Apenas un instante después de poner un pie en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto Mohamed V de Casablanca, Ángela Lewis miró a su alrededor y divisó a Bronson. Era unos cinco centímetros más alto que la mayoría de los lugareños que pululaban por allí, pero lo que realmente le hacía destacar entre todos ellos era su forma de vestir evidentemente occidental (pantalones informales grises, una camisa blanca y una chaqueta color claro), además de una tez relativamente pálida bajo su alborotada mata de pelo negro. A todo eso, había que sumarle su innegable atractivo, que siempre hacía que Ángela sintiera un escalofrío de placer.
Nada más verlo, una repentina sensación de alivio invadió todo su cuerpo. Sabía que estaría allí porque se lo había dicho, y su ex marido era cualquier cosa menos desleal, pero hasta aquel momento, en lo más profundo, había albergado una ligera duda. Su principal miedo era que le hubiera sucedido algo y encontrarse sola en Casablanca sin saber a quién recurrir, una posibilidad que le había estado atormentando todo el viaje.
Con una sonrisa de oreja a oreja comenzó a abrirse paso entre la gente. Bronson la vio acercarse y la saludó con la mano. Segundos después se situó frente a ella y sus fuertes brazos agarraron su cuerpo y lo atrajeron hacia el suyo sin que ella ofreciera la más mínima resistencia. Durante un rato permanecieron abrazados, luego ella dio un paso atrás.
—¿Qué tal el vuelo? —le preguntó cogiendo su maleta y la bolsa del portátil.
—Bastante normalito —respondió Ángela, intentando disimular la enorme satisfacción que le producía volver a verle—. Para variar, los asientos eran demasiado estrechos, y la comida de a bordo, un asco. Estoy muerta de hambre.
—Eso tiene fácil arreglo. Tengo el coche fuera.
Veinte minutos más tarde, ambos se encontraban sentados en un restaurante a las afueras de Casablanca, observando que el camarero disponía un enorme plato de tajín de cordero sobre su mesa.
El local estaba a la mitad de su capacidad, pero Bronson rechazó categóricamente la oferta de sentarse junto a una de las ventanas o cerca de la puerta. En vez de eso, insistió en instalarse en una mesa al fondo, junto a un grueso muro. A pesar de que. Ángela hubiera preferido tomar asiento en un lugar donde poder ver al resto de los comensales (siempre le había gustado observar a la gente), Bronson decidió ocupar la silla que le proporcionaba una clara visión de la puerta para controlar a todo el que entraba.
—Te preocupa mucho todo este asunto, ¿verdad? —preguntó ella.
—¡Maldita sea! ¡Y tanto que me preocupa! No me gusta un pelo lo que ha pasado, ya sea en Marruecos o en Londres —respondió Bronson—. Hay algo muy feo en todo esto y las personas implicadas han demostrado ser unos auténticos desalmados, de manera que estoy tomando todas las precauciones posibles. No creo que nos hayan seguido hasta aquí, pero prefiero no correr riesgos. Y ahora, cuéntame lo que sucedió en tu apartamento.
—Un segundo. —El móvil de Ángela había comenzado a sonar en el interior de su bolso y ella lo pescó rápidamente y contestó a la llamada.
—Gracias —dijo después de un rato—. En realidad ya lo sabía. ¿Sabes si se ha presentado la policía? La llamé cuando salía del apartamento.
A continuación hizo otra pausa para escuchar las explicaciones de la persona que se encontraba al otro lado del teléfono.
—Bien. Gracias de nuevo, May. Escucha, estaré fuera del país unos días. ¿Me harías el favor de llamar a un cerrajero? Cuando vuelva, hacemos cuentas.
Ángela cerró el móvil y miró a Bronson.
—Era mi vecina del apartamento de Ealing —explicó—. Nada que ya no supiera, excepto que la policía sí que se presentó. No estaba segura de que fueran a molestarse. Por lo visto me han destrozado el piso. Por extraño que parezca, creen que no se llevaron gran cosa, si es que se llevaron algo. May dice que la televisión y el equipo de música siguen en su sitio, pero han vaciado todos los cajones y armarios.
—Eso me suena —dijo Bronson—. Entonces, ¿escapaste por la salida de incendios?
