25

Izzat Zebari esperó hasta la una de la madrugada, cuando las luces de la casa llevaban ya más de una hora apagadas, para dirigirse hasta las puertas de doble chapa de acero y lanzar por los aires dos grandes filetes de carne cruda en el interior del complejo. Mientras volvía atrás y se camuflaba en la oscuridad, oyó un ligero gruñido y el rápido correteo de las pezuñas de los dos perros de guardia que salían de sus casetas para investigar la intrusión.

—¿Cuánto tiempo tardará en hacer efecto? —preguntó Hammad cuando Zebari se deslizó al interior del coche que había aparcado en una desierta calle lateral, a unos cien metros de allí.

A Hammad le correspondía ocuparse de todas las alarmas antirrobo u otros dispositivos electrónicos que encontraran en la propiedad. En el suelo, junto a él, había un pequeño maletín de tela en el que guardaba las herramientas adecuadas y demás equipamiento. Zebari lo sabía porque Hammad había abierto y controlado el contenido al menos seis veces desde que habían vuelto al coche. Habían descendido la colina con precaución justo antes de que oscureciera por completo, y desde entonces esperaban pacientemente en el interior del vehículo.

—Una media hora —respondió Zebari—. Basta esperar a que las drogas hagan su trabajo. Mi amigo, el químico, calculó la dosis con mucho esmero.

Zebari aguardó otros cuarenta y cinco minutos antes de dar la orden para ponerse en marcha. Bajaron del coche, cerraron las puertas con el máximo cuidado, intentando no hacer ruido, y abrieron el maletero para sacar el resto del equipamiento. El objeto más grande era una escalera plegable lo suficientemente alta para alcanzar la parte superior del muro que bordeaba la propiedad.

Minutos más tarde se agazaparon junto a la tapia y, gracias a sus ropas completamente negras, eran prácticamente invisibles en la oscuridad. Rápidamente Hammad y Zebari montaron la escalera encajando las diferentes partes, para después apoyar la base en el suelo. El extremo superior estaba acolchado con piezas de tela y no hizo ningún ruido cuando Zebari la apoyó contra la parte más alta del muro.

—De acuerdo, sube —ordenó Zebari en un susurro.

Hammad trepó silenciosamente casi hasta el último escalón y examinó el muro con detenimiento, apuntando hacia ambos lados con un bolígrafo luminoso cuyo haz de luz apenas era visible. A continuación, sacó un pulverizador de su maletín de tela, apretó la boquilla, y la dirigió hacia la zona superior del muro, justo donde tendrían que superarlo. Seguidamente, descendió de nuevo.

—No he visto ningún cable o almohadillas de compresión, ni tampoco sensores infrarrojos o láser —informó.

—Genial —susurró Zebari—. Probablemente confían ciegamente en los perros. ¡Vamos!

Los dos hombres treparon por la escalera, se encaramaron al borde del muro y se sentaron a horcajadas. Luego Hammad alzó la escalera y la bajó hasta el suelo del interior del jardín.

Tras descender rápidamente, Zebari se acercó con sigilo hasta la parte delantera de la casa para comprobar que los dos perros dormían a pierna suelta. Luego, ambos corrieron hasta la parte trasera de la vivienda.

En el centro del muro posterior había una antigua puerta de madera bastante sólida, decorada con un diseño aleatorio donde destacaban las tachuelas de acero, equipada con un enorme cerrojo antiguo.

Zebari lo señaló con el dedo, pero Hammad sacudió la cabeza con decisión.

—Seguramente está protegida con una alarma —dijo, y dirigió su atención a las ventanas situadas a ambos lados. Como en la mayoría de las casas marroquíes, estas eran cuadradas y de un tamaño bastante reducido, para proteger a los habitantes del intenso calor del sol. Hammad se puso de puntillas y, con la ayuda de su bolígrafo luminoso, inspeccionó cuidadosamente el marco en busca de cables o contactos que pudieran estar conectados a un sistema antirrobo.

—Ahí lo tienes —susurró—. Un simple contacto que se acciona cuando abres la ventana, pero no hay ningún sensor en el cristal. Entraré por ahí y así podré abrir la puerta desde el interior.

Tras retomar su posición inicial, sacó un rollo de cinta adhesiva y pegó varias tiras en el centro del panel, dejando un trozo no muy largo al que poder agarrarse. Luego pasó un cortador con punta de diamante por todo el borde del cristal, lo más cerca posible del marco, y golpeó con el puño en el extremo del panel. Con un crujido, todo el panel de vidrio se desplazó hacia dentro y Hammad pudo separarlo del marco. No sonó ninguna alarma.

A continuación apoyó el cristal contra el muro a una distancia prudencial y luego, con la ayuda de Zebari, se encaramó y se introdujo en la propiedad. Zebari le pasó la bolsa de tela con las herramientas y esperó.

No habían pasado ni tres minutos cuando Hammad, una vez desactivada la alarma, entreabrió la puerta trasera justo lo necesario para que Zebari se deslizara hacia el interior.

