Aquella tarde Dexter cerró la tienda en Petworth y se encontró con un hombre en una cafetería a las afueras de Crowborough. Cuando ambos terminaron sus respectivas bebidas, el anticuario le pasó por encima de la mesa un sobre cerrado. Una vez en el aparcamiento del exterior, sacó una caja de cartón de la parte trasera de la furgoneta blanca del otro individuo y la metió en el maletero de su BMW. Luego se marchó.
De regreso a Petworth, llevó la caja a su almacén y sacó el ordenador. Lo colocó en el banco que había de un lado a otro de la habitación, enchufó los periféricos y lo encendió. Quince minutos después, gracias a que lo había conectado también a una de sus impresoras, se encontraba observando media docena de fotografías que mostraban una tablilla de color marrón grisáceo y forma rectangular recubierta por algún tipo de escritura. Las imágenes no eran especialmente nítidas, y el texto no se distinguía con la claridad que había esperado, pero la calidad era mucho mejor que la de la imagen borrosa publicada por el periódico.
No tenía ni la menor idea de lo que significaba el texto, ni siquiera sabía en qué lengua estaba escrito. A continuación las metió en un sobre de papel manila, cerró el almacén con llave y regresó a la tienda. En la oficina de la trastienda tenía un potente ordenador con un enorme disco duro que contenía imágenes y descripciones de todo lo que había comprado y vendido durante años a través de la tienda y, en un compartimento separado, protegido por una contraseña alfanumérica de seis caracteres, también todos los detalles de sus ventas «extraoficiales».
Minutos más tarde comenzó a comparar las fotografías que acababa de imprimir con las imágenes de la tablilla que había vendido a Charlie Hoxton dos años antes.
Poco después se recostó sobre el respaldo de la silla con expresión de satisfacción. Tenía razón. La tablilla formaba parte de un conjunto, lo que la convertía en un objeto de gran importancia.