Tony Baverstock llevaba algo más de una hora en el trabajo cuando recibió una llamada de la centralita. Por lo visto, un particular había llamado al museo para preguntar por una pieza de cerámica que había encontrado y que, aparentemente, presentaba una inscripción.
Era el tipo de llamadas que el museo recibía constantemente y, en la mayoría de los casos, el objeto en cuestión resultaba no tener ningún valor. Baverstock todavía recordaba el día en que una anciana señora de Kent se había presentado con una supuesta reliquia para que la examinaran. Se trataba de los restos mugrientos de una pequeña taza de porcelana que había desenterrado de su jardín y que tenía una inscripción lateral en la que se leía parcialmente «1066» y «la de Hastings» escrita en letras góticas.
La mujer estaba convencida de que había encontrado algo de interés nacional, una reliquia de casi un milenio de antigüedad, que constituía un vestigio de uno de los hitos de la turbulenta historia de Inglaterra, y se negaba a creer a Baverstock cuando le dijo que no tenía ningún valor. Hasta que no le dio la vuelta a la taza, limpió la suciedad y le mostró la otra inscripción en la base del recipiente, no se convenció de que estaba equivocada. El texto, escrito en letras minúsculas, decía: «Apta para el lavavajillas».
—Yo no me ocupo de ese campo —le espetó a la chica de la centralita cuando le describió lo que supuestamente había encontrado la persona al otro lado del teléfono—. Prueba con Ángela Lewis.
—Ya lo he hecho —replicó la joven en un tono casi tan irritado como el suyo—, pero se ha pedido unos días de permiso.
Cinco minutos después finalmente consiguió convencer al susodicho, que vivía en Suffolk, de que el lugar más apropiado para examinar la pieza era el museo local de Bury Saint Edmund. Que sea otro el que pierda su tiempo, pensó Baverstock. A continuación marcó la extensión del jefe de Ángela.
—¿Roger? Soy Tony. Estaba intentando localizar a Ángela, pero se ve que no ha venido. ¿Tienes idea de dónde está?
—Sí —contestó Roger Halliwell con un tono que daba a entender que estaba hasta arriba de trabajo—. Se ha pedido unos días de permiso. Y, por cierto, podría haber avisado con algo más de antelación. No me dijo nada hasta ayer por la tarde, que me llamó por teléfono. Alguna crisis doméstica, supongo.
—¿Cuándo volverá?
—Eso quisiera yo saber. ¿Puedo ayudarte en algo?
Baverstock le dio las gracias y colgó el auricular. Interesante, pensó. Muy, pero que muy interesante.