres. Siéntate en la terraza, en un lugar donde pueda verte. ¿Lo tienes?
—Sí —respondió Dexter estudiando el callejero de Rabat. En realidad, la avenida Hassan II era perpendicular a la Mohamed V, y el lugar que había elegido Zebari para verse estaba a solo un kilómetro y medio de donde se encontraba—. Estaré allí en veinte minutos —dijo.
Aproximadamente a medio kilómetro de allí, Izzat Zebari cerró de golpe su móvil y asintió con la cabeza con gesto de satisfacción. Nunca se había fiado un pelo de Dexter, pero esta vez tenía al inglés cogido por las pelotas y ambos lo sabían. Era evidente que el cliente de Dexter se moría por conseguir cualquier cosa que tuviera que ver con la tablilla de barro, y Zebari estaba bastante seguro de que no intentaría jugársela. Aun así, si intentaba apoderarse de la tarjeta sin entregarle el dinero, imaginaba que su pistola automática Walther PPK lo convencería de que lo más sensato era concluir la transacción.
Zebari echó un vistazo al vestíbulo del hotel donde había estado esperando. Satisfecho, abandonó el edificio con los ojos entornados por efecto de la repentina luz del sol. Miró a ambos lados de la calle Abd el Myumen, sacó un par de gafas de sol del bolsillo de su chaqueta y se encaminó hacia la calle de Sebta.
A unos cincuenta metros de Zebari, dos hombres vestidos con vaqueros y camisetas abandonaron la terraza donde habían estado sentados y comenzaron a seguirle, conversando animadamente mientras caminaban. Uno de ellos sujetaba un pequeño teléfono móvil junto a su oreja.
En el asiento trasero del Mercedes negro, que en ese mismo momento circulaba desde la zona sur de la ciudad en dirección a la calle Abd el Myumen, el hombre alto con la cara paralizada instó al conductor a que acelerara la marcha. Mientras tanto, escuchaba en su móvil la información que le proporcionaban sus hombres. No tardaría mucho en recuperar lo que le correspondía por derecho.
En la avenida Hassan II, que era al mismo tiempo la principal carretera nacional que dividía Rabat en dos partes iguales, el tráfico no era tan intenso como Dexter había imaginado en un principio. Entre eso, y el hecho de que hubiera conseguido pescar un taxi a los pocos segundos de dejar el café, calculaba que tardaría menos de diez minutos en llegar al lugar de encuentro.
No estaba seguro de si Zebari había escogido la cafetería deliberadamente, o si simplemente había elegido una calle concurrida y supuesto que en algún lugar habría un sitio donde tomar algo. Fuera como fuese, apenas hubo pagado al taxista y girado en la calle de Sebta, divisó un toldo blanco y un grupo de mesas y sillas a unos veinte metros de donde se encontraba. Una vez allí miró a su alrededor, pero no había ni rastro del hombre con el que se había citado. Pidió otro té verde a la menta y se dispuso a esperar.
Cinco minutos después, Izzat Zebari tiró de la silla vacía enfrente de Dexter y tomó asiento. Parecía nervioso y antes de hablar miró a su alrededor con desconfianza, pero a aquella hora había muy poca gente en la cafetería y solo un puñado de peatones. En aquel momento dos hombres jóvenes que venían caminando detrás de Zebari pasaron de largo sin mirar atrás, sumidos en su conversación.
—¿Tienes el dinero? —preguntó el marroquí mientras el camarero colocaba una taza de café negro y espeso delante de él y se marchaba.
Dexter asintió con la cabeza.
—Y tú, ¿has traído la tarjeta? —inquirió.
Zebari también asintió.
Seguidamente Dexter metió la mano en los bolsillos internos de su chaqueta, extrajo dos gruesos sobres sujetos con elásticos y los depositó encima de la mesa.
—Diez mil en dírhams, como acordamos.
Zebari imitó la acción de Dexter: sacó un sobre y lo puso sobre la mesa. Ambos cogieron lo que el otro le ofrecía. Zebari abrió los sobres y pasó el dedo pulgar por encima de los billetes nuevos y crujientes que contenían, como si fueran dos barajas de naipes, y luego los introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Dexter despegó el sobre marrón, sacó la tarjeta y se quedó mirando lo que había en ella.
—¡Por Dios! —exclamó tras unos instantes—. Esto no es, ni mucho menos, lo que me esperaba. La foto es demasiado pequeña y la inscripción no está lo suficientemente clara. —A continuación lanzó la tarjeta sobre la mesa y añadió—: No hay trato. Devuélveme mi dinero.
Zebari sacudió la cabeza.
—La Walther que tengo en el bolsillo me dice que el trato sigue en pie, Dexter —dijo dejando entrever el cañón de la pequeña arma semiautomática—. Piénsalo. No tengo nada que perder.