Ángela tragó saliva y cuando volvió a hablar su voz sonaba algo trémula.
—Así es. Solo tuve tiempo de agarrar el bolso y el portátil y salir pitando. Uno de los tipos… —Se detuvo, bebió un trago de agua—. Uno de ellos salió corriendo detrás de mí. El otro debió de bajar por la escalera interior, porque cuando corrí hacia la parte delantera descubrí que me estaba esperando.
—¡Dios mío, Ángela! Debió de ser terrible. —Bronson estiró las manos, cogió las suyas y las apretó con delicadeza—. ¿Cómo conseguiste escapar?
—Le pegué con la bolsa del portátil. Logré golpearle en un lado de la cabeza y eso me dio tiempo para llegar hasta la calle. En ese momento pasaba un taxi, salí disparada hacia él y salté dentro. Por suerte, el conductor había visto lo que estaba pasando y arrancó antes de que los dos tipos pudieran alcanzarme.
—A Dios gracias existen los taxistas de Londres.
Ángela asintió con entusiasmo.
—Si no hubiera sido por él, me habrían cogido. La calle estaba llena de gente, Chris. Había un montón de peatones, pero a esos tipos no les importó. Estaba muerta de miedo.
—Bueno, aquí estarás a salvo —la tranquilizó él—. O, al menos, eso espero.
Ángela asintió de nuevo y se recostó en su asiento. Explicar lo que había sucedido había tenido un efecto catártico y ella misma sentía que empezaba a recobrar la calma.
—La buena noticia es que mi portátil parece haber sobrevivido al impacto. Además, aproveché el rato que pasé en Heathrow para hacer algunas compras terapéuticas. Es por eso que llevo una maleta nueva y todo lo demás.
—No me había dado cuenta —admitió Bronson.
—Lo sé —dijo Ángela—. Al fin y al cabo, eres un hombre.
—Haré como que no he oído nada —dijo Bronson esbozando una sonrisa burlona—. Espero que sepas que me alegro mucho de que estés aquí.
—Bueno, antes de empezar —dijo Ángela poniéndose seria de repente—, necesitamos establecer unas normas básicas. Me refiero entre tú y yo. Tú estás aquí porque intentas averiguar lo que les sucedió a los O’Connor, y yo porque estaba asustada por lo que sucedió en Londres.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Estos últimos meses nuestra relación ha ido a mejor, pero aún no estoy preparada para dar el siguiente paso. No tengo ninguna gana de volver a sufrir, así que dormiremos en habitaciones separadas, ¿de acuerdo?
Bronson asintió, aunque su decepción era más que evidente.
—Como quieras —masculló—. En realidad ya te había reservado una habitación aparte.
Ángela se inclinó hacia delante y le cogió la mano.
—Gracias —dijo—. Quiero que hagamos las cosas bien.
Bronson asintió, pero su rostro seguía mostrando preocupación.
—Hay una cosa que quiero que entiendas, Ángela. El hecho de estar en Marruecos no quiere decir que estemos más seguros —dijo. A continuación le explicó lo que había sucedido en el hotel de los Philips y añadió—: Ya te conté lo de la banda de matones que me persiguió. Me he cambiado de hotel por si se las hubieran arreglado para averiguar dónde me alojaba, pero tenemos que intentar pasar lo más desapercibidos posible.
—Me lo imaginaba —respondió Ángela con una sonrisa—. Por cierto, ¿cómo está David Philips?
—Bien. Ni siquiera necesitó que le dieran puntos. Tiene una fuerte contusión en la frente e imagino que tendrá un dolor de cabeza de los que hacen historia. El que lo atacó debió de usar una porra o algún objeto similar.
—¿Y no crees que pudiera tratarse de un simple ladrón interesado en robar su portátil?
—No. Revisé la habitación y, aunque era evidente que lo habían revuelto todo, solo faltaba el portátil. El ladrón ignoró los pasaportes, que estaban encima del escritorio, y ni siquiera tocó el dinero o las tarjetas de crédito que David Philips llevaba en el bolsillo. En realidad, el robo fue casi idéntico al de su casa de Kent. En ambos casos parece como si el ladrón solo estuviera interesado en sus ordenadores.
—¿Y eso qué significa?
