—¿La conseguiste? —preguntó Alexander Dexter mientras Zebari, esta vez vestido con ropa occidental en vez de la acostumbrada chilaba, se sentaba frente a él en el vestíbulo de un hotel de categoría media en el centro de Casablanca.
Hacía poco que había anochecido. Dexter había llegado a Rabat esa misma mañana en un vuelo directo desde Londres y después había viajado por carretera hasta la ciudad para encontrarse con Zebari, a petición de este último.
Había sido un día extremadamente caluroso y la noche, de momento, se presentaba igualmente bochornosa. Dexter deseó haber metido en la maleta ropa algo más ligera en vez de la chaqueta y los pantalones de sport que llevaba puestos.
Zebari echó un vistazo a la sala, examinando al resto de huéspedes y residentes. Luego volvió la vista hacia Dexter.
—No, amigo mío. No la conseguí.
A parte de la mala noticia de que no había conseguido su objetivo, había algo más en la voz y la actitud de Zebari que preocupó a Dexter.
—Hay un «pero», ¿verdad? —preguntó.
Zebari asintió.
—Sí, como tú dices, hay un «pero». Un gran «pero». El coste de intentar recuperar el objeto fue mucho mayor del que esperaba.
—¿De qué cantidad estamos hablando? —inquirió Dexter convencido de que Zebari estaba intentando timarlo a pesar de no haber cumplido el encargo.
—Probablemente mucho más de lo que te puedes permitir. Cuando intentábamos escapar, el hombre que venía conmigo recibió un disparo y fue capturado. Creo que no me equivoco al suponer que su muerte, porque estoy convencido de que lo mataron, no fue ni rápida ni llevadera.
—¡Oh, Dios mío! —musitó Dexter. Era consciente de la dureza del mundo del contrabando de antigüedades robadas, pero no se esperaba oír algo así.
—Solo teníais que robar una maldita tablilla de barro. ¿Cómo es posible que la cagarais de esa manera?
La voz de Zebari sonó fría como un témpano.
—Uno de los muchos problemas a los que tuvimos que enfrentarnos, Dexter, fue que el propietario de la tablilla finge ser un hombre de negocios, pero en realidad no es más que un mañoso. Tenía la casa llena de alarmas que tuvimos que desactivar, pero además había instalado un sensor de infrarrojos en el expositor, que no vimos hasta que metí la mano. Para entonces, evidentemente, habían saltado todas las alarmas. Yo conseguí saltar el muro y huir, pero mi compañero no tuvo tanta suerte. Por si te interesa, se llamaba Amer Hammad. Llevaba más de diez años trabajando conmigo y lo consideraba un amigo.
—¿Y no cogiste la tablilla? Yo no pago a no ser que se cumpla el encargo.
—No me estás escuchando, Dexter. Te he dicho que no la cogimos, simplemente, porque no estaba allí. Y han surgido otras… complicaciones. Además de la muerte de Hammad, claro está.
—¿Como cuáles? —quiso saber Dexter.
—El propietario de la tablilla tiene muchos contactos en el cuerpo de policía marroquí. Por lo visto tiene en nómina a un buen número de oficiales.
—¿Y?
—Que probablemente no tarde mucho en averiguar la identidad de Hammad.
—¿Qué pasará con su cadáver? —preguntó Dexter.
—Lo más probable es que lo metan en el maletero de un todoterreno, se adentren varios kilómetros en el desierto y lo dejen allí tirado. Los chacales y los buitres se ocuparán de él. De todos modos, independientemente del método que utilicen, el cuerpo de Hammad desaparecerá como por arte de magia. El caso es que, como ese hombre consiga averiguar que yo era el otro ladrón, tendré serios problemas.
—Entonces, ¿es por eso que me has citado en Casablanca en vez de en Rabat?
—Exactamente. Necesito salir cuanto antes de Marruecos y no volver, al menos, durante un año. Y eso cuesta dinero, mucho dinero.
—De acuerdo. Entiendo perfectamente tu situación, pero ya te he dicho que no pago a menos que se cumpla el encargo.
Dexter movió ligeramente su silla como si estuviera a punto de levantarse y marcharse, pero Zebari lo mantuvo en su sitio con un solo gesto.
—En realidad sí que conseguimos algo —dijo—. Una tarjeta.
—¿Eso es todo?