A continuación se puso en pie, dejó un puñado de dirhams sobre la mesa y se marchó calle abajo.
Hay una ligera curva en la calle de Sebta, donde una vía lateral la une con la calle de Bured. El Mercedes negro alcanzó ese punto casi en el mismo instante que Zebari.
El pesado coche derrapó, se subió a la acera y se detuvo delante de él, bloqueándole la marcha, mientras otros dos hombres le cerraban la huida por detrás.
Zebari vio que el coche giraba hacia él e inmediatamente adivinó la identidad del propietario del vehículo. Enseguida supo que estaba en apuros, en serios apuros. Se dio la vuelta con la intención de echar a correr, pero dos hombres le cortaban el paso, los mismos dos que habían pasado por delante de la cafetería unos minutos antes. Era evidente que estaban dispuestos a interceptarlo, independientemente de la dirección que tomara.
Detrás de él oyó el inconfundible sonido de las puertas del coche que se abrían.
Zebari sacó la pistola de su bolsillo y disparó rápidamente, casi sin apuntar, a los dos hombres que tenía delante, obligándolos a agacharse. Pero ellos también habían sacado sus armas, de manera que la única forma que tenía de escapar era cruzando la carretera y hacía allí echó a correr. Esquivó un camión que avanzaba lentamente y se dirigió a toda prisa a la acera opuesta. Estaba a punto de llegar cuando sintió un tremendo impacto en el centro de la espalda. El eco del disparo retumbó en los edificios de alrededor y el marroquí cayó desplomado al suelo, sintiendo que le fallaban las piernas. Soltó la pistola, que aterrizó lejos de su alcance, haciendo un fuerte ruido.
Casi con indiferencia, el hombre alto y uno de sus hombres caminaron a paso ligero hasta el lugar donde yacía Zebari. Un buen número de personas empezó a congregarse a ambos lados de la calle, atraídos por la dramática situación, pero ninguno mostraba ninguna intención de involucrarse.
—Te llevaste algo que me pertenecía. ¿Dónde está? —preguntó el hombre alto mientras su socio recogía la Walther de Zebari.
El herido estaba tumbado con medio cuerpo sobre la acera, hecho un ovillo y prácticamente inmóvil, rodeado por un charco de sangre. Entonces alzó la vista y miró al enorme árabe. Extrañamente, apenas sentía dolor, solo un aturdimiento creciente.
—No lo tengo —dijo con un hilo de voz apenas audible.
El hombre alto hizo un gesto y su colega empezó a registrar con brusquedad a la figura recostada. No encontró la tarjeta, pero sacó dos sobres repletos de billetes que entregó a su jefe.
—¿Has vendido la tarjeta? —demandó, mirando hacia abajo.
—Sí —respondió Zebari jadeante, mientras una oleada de un dolor insoportable inundaba su cuerpo.
—No está nada mal, Zebari. Todo este dinero solo por una insignificante tarjeta —dijo el hombre alto con la voz calma y contenida—. Sabes quién soy o, al menos, conoces mi reputación. Estoy convencido de que, cuando entraste en mi casa para intentar robar mi tablilla, sabías de sobra lo que te pasaría. Entonces, ¿por qué lo hiciste?
—Era solo un trabajo —farfulló Zebari mientras el dolor empezaba a hacer mella en él. Entonces tosió y una rociada de sangre bañó la parte delantera de su chaqueta—. Un encargo de un coleccionista británico.
El hombre alto pareció interesado.
—¿Tiene un nombre, ese coleccionista?
—Yo he estado negociando con un intermediario, un marchante.
—Y ¿cómo se llama?
Zebari no dijo nada y el hombre alto se inclinó aún más.
—Dime cómo se llama —dijo—. Si lo haces, es posible que te dejemos marchar y salves la vida.
Con una mezcla de terror y fascinación, Zebari se quedó mirando el ojo blanco e inmóvil del hombre alto.
—Dexter. Todo el mundo lo conoce solo por Dexter.
—¿Y dónde puedo encontrarlo?
—Aquí mismo, en Rabat. Acabo de venderle la tarjeta.
—Bien —dijo el hombre alto irguiéndose—. Lo encontraremos. Ahmed, acaba con él.
—¡Te he dicho todo lo que sabía! —gritó Zebari aterrorizado—. Dijiste que me dejarías marchar.
—Te mentí —murmuró el hombre alto mientras el lado izquierdo de su rostro se alzaba con una sonrisa fingida. A continuación hizo un gesto al otro tipo. El eco del segundo disparo retumbó con la misma fuerza que el primero. Un nuevo charco de sangre empezó a extenderse alrededor del cráneo reventado de Zebari, mezclándose con el otro, que comenzaba a coagularse y que ya cubría una gran área tanto de la calzada como de la acera.