—Los ordenadores no tenían ningún valor por sí mismos, así que los ladrones debían de estar interesados en el contenido de los discos duros, es decir, en las fotografías de la tablilla. ¿Crees que puedes fiarte del tipo del museo Británico? Lo digo porque, independientemente de lo que piense del pedazo de arcilla chamuscado, hay alguien, aparentemente con conexiones internacionales, que lo considera lo suficientemente valioso como para montar varios robos simultáneos en dos países diferentes y noquear a David Philips cuando se interpuso en su camino.
Ángela no parecía del todo convencida.
—Le pedí a Tony Baverstock que le echara un vistazo a las fotos y es uno de nuestros mejores especialistas en lenguas arcaicas. No estarás insinuando que tiene algo que ver en todo esto, ¿verdad?
—¿Quién más sabía de la existencia de la tablilla de barro? Me refiero a la gente del museo.
—Ya entiendo adonde quieres llegar. Nadie.
—Entonces, nuestro sospechoso número uno debe de ser Baverstock. Lo que significa que igualmente podría estar involucrado en el asalto a tu casa. Es más, también es posible que todo lo que te dijo sobre la tablilla tuviera como objetivo despistarte. Por cierto, ¿qué te dijo?
Ángela se encogió de hombros.
—Cree que la tablilla tenía una finalidad didáctica, algo así como un libro de texto, e insistió en que carecía de valor.
Bronson sacudió la cabeza.
—Pues algún valor debe de tener, porque sigo pensando que los O’Connor murieron porque alguien intentaba recuperarla.
—Pero Margaret también hizo fotos de una pelea en el zoco. ¿No crees que tal vez los asesinos quisieran silenciarla por esa razón y que robaran la cámara para eliminar las pruebas?
—No lo descarto, pero esa sería solo una parte de la explicación. Demostraría por qué la cámara y el USB no se encontraron entre los restos del accidente —reconoció Bronson—, pero, a menos que Margaret O’Connor se deshiciera de la tablilla antes de dejar Rabat, alguien tuvo que cogerla.
—¿Y no puede ser que se limitara a tirarla?
—No. Kirsty me dijo que su madre tenía intención de regresar al zoco al día siguiente para devolvérsela al marroquí que la había perdido y que, si no lo encontraba, se la llevaría a casa como recuerdo del viaje. Lo escribió todo en un correo electrónico que le mandó la noche antes de que dejaran el hotel. Sin embargo, por aquel entonces, el cuerpo del tipo estaba tirado en el suelo de la medina con una herida de arma blanca en el pecho. Kirsty recibió un último mensaje de su madre a la mañana siguiente diciendo que había visto el cadáver, y Talabani me confirmó que era uno de los hombres que Margaret O’Connor fotografió.
—Entonces, ¿no le dijo a nadie lo que pensaba hacer con la tablilla?
—No. Su último mensaje fue muy breve. Probablemente lo envió mientras su marido pagaba la cuenta del hotel o sacaba el coche. —Bronson hizo una pausa y se inclinó hacia delante—. Ahora hablemos de la tablilla. ¿Qué has averiguado?
—Como ya te dije por teléfono, el texto está escrito en arameo, pero Baverstock me dijo que solo había conseguido traducir una línea. Creo que, al menos en eso, estaba siendo sincero, porque sabe que yo tengo ciertas nociones de arameo. Si hubiera intentado engañarme, lo habría descubierto con solo comparar su traducción con el original.
—¿Y lo hiciste?
—Sí. Estuve estudiando un par de líneas de la fotografía y llegué a la misma conclusión.
—De acuerdo —admitió Bronson a regañadientes—. De momento, daremos por hecho que su traducción es fiel al original. Cuéntame lo que dijo.
—En esa única línea del texto, las palabras están claras, pero no tienen sentido. Te he escrito en un papel la traducción de esa línea y otro par de palabras más.
—¿Y la tablilla tiene algo de especial? Quiero decir, ¿algo por lo que merezca la pena robar o incluso matar?
—Nada. Baverstock descubrió la mitad de una palabra que podría referirse a la comunidad de los esenios en Qumrán, pero ni siquiera eso es concluyente.
—¿Qumrán? ¿No es el sitio donde encontraron los manuscritos del mar Muerto?