—Sí, pero en ella hay una muy buena fotografía de la tablilla y una explicación de la historia de sus orígenes. ¿Tu cliente quiere la tablilla o solo una copia de la inscripción?
Dexter lo miró intentado evaluar sus palabras.
—¿A qué te refieres?
—Creo que está bastante claro. Algunas personas hablan y otras escuchan. El hecho es que la tablilla en sino vale nada, pero la inscripción que hay en ella tiene un valor incalculable. Se trata de una especie de mapa del tesoro, mejor dicho, una parte. Como te decía, si tu cliente solo quiere ese pedazo de arcilla quemada para su colección de reliquias, nuestra conversación, probablemente, acaba aquí. Sin embargo, si lo único que busca es una fotografía de la inscripción (una imagen mucho mejor que la que me enviaste), espero que tenga los bolsillos bien llenos, porque la tarjeta le va costar un ojo de la cara.
Dexter resopló.
—Vale. Acabemos de una vez con esto. ¿Cuánto quieres?
Zebari sacó un trozo de papel de su bolsillo y lo deslizó por encima de la mesa. Dexter lo cogió y miró la cifra que había escrito.
—¿Diez mil? ¿Diez mil libras? —preguntó intentando no levantar la voz.
Zebari asintió con la cabeza.
—Debe de tratarse de una broma. ¿Diez mil pavos por la foto de una tablilla de barro? Mi cliente no pagará esto.
—Entonces ni tú, ni tu cliente, veréis la tarjeta. Esa es mi primera y mi última oferta. El precio no es negociable. Si no estás de acuerdo, saldré por esa puerta y no volverás a verme jamás. Tengo amigos que pueden ayudarme.
Durante unos segundos los dos hombres se miraron fijamente. Luego Dexter asintió con la cabeza.
—Espera aquí un momento. Llamaré a mi cliente y veré qué quiere hacer. Tardaré solo unos minutos.
—Date prisa, Dexter. No tengo mucho tiempo.
Dexter dejó el hotel, se alejó unos metros y sacó su teléfono móvil. Trasmitió a Charlie Hoxton lo que Zebari le había contado y terminó dándole el precio que pedía el marroquí. Bueno, para ser exactos, le dijo que Zebari quería quince mil libras por la tarjeta. Al fin y al cabo tenía que pensar en su comisión.
Una vez le dio la cifra, Dexter apartó el auricular de su oreja, lo que se demostró una decisión muy acertada. La sarta de improperios expresados a todo volumen podría haber dañado seriamente su audición. Cuando la retahíla disminuyó, volvió a acercase al teléfono.
—Entonces, ¿le digo que no hay trato?
—Yo no he dicho eso, Dexter. ¿Está dispuesto a negociar?
—Ya me ha dicho que no, y yo lo creo. Está de mierda hasta arriba por lo que sucedió, y la única forma que tiene de salir airoso es vender la fotografía de la tablilla. Y lo quiere ya. Si no le doy una confirmación cuando vuelva al hotel, se largará. Esas son nuestras opciones.
—Maldito cabrón —dijo Hoxton enojado—. Sabe que el dinero que pide es una jodida extorsión, ¿verdad?
—¡Oh, sí! No tengo ninguna duda. También me contó que, por lo visto, la inscripción forma parte de un mapa del tesoro.
Hoxton se quedó en silencio por unos segundos y luego dijo:
—Vale. Dile que estoy de acuerdo. Ya he hecho una transferencia a la cuenta de Rabat que acordamos. Mañana daré la autorización para que saques diez mil pavos.
Ligeramente sorprendido por la respuesta de Hoxton, Dexter se metió el teléfono en el bolsillo y regresó al vestíbulo del hotel.
—¿Te conformarías con ocho? —preguntó. Al fin y al cabo, no tenía nada de malo regatear un poco.
Zebari sacudió la cabeza y se levantó.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Dexter—. Te daremos diez. El dinero llegará a Rabat mañana. Imagino que lo querrás en efectivo, ¿verdad? ¿En dirhams?
—¡Pues claro que lo quiero en dírhams! ¿Me tomas por imbécil? Llámame a este número mañana por la mañana después de las nueve —añadió escribiendo un número de móvil en el papel que había dado a Dexter—. Siempre que tengas el dinero, claro está. Entonces nos veremos en algún sitio para acabar la transacción.
Sin una palabra más, Zebari se puso en pie y abandonó el hotel.