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Dos hombres vestidos completamente de negro estaban tumbados en la ladera de la colma, cerca de un macizo de arbustos, mirando con sendos binoculares compactos en dirección a la casa situada en el valle encontraba a sus pies.

Después de recibir la llamada de Dexter, Zebari había pasado un buen rato pegado al móvil haciendo algunas investigaciones. Las respuestas que había recibido le habían llevado hasta allí: la tablilla de barro había sido robada a un hombre acaudalado, y aquel era el lugar donde guardaba la mayor parte de su colección. La casa tenía dos plantas y una gran terraza en la parte posterior que daba al jardín y desde la cual se divisaban las colinas. En la parte delantera había una zona de aparcamiento pavimentada a la que se accedía a través de una gran puerta de acero de doble hoja.

La propiedad estaba rodeada por altos muros que, en opinión de Zebari debían de medir unos tres metros de altura, pero eso no necesariamente debía suponer un obstáculo. Los muros, por muy sólidos que fueran siempre se podían escalar. Le preocupaban mucho más las alarmas electrónicas, y además estaban los perros, un incordio más del que tendría que ocuparse. Desde donde se encontraba se veían dos grandes animales de color negro, probablemente dóbermans o alguna raza similar, merodeando incansablemente por todo el complejo y mirando una y otra vez hacia la carretera a través de las puertas cerradas de metal. No obstante, con sendos trozos de carne cruda aderezados con un cóctel de barbitúricos y tranquilizante muy pronto estarían echándose un buen sueñecito.

Zebari miró a su alrededor y observó los raquíticos arbustos y matas que cubrían la cima y las laderas de la arenosa colina que había elegido como posición estratégica. Se encontraban más o menos a medio kilómetro de la casa, lejos de la mirada de los posibles vigilantes, y estaba prácticamente seguro de que nadie les había visto.

Seguidamente echó un vistazo en dirección oeste y vio que el sol se sumergía en el horizonte con un derroche de tonos rosas, azules y morados. Las puestas de sol de Marruecos eran espectaculares, sobre todo en las zonas cercanas a la costa atlántica, donde la combinación del aire limpio y puro con la suave curva del océano creaba un despliegue caleidoscópico que nunca dejaba de conmoverle.

—Cuando tú me digas —dijo su compañero casi en un susurro, a pesar de que no existía posibilidad alguna de que alguien pudiera oírlos.

—Esperaremos una hora más —murmuró Zebari—. Antes de actuar, necesitamos saber cuánta gente hay en la casa.

Unos minutos más tarde empezó a oscurecer y el cielo se tiñó de un color morado tirando a negro, para después pasar al negro intenso, y por encima de sus cabezas, la vasta e inmutable bóveda celeste, tachonada con la brillante luz de millones de estrellas, comenzó a revelarse lentamente.