—Sí, pero ese dato, probablemente, es irrelevante. Según Baverstock la tablilla no sería originaria de Qumrán, sino que simplemente haría mención al lugar. Lo que resulta interesante es que una de las otras pocas palabras que tradujo era «codo».
—¿Y qué sería un codo? —preguntó Bronson.
—Era una unidad de medida equivalente al antebrazo de un hombre, de manera que era bastante variable. Se conocen al menos doce medidas diferentes, que van desde el codo romano de unos dieciocho centímetros hasta el codo árabe de Ornar, el más largo de todos ellos, que alcanzaba casi sesenta y cuatro centímetros. No obstante, la aparición de esta palabra apunta a que la tablilla esté escrita en algún tipo de código y podría estar indicando la ubicación de algo que está escondido. Tal vez ahí radica su importancia.
—Es evidente que no queda otra alternativa —dijo Bronson—. Si la traducción de Baverstock es fiable, la inscripción tiene que estar codificada de alguna manera. No existe ninguna otra posibilidad.
—Estoy de acuerdo contigo. Mira. —Ángela abrió el bolso y buscó algo en su interior—. Aquí tienes la traducción del arameo.
Bronson agarró la hoja tamaño folio que ella le ofrecía y echó un rápido vistazo a la lista de media docena de palabras.
—Ya veo a qué te refieres —dijo observando el texto con mayor detenimiento—. ¿Comentó Baverstock la posibilidad de que se tratara de un texto codificado?
—No, pero su especialidad son las lenguas arcaicas, no los códigos. Eso es algo que yo sí domino. La buena noticia es que nos encontramos ante un objeto de unos dos milenios de antigüedad. Y eso supone una ventaja porque, aunque existen muy pocos ejemplos conocidos de códigos secretos o claves que daten de esa época, los que sí conocemos son extremadamente sencillos. Probablemente el más famoso sea el código secreto de César, que supuestamente utilizaba Julio César en el siglo I antes de Cristo para comunicarse con sus generales. Se trata de un código monoalfabético de sustitución bastante elemental.
Bronson resopló. Sabía que Ángela había estudiado algo de criptología como parte de un proyecto del museo.
—No te olvides de que soy un simple poli. Eres tú la que tiene el cerebro.
Ángela soltó una carcajada.
—¿Por qué será que no acabo de creer lo que me dices? —A continuación inspiró profundamente y continuó—: Cuando usas el código César escribes el texto lisa y llanamente, aplicas el desplazamiento que tú quieras al alfabeto y luego transcribes el mensaje.
El rostro de Bronson seguía mostrando la misma expresión de perplejidad, así que Ángela apartó a un lado el plato vacío y sacó de su bolso un trozo de papel y un bolígrafo.
—Te pondré un ejemplo. Imagina que tu mensaje es «Avanzad» —dijo escribiendo la palabra en mayúsculas—, y que decides aplicar un desplazamiento de tres a la derecha. Para ello escribes el alfabeto y, a continuación, lo reescribes debajo pero desplazando cada letra tres espacios en esa dirección, lo que se denomina rotación derecha con clave de tres. De este modo la «A» se encontraría justo encima de la «D», la «B» sobre la «E», etcétera. En este caso el mensaje cifrado «Avanzad» se leería DYDQCDG. El problema más evidente de este método es que cada vez que aparece una determinada letra en el texto normal, se repite la misma letra cifrada en el texto codificado. Así, en este ejemplo, que contiene solo una palabra, la letra «D» se repite tres veces, y a cualquiera que intente descifrar el mensaje, le basta utilizar un análisis de frecuencia para conseguirlo.
Ángela miró expectante a Bronson, que sacudió la cabeza.
—Lo siento, eso también tendrás que explicármelo.
—De acuerdo —dijo Ángela—. El análisis de frecuencia es el método más sencillo para romper criptogramas básicos. Las doce letras más comunes en inglés son, por este orden: E, T, A, O, I, N, S, H, R, D, L y U. Para recordarlas yo suelo dividirlas en dos palabras: ETAOIN SHRDLU. Además, es muy probable que ya conozcas el ejemplo más famoso del cifrado César.
