—Te has vuelto a equivocar —gruñó el hombre alto con el rostro paralizado.
Seguidamente dio un paso hacia delante y propinó un severo revés al hombre herido, que estaba sentado justo delante de él, con los brazos y las piernas atados a la silla y la cabeza reposando sobre su pecho.
Amer Hammad estaba a punto de morir y lo sabía. No estaba seguro de si el hombre alto finalmente perdería la paciencia y le volaría la tapa de los sesos, o si moriría antes desangrado por la hemorragia.
Cuando los tres guardas le habían llevado a rastras de vuelta a la casa, lo primero que hicieron fue llamar a su jefe. A continuación le amarraron las muñecas y le colocaron una rudimentaria venda alrededor la fea herida que tenía en el muslo izquierdo, la que le había producido la bala cuando atravesó el músculo, abriendo un profundo orificio. Aquello había reducido la hemorragia, pero no había conseguido detenerla, y Hammad podía ver un charco de sangre que se extendía en el suelo bajo sus pies.
El interrogatorio estaba teniendo lugar en una pequeña estancia de forma cuadrada situada en una esquina del complejo. Las oscuras manchas repartidas por el agrietado suelo de cemento evidenciaban que aquel cuchitril había sido utilizado anteriormente para propósitos similares.
—Te lo preguntaré una vez más —le espetó el hombre alto—. ¿Con quién estabas y qué buscabais?
Lo miró fijamente durante un largo instante y luego agarró un palo de madera que estaba en el suelo. Uno de los extremos terminaba en una punta afilada. El cautivo lo miró aterrorizado a través de sus ojos entreabiertos, magullados y cubiertos de sangre.
El hombre alto colocó la punta de la estaca con cuidado sobre la venda ensangrentada que rodeaba el muslo de Hammad y sonrió. La mitad derecha de su rostro permaneció inmutable.
—Probablemente piensas que ya te he hecho bastante daño, amigo mío, pero la verdad es que acabo de empezar. Antes de que termine contigo estarás suplicando que acabemos con tu vida.
Conforme hablaba aumentaba la presión que ejercía con el trozo de madera, retorciendo e introduciendo el extremo puntiagudo en la venda y en la herida abierta.
La sangre comenzó a brotar y Hammad soltó un alarido mientras el insoportable dolor daba una nueva dimensión a su agonía.
—¡Para! ¡Para! —gritó mientras su voz se transformó de un gimoteo en un aullido—. ¡Para, por favor! Te diré todo lo que quieras saber.
—Sé muy bien que lo harás —dijo el hombre alto presionando aún más.
La cabeza de Hammad salió disparada hacia atrás cuando un torrente de dolor le inundó los sentidos y después cayó hacia delante, inconsciente.
—Ponedle otra venda en la pierna —ordenó el hombre alto—. Después lo despertaremos.
Diez minutos más tarde, un cubo de agua fría y un par de bofetadas hicieron que Hammad recobrara el conocimiento. El hombre alto se sentó en una silla frente a él y clavó bruscamente la astilla de madera en el estómago del cautivo.
—Bien —dijo—. Empieza desde el principio y no te dejes nada.