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Jalal Talabani reconoció al instante la voz cadenciosa y pausada del otro lado de la línea del teléfono.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó, asegurándose de que ninguno de sus compañeros en la comisaría de policía de Rabat pudiera oírle.

—Anoche dos de mis hombres siguieron al detective inglés, el tal Bronson, hasta el aeropuerto de Casablanca. Fue a recoger a una mujer que llegaba de Londres. Supusimos que sería su esposa, pero uno de mis socios ha hecho algunas averiguaciones y resulta que se llama Ángela Lewis. Aun así, se alojan juntos en el hotel de Rabat al que Bronson se trasladó el otro día. Averigua quién es y házmelo saber.

A continuación se produjo una pausa y Talabani esperó pacientemente. Sabía que a su interlocutor no le gustaba que le metieran prisa.

—Tienes tres horas —dijo la voz. Seguidamente la llamada se interrumpió.

Bronson ya no podía más. Habían pasado la última hora y media revisando dibujos, traducciones y fotografías de tablillas que se encontraban diseminadas por diferentes museos de todo el mundo. Aunque algunas de las imágenes eran bastante nítidas, otras estaban tan borrosas y desenfocadas que no servían prácticamente de nada. A pesar de todo, después de noventa minutos mirando una interminable secuencia de imágenes en la pantalla del ordenador, estaba a punto de tirar la toalla.

—¡Dios! Creo que necesito una copa —murmuró recostándose en su asiento y colocando las manos sobre la nuca—. No sé cómo lo haces, Ángela. ¿No te aburre mortalmente?

Ella lo miró con expresión divertida.

—Me paso la vida haciendo este tipo de cosas, y no solo no me aburro, sino que estoy fascinada —respondió. A continuación, tras una breve pausa, añadió—: Sobre todo con esta tablilla.

—¿Cuál? —dijo Bronson dirigiendo la vista de nuevo a la pantalla del Vaio.

La imagen a la que había hecho referencia Ángela mostraba una tablilla prácticamente idéntica a la que Margaret O’Connor recogió en el zoco. Sin embargo, según la ficha, había sido robada junto a otras reliquias del almacén de un museo de El Cairo. Desde entonces no se había sabido nada de ella. Le habían hecho una fotografía en el momento de adquirirla como parte del procedimiento rutinario, pero nadie había intentado traducir la inscripción (que estaba escrita en arameo), ni cuando la compraron, ni en todo el tiempo que estuvo en su poder.

—Me pregunto si será la misma que Margaret encontró en el zoco. Si la habían robado —masculló Bronson irguiéndose y frotándose los ojos—, eso explicaría por qué el propietario, quienquiera que fuera, estaba tan interesado en recuperarla.

—Espera un segundo —dijo Ángela. A continuación seleccionó una de las imágenes del CD que Bronson le había entregado y la colocó junto a la fotografía de la tablilla robada.

—Es diferente —dijo Bronson—. Obviamente, no tengo ni idea de arameo, pero incluso yo he reparado en que las primeras líneas de cada una de las tablillas tienen una longitud diferente.

Ángela asintió manifestando su conformidad.

—Sí —dijo—, y acabo de descubrir una cosa más. Creo que el conjunto se compone de cuatro tablillas.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Mira —dijo señalando la imagen situada a la derecha de la pantalla—. ¿Ves esta pequeña línea en diagonal justo en la esquina de la tablilla?

Bronson asintió.

—Ahora mira la otra fotografía. Presenta una línea muy similar en la esquina. —A continuación colocó el cursor rápidamente sobre la imagen de la tablilla del museo de París—. Y esta también. Justo aquí.

Ángela se alejó de la pantalla y miró a Bronson con expresión triunfante.

—Todavía no sé de qué demonios se trata, pero me atrevería a aventurar, sin temor a equivocarme, cómo se hicieron estas tablillas. Quienquiera que las preparara dibujó una pequeña cruz en diagonal en el centro de una pieza de barro rectangular. Posteriormente la cortó en cuatro partes iguales y las coció. Las imágenes que tenemos delante de nosotros corresponden a tres de esos cuatro cuartos, y las líneas en las esquinas de las tablillas son, en realidad, los brazos de la cruz original.

—Y la cruz se ideó precisamente, para indicar cómo se deben disponer las tablillas —dijo Bronson—. Para asegurarse de que las palabras se lean en el orden correcto.

Descubrir la identidad de Ángela Lewis le llevó mucho menos tiempo del que Jalal Talabani había calculado en un principio. Primero llamó al hotel donde se alojaban los dos huéspedes ingleses y habló con el director. Casualmente, éste se encontraba tras el mostrador tanto en el momento en que Bronson había hecho la reserva, como la noche anterior, cuando Ángela tomó posesión de la habitación.

—Es su ex mujer —dijo el director—, y creo que trabaja en un museo de Londres.

—¿En cuál? —preguntó Talabani.

—No tengo ni la menor idea —respondió el director—. Solo sé que cuando llegaron conversaba con el señor Bronson de su trabajo y mencionó un museo. ¿Es importante?

—No, no se preocupe. Y gracias por la información —añadió Talabani antes de concluir la llamada.

Poco después regresó a su ordenador, llevó a cabo una consulta en Google y abrió la página del Britain Express para acceder a la lista de los museos de la capital británica. El gran número no solo le sorprendió sino que también le consternó. Aun así imprimió la lista y empezó desde el primero. Tras desechar los establecimientos más pequeños y especializados, empezó a llamar uno por uno a todos los demás preguntando por Ángela Lewis.

El séptimo número que marcó correspondía a la centralita del museo Británico. Dos minutos más tarde no solo sabía que Ángela Lewis trabajaba allí y en qué departamento, sino también que se había pedido unos días de permiso.

Cinco minutos después, el hombre de la voz cadenciosa y pausada también lo sabía.