—¿Ah, sí? —Bronson, desconcertado, sacudió la cabeza—. Tendrás que ayudarme.
—2001 —dijo Ángela recostándose en su silla—. 2001: Una odisea en el espacio. La película de ciencia ficción —añadió.
Bronson frunció el entrecejo y luego su rostro se iluminó.
—¡Ah, sí! —dijo—. El director no quería usar el acrónimo IBM para llamar al ordenador de la nave, así que se les ocurrió llamarlo HAL que, si te he entendido correctamente, está usando el cifrado César con una rotación a la derecha con clave de uno.
—Exacto. Existe otro ejemplo algo estrambótico —dijo Ángela—. Si le aplicas una rotación a la izquierda de diez a la palabra francesa «oui» se convierte automáticamente en «yes».
—¿Y crees que es posible que hayan utilizado algo parecido en este caso?
—No —respondió Ángela con rotundidad—. Por una sencilla razón: las palabras en arameo son perfectamente legibles. Una de las carencias más evidentes del cifrado de César es que todas las palabras del texto se convierten en una amalgama de letras, lo que evidencia claramente que el texto está codificado. Sin duda, este no es el caso.
—¿Qué me dices de algún otro tipo de código? —preguntó Bronson.
—Con todos ellos nos encontramos con el mismo problema. Siempre que se codifican palabras individuales, estas dejan de parecer reconocibles y acaban por convertirse en una mera colección de letras. Las palabras de esta tablilla —dijo Ángela golpeando ligeramente el papel que estaba delante de Bronson— están en arameo y sin codificar. Pero eso no significa que el texto no oculte algún tipo de mensaje secreto.
—Tendrás que explicármelo un poco mejor —dijo él—. Pero espera a que estemos de vuelta en la carretera.
—Aguarda aquí un momento —dijo Bronson al llegar a la puerta del restaurante—. Quiero asegurarme de que no haya nadie esperándonos. Cuando acabe, traeré el coche.
Ángela lo observó mientras caminaba por entre los coches aparcados y examinaba el interior de todos ellos. Cuando finalmente detuvo el coche de alquiler delante del restaurante, cruzó la puerta y subió al vehículo.
—Entonces, si las palabras no están codificadas, ¿cómo es posible que el texto esconda un mensaje? —preguntó Bronson mientras salían a la carretera principal.
—En vez de la sustitución alfabética, se puede usar la sustitución de palabras. El truco consiste en elegir unas palabras concretas que signifiquen algo completamente diferente. Los grupos terroristas islámicos llevan mucho tiempo haciéndolo. En vez de decir algo como «Colocaremos la bomba esta tarde a las tres», dicen «Entregaremos la fruta esta tarde a las tres».
—De este modo la frase sigue teniendo sentido, pero el significado aparente es completamente diferente del real —dijo Bronson.
—Exacto. Poco antes del atentado contra el World Trade Center, el jefe de los terroristas, Mohamed Atta, se puso en contacto con su supervisor y le envió un mensaje que no tenía ningún sentido para las fuerzas de seguridad estadounidenses de la época. Usó una frase con una locución que más o menos decía: «Un pastel con un rabo hacia abajo y dos bastones». Usando un poco la imaginación te das cuenta de que, en realidad, haría referencia a los números nueve y once, y que le estaba revelando a su contacto en Al Qaeda la fecha exacta en que se llevarían a cabo los atentados contra Estados Unidos.
—¿Y en esta tablilla?
Ángela sacudió la cabeza en la oscuridad del coche, mientras los faros formaban un túnel de luz que se adentraba en la carretera, prácticamente desierta, que se extendía ante ellos.
—No creo. Solo porque las frases no tengan sentido, no significa que el texto incorpore algo parecido.
Seguidamente hizo una pausa y miró por la ventana lateral hacia el despejado cielo nocturno. Se encontraban ya a varios kilómetros de Casablanca y, lejos de la contaminación lumínica de la ciudad, las estrellas parecían más brillantes y cercanas, e incluso mucho más numerosas, de lo que jamás había visto. En ese momento volvió a mirar a Bronson y vislumbró su marcado perfil iluminado por la débil luz verde jade que emitía el panel de control.
—Pero existe una posibilidad que todavía no hemos considerado.