—¿Sabes si este hotel tiene wifi? —preguntó Ángela empujando su taza de café hacia Bronson y haciéndole un gesto para que la rellenara.
Estaban sentados ante una pequeña mesa en la habitación de Bronson, en un hotel a las afueras de Rabat. A él le seguía preocupando que les viera la gente equivocada y desayunar en la habitación le había parecido más seguro que bajar al comedor. Ángela todavía llevaba puesto el camisón bajo una gran bata blanca que había encontrado en la habitación contigua. Era un gesto de intimidad que Bronson apreció (demostraba que se sentía cómoda en su compañía), pero se sentía frustrado porque ella había insistido en dormir en la habitación de al lado.
Bronson suspiró.
—¿Quieres consultar algo?
—Sí. Si estoy en lo cierto sobre las palabras de la tablilla y forma parte de un conjunto, debe de haber otras similares y el lugar más adecuado para comenzar la búsqueda es en los museos. Existe una especie de intranet que resulta muy útil para hacer este tipo de búsquedas. Permite a la gente con el acceso adecuado (lo que, por supuesto, me incluye a mí) revisar tanto las piezas expuestas como las reliquias que están almacenadas en la mayoría de los museos de todo el mundo. Es una herramienta ideal para los investigadores, porque puedes estudiar un determinado objeto sin tener que desplazarte al museo en concreto.
Bronson apartó algunas cosas de la mesa, abrió su portátil y lo encendió. Luego esperó un par de minutos para que su Sony se conectara al wifi del hotel.
—¿Cómo funciona exactamente el sistema? —preguntó girando el Vaio hacia Ángela y observándola mientras introducía el nombre de usuario y la contraseña para acceder a la intranet de museos.
—Es bastante sencillo. En primer lugar, hay que rellenar algunos campos que sirven para identificar de forma aproximada lo que estoy buscando.
Mientras hablaba colocaba el cursor sobre una serie de casillas e insertaba breves detalles en los campos de texto del formulario. Cuando hubo completado la página, giró el portátil para que Bronson pudiera ver la pantalla tan bien como ella.
—Todavía no sabemos gran cosa sobre la tablilla, de manera que tenemos que ser bastante flexibles en nuestra búsqueda. En lo que respecta a la fecha, he sugerido entre el inicio del siglo I antes de la era cristiana y el final del II después de Cristo. Se trata de un periodo de trescientos años. Baverstock pensaba que la tablilla databa probablemente del siglo I de nuestra era, basándose en lo que consiguió traducir de la inscripción, pero dijo que no podía confirmármelo con toda seguridad. En cuanto al origen, he sido igual de imprecisa. He especificado Oriente Medio.
—¿Y qué me dices del objeto en sí?
En ese caso he sido bastante precisa, porque tenemos una idea bastante clara de lo que estamos buscando. Mira —dijo señalando con el dedo dos campos de texto en la parte inferior de la pantalla—, he especificado el material del que se compone y el hecho de que lleva una inscripción en arameo.
—Entonces, ¿podemos iniciar la búsqueda?
—Efectivamente. —Ángela movió el cursor hacia un botón etiquetado con la palabra «Buscar» y presionó.
Era evidente que la wifi del hotel era bastante rápida, porque los primeros resultados aparecieron en la pantalla en apenas unos segundos.
—Por lo que parece, hay cientos de tablillas que reúnen esas características —masculló Bronson.
—Miles, diría yo —añadió Ángela—. Ya te dije que las tablillas de barro son muy comunes. Tendré que aplicar algún otro filtro o no nos llevará a ninguna parte.
Tras echar un rápido vistazo al listado que aparecía en la pantalla, dijo:
—La mayor parte de estas datan de un periodo muy temprano. Si reduzco el margen de las fechas eliminaré un gran porcentaje. En caso de que no encontremos lo que estamos buscando, siempre estoy a tiempo de ampliarlo de nuevo.
Cambió los parámetros de búsqueda y restringió la fecha a los siglos I y II después de Cristo, pero los resultados seguían siendo varios cientos, demasiados para examinarlos con rapidez.
—De acuerdo —dijo—. Las tablillas de barro presentaban todo tipo de medidas y formas: cuadradas, rectangulares o redondas. Había incluso tablillas con forma de cilindro o de cono con la inscripción rodeando el exterior. He restringido la búsqueda a tablillas planas, pero sería muy útil si pudiera poner las dimensiones aproximadas de la que encontró Margaret O’Connor.