Este dirigió la expedición por el corto pasillo, mientras Hammad controlaba todas las puertas con detenimiento, en busca de cables o alguna otra señal que indicara la existencia de un sistema de alarma. Seguidamente las abría y revisaba las habitaciones con ayuda de una linterna. La tercera puerta que abrió daba a una gran sala cuyas cuatro paredes estaban cubiertas de vitrinas. Parecía la sala de exposiciones de algún museo.

—Déjame ver de nuevo la fotografía —susurró apuntando con la linterna a la hilera de vitrinas de madera, cuyos cristales delanteros reflejaban la luz por toda la estancia.

Zebari sacó un folio con una imagen impresa a color de su bolsillo, lo desdobló y se lo pasó a su compañero. Dexter se la había mandado por correo electrónico la noche anterior.

Durante unos segundos Hammad contempló la imagen del papel, luego hizo un gesto con la cabeza y se acercó a la primera vitrina empezando por su derecha. Zebari, por su parte, se dirigió a la izquierda y empezó a buscar por el otro lado.

Cuatro minutos después ambos tuvieron claro que la tablilla no estaba expuesta en ninguna de las vitrinas de la sala.

—¿Qué hacemos ahora? —susurró Hammad.

—Seguir buscando —dijo Zebari saliendo de la habitación en dirección al pasillo.

Al final de este había una puerta de doble hoja. Zebari la abrió y entró en la habitación.

—Ahí —dijo con una exhalación, señalando.

Resultaba evidente que la sala se utilizaba para la celebración de reuniones o acontecimientos sociales. Había unos veinte cojines de grandes dimensiones esparcidos por todo el suelo, sobre los cuales los invitados podían sentarse cómodamente con las piernas cruzadas, al estilo árabe. Las paredes blancas estaban decoradas con diversas alfombras y tapices cuya antigüedad y valor era más que evidente. Pero lo que había llamado la atención de Zebari era un único expositor en forma de caja rematado por una cubierta de cristal y situado en un extremo de la larga sala.

Los dos hombres la cruzaron a toda prisa y miraron hacia abajo. En el interior había un pedestal de plástico y, junto a él, una tarjeta con la fotografía a color de un pequeño objeto grisáceo de forma rectangular y un texto escrito en árabe.

—Ni rastro de la tablilla —susurró Hammad.

Zebari sacó de nuevo el folio y lo sostuvo por encima del expositor apuntando con la linterna alternativamente a la fotografía del papel y a la de la tarjeta que tenían delante.

—No, pero cogeré la tarjeta de todos modos. ¿Ves alguna alarma? —preguntó.

Hammad examinó con detenimiento la parte trasera y los laterales del expositor.

—No, solo veo el cable de luz —dijo señalando un corto tubo fluorescente montado en la parte posterior de la caja. A continuación dirigió su atención hacia el cierre que aseguraba la tapa de cristal—. Aquí tampoco hay nada —dijo.

—Bien —susurró Zebari. Seguidamente se inclinó hacia delante, soltó el cierre y levantó la tapa. Luego hizo un gesto a Hammad para que la sujetara y se dispuso a meter la mano.

—¡Espera! —susurró con urgencia mirando a la parte trasera de la vitrina que la tapa alzada había dejado al descubierto—. Creo que eso es un sensor de infrarrojos.

Pero era demasiado tarde. Antes de que quisieran darse cuenta, las luces de seguridad comenzaron a encenderse y apagarse fuera de la propiedad, se activaron la mayor parte de las luces de la casa y una sirena comenzó a aullar.

—¡A la puerta de atrás! —ordenó Zebari agarrando la tarjeta y metiéndosela en el bolsillo—. ¡Corre!

Recorrieron a toda velocidad el pasillo, abrieron la puerta trasera de un empujón y se precipitaron hacia la escalera que estaba apoyada contra el muro que rodeaba la finca. Zebari llegó primero, Hammad iba justo detrás de él.

Una vez alcanzaron la parte superior del muro, Zebari se agarró con ambas manos a la rugosa piedra, se descolgó todo lo que pudo hacia el exterior y se dejó caer. Al tocar el suelo dobló las rodillas de forma inconsciente, absorbiendo con sus piernas el impacto. Aun así, perdió el equilibrio hacia una lado y rodó una vez, luego se puso en pie ileso.

Justo en ese momento ovó una ráfaga de disparos que provenía del otro lado del muro.

Desde su precaria posición, cercana a la parte superior de la escalera, Hammad se giró y miró hacia el terreno de la propiedad. Habían aparecido tres hombres, dos provenientes de la parte delantera de la casa y uno de la posterior, y todos ellos disparaban hacia él con pistolas.

Sus posibilidades eran nulas. Debido a que su negra silueta contrastaba con la pintura blanca del muro, Hammad fue alcanzado casi de inmediato. Cayó hacia un lado, soltando un alarido de dolor cuando impactó contra el suelo.

Mientras, en el exterior de la finca, Zebari corría como alma que lleva el diablo buscando refugio en el coche. Mientras lo hacía, oyó nuevos disparos que retumbaban a sus espaldas cuando uno de sus perseguidores alcanzó la parte superior de la escalera y empezó a disparar.