Bronson le entregó el CD que Kirsty le había preparado y ella recorrió con la vista las imágenes en la pantalla del portátil hasta que encontró la primera que mostraba la tablilla. Era evidente que Margaret O’Connor la había colocado sobre una cómoda de la habitación del hotel y luego la había fotografiado desde diferentes ángulos. En la mayoría de las instantáneas, la tablilla estaba bastante desenfocada, probablemente debido a la facilidad del enfoque automático para elegir un objeto diferente de la imagen. En tres de las fotografías se veía parte de un teléfono, incluida una sección del teclado.
—Esta podría servir —dijo Ángela—. A partir de aquí puedo hacer un cálculo aproximado de las medidas.
A continuación estudió con detenimiento la mejor imagen y luego anotó en un papel un par de cifras.
—Considero que debe de medir unos diez centímetros de ancho por quince de largo —dijo. Seguidamente tecleó esos números en la casilla correspondiente de la pantalla de búsqueda.
Esta vez, con unos parámetros mucho más restringidos, los resultados que proporcionó la intranet de museos fueron solo veintitrés, y ambos se inclinaron sobre el portátil para estudiarlos uno a uno.
Los primeros doce eran claramente diferentes de la fotografía de la tablilla que había cogido Margaret O’Connor, pero la quinta imagen mostraba una extraordinaria similitud.
—Esta se parece mucho —dijo Ángela.
—¿Y qué me dices de la inscripción? —inquirió Bronson.
Ángela estudió la imagen con detenimiento y guardó una copia en el disco duro de su portátil.
—Podría ser arameo —dijo—. Revisaré la inscripción.
Seguidamente presionó sobre una de las opciones y apareció una media página de texto, reemplazando la fotografía de la tablilla.
Ángela le echó un vistazo, giró el ordenador para que Bronson pudiera verlo y se recostó sobre el respaldo de su asiento.
—Es francés —anunció—. Te toca a ti, Chris.
—De acuerdo. La tablilla se encuentra en un museo, lo que no resulta sorprendente. De hecho, está en París. La compraron hace veinte años a un marchante de antigüedades de Jerusalén como parte de un lote de reliquias. La inscripción sí que está en arameo, y la tablilla ha sido etiquetada como curiosidad, porque aparentemente el texto es solo una serie de palabras que parecen escritas al azar. Por lo visto tenías razón. Es otra.
—¿Dice algo sobre la finalidad con que fue escrita?
Bronson asintió.
—La descripción sugiere que podría haberse utilizado para enseñar a la gente a escribir arameo o que podrían ser los deberes de alguien, que es más o menos lo que dijo Baverstock, ¿verdad? En cualquier caso, el museo piensa que se coció accidentalmente, o bien porque estaba mezclada por error con tablillas que fueron cocidas deliberadamente o porque se produjo un incendio en el lugar donde se conservaba.
—Eso tiene sentido. Las tablillas de barro se creaban con la intención de reutilizarlas varias veces. Cuando la inscripción había cumplido el propósito para el que fue escrita, se podía borrar la inscripción simplemente pasando por la superficie la hoja de un cuchillo o algo similar. Las únicas tablillas que se solían cocer eran las que documentaban algo considerado de gran importancia, como informes financieros, registros de propiedad y ese tipo de cosas. Y una tablilla cocida es prácticamente indestructible, a menos que la rompas con un martillo o con algún otro objeto contundente.
—Aquí hay algo más. —Bronson miró a la parte inferior del texto que aparecía en la pantalla. Bajó el cursor y presionó en otro enlace—. Esta es la inscripción original en arameo —dijo mientras la pantalla cambiaba y mostraba dos bloques de texto—, y debajo está la traducción al francés de lo que dice. Deberíamos hacer una copia.
—No podría estar más de acuerdo —respondió Ángela. Seguidamente copió una imagen de la página web en su disco duro y añadió—: ¿Qué dice exactamente la traducción? Tengo la sensación de que muchas de estas palabras se repiten.
—Efectivamente. Muchas palabras aparecen más de una vez y, en general, parece que las hubieran elegido al azar. Tiene que formar parte del mismo conjunto. ¿Crees que merece la pena ir al museo a verla?
—Espera un segundo —dijo Ángela. A continuación apretó el botón del ratón para volver a la página de la descripción—. Veamos primero si está expuesta. ¿Qué dice?
Bronson escudriñó la pantalla.
—Aquí pone: «En almacén. Los investigadores acreditados pueden acceder a ella por medio de una solicitud escrita con un mínimo de dos semanas de antelación». Luego explica a quién hay que escribir si estás interesado y qué tipo de credenciales acepta el museo. —A continuación suspiró—. Bueno, entonces eso es todo, ¿no es así? Porque imagino que no iremos a París en un futuro cercano.