Si se quiere pasar desapercibido en una determinada situación, el cincuenta por ciento del éxito reside en tener la apariencia adecuada y el otro cincuenta en mostrar seguridad en sí mismo. Cuando el individuo de pelo oscuro y piel morena entró por la puerta principal del hotel Rabat vestido con un traje de corte occidental y llevando un gran maletín, tenía el aspecto de cualquier otro cliente y cuando cruzó el vestíbulo y se encaminó hacia la escalera principal, el recepcionista apenas le echó un rápido vistazo.
Al llegar al primer piso, se detuvo y llamó al ascensor. Una vez en el interior apretó el botón de la cuarta planta. Cuando se abrieron las puertas, salió, echó una rápida ojeada al cartel que indicaba la localización de las habitaciones y torció a la derecha. Poco después se detuvo ante la puerta en la que se leía el número 403, apoyó el maletín en el suelo y, tras ponerse un par de delgados guantes de goma, sacó una dura porra de caucho y llamó a la puerta con la otra mano. Entrando al hotel había visto que la mujer estaba tomando una copa en el vestíbulo, pero no tenía ni idea de dónde se encontraba el marido. Con un poco de suerte habría salido, en cuyo caso bastaría con usar las herramientas de cerrajería que guardaba en el delgado bolsillo de cuero de su maletín. Si, por el contrario, estaba en la habitación, peor para él.
En aquel momento oyó unos ruidos que provenían del interior, agarró con firmeza la porra y se puso un gran pañuelo blanco sobre la cara, como si se estuviera sonando la nariz.
David Philips abrió la puerta de par en par y asomó la cabeza.
—¿Sí? —preguntó.
Fue entonces cuando advirtió la presencia de un hombre de pelo oscuro justo delante de él, con la mayor parte de la cara cubierta por un trozo de tela blanco. Apenas un instante después cayó hacia atrás tras ver un objeto oscuro que cruzaba silbando en dirección a su rostro y se estrellaba contra su frente. Al principio vio unos destellos luminosos de color blanco y rojo que parecían estallar en el interior de su cráneo. Seguidamente perdió el conocimiento.
Su atacante echó un vistazo a ambos lados del pasillo, pero no había nadie a la vista. Cogió de nuevo su maletín, entró en la habitación y arrastró hacia dentro el cuerpo inconsciente de su víctima. Luego cerró la puerta.
La habitación no era grande, y apenas tardó cinco minutos en llevar a cabo un registro completo. Cuando abandonó el lugar, el peso de su maletín había aumentado considerablemente respecto a cuando llegó y, del mismo modo que sucedió a su entrada, dejó el hotel sin que nadie le prestara la más mínima atención.
—Siento mucho volver a molestarle con esta historia —dijo Bronson tomando asiento frente a Kirsty Philips.
Dickie Byrd le había llamado unos minutos antes para comunicarle que se había producido un allanamiento de morada en la casa de los Philips, una noticia que a Bronson no le gustó ni un pelo. Era evidente que el robo de su ordenador guardaba relación con lo sucedido en Marruecos, el problema era que Byrd no estaba del todo convencido de que así fuera.
—¿Cómo fue? —preguntó Kirsty con una mezcla de irritación y preocupación en su voz—. Quiero decir, ¿alguno de los vecinos vio algo?
—En realidad —dijo Bronson con una expresión de disculpa en su rostro—, varios de ellos presenciaron exactamente todo lo sucedido. Pensaron que ustedes habían regresado de Marruecos y que les traían un frigorífico o algo similar. Por lo visto llegaron dos hombres en una furgoneta blanca e introdujeron una gran caja de cartón en su vivienda. Estuvieron dentro unos cinco minutos y se llevaron su ordenador de mesa, supuestamente, dentro de la misma caja.
—¿Y solo se llevaron eso?
—Según una de sus vecinas, la señora Turnbull, sí. Echó un vistazo al interior de la casa y cree que solo robaron el ordenador. La buena noticia es que, a pesar de que lo revolvieron todo (por lo visto, vaciaron todos los cajones), no han causado ningún desperfecto, exceptuando la cerradura de la puerta de atrás. La señora Turnbull ya se ha encargado de que la cambien, y nos ha dicho que ella misma se ocupará de limpiarlo todo antes de su regreso.
Kirsty asintió con la cabeza.
—Siempre ha sido muy buena con nosotros. Es una mujer muy competente.
—Eso parece. Por cierto, ¿dónde está su marido?
—Ha subido un momento a la habitación, justo antes de que usted llegara. Debe de estar a punto de bajar.
Apenas dijo esto, Kirsty echó un vistazo hacia el vestíbulo y dio un respingo.
—¡David! —gritó echando a correr. David Philips caminaba tambaleándose por el vestíbulo con un hilo de sangre corriéndole por la mejilla.
Bronson y Kirsty llegaron hasta él más o menos al mismo tiempo. Juntos lo agarraron por los brazos y lo acompañaron hasta una silla en el bar.
—¿Qué demonios ha ocurrido? ¿Te has caído? —preguntó Kirsty tocando la herida de su frente con los dedos.
—¡Ah! ¡Eso duele, Kirsty! —refunfuñó Philips apartando la mano de su esposa—. No. No me he caído. Estoy convencido de que alguien me ha golpeado.
—No creo que necesite puntos, pero la contusión tiene muy mal aspecto —dijo Bronson observando la herida con detenimiento. El barman apareció junto a él con un puñado de pañuelos de papel.
Bronson los cogió y le pidió que trajera un vaso de agua.
—Preferiría algo un poco más fuerte —musitó Philips.
—No es para beber —dijo Bronson.
—¡Y un brandy! —gritó Kirsty al hombre que se alejaba.
Cuando regresó, Philips dio un trago al brandy mientras Kirsty humedecía los pañuelos de papel en el agua y limpiaba con cuidado la sangre del rostro de su marido, incluyendo la de la herida.
—Es evidente que tienes una brecha —dijo ella echando un vistazo a la carne abierta—, pero el corte no es tan profundo como para que te den puntos. Esto debería bastar para detener la hemorragia —añadió doblando unos pocos pañuelos y colocándolos sobre la contusión—. Ahora, sujétalo con la mano y cuéntanos lo que ha pasado.
—Estaba en la habitación —comenzó Philips— cuando oí que llamaban a la puerta. Fui a abrir y, antes de que me diera cuenta, un tipo me golpeó en la cabeza. No dijo ni una palabra, simplemente me noqueó. Cuando recuperé el sentido ya no estaba y también había desaparecido nuestro portátil.
Kirsty miró a Bronson con una clara expresión de terror en su rostro.
—Van detrás de nuestros ordenadores, ¿verdad? —inquirió.
Bronson ignoró la pregunta.
—Acabo de enterarme de que han entrado a robar en su casa —explicó a David—. Los ladrones se llevaron su ordenador de mesa.
—¡Oh! ¡Maldita sea!
—¿Hace cuánto tiempo que los compraron? —preguntó Bronson.
—Unos tres años —dijo David Philips—. ¿Por qué?
—En ese caso podemos considerarlos antiguos —dijo Bronson con rotundidad volviéndose hacia Kirsty—. Un ordenador de tres años podría valer, como mucho, unas doscientas libras. Y eso significa que, quienquiera que llevara a cabo estos dos robos, no estaba interesado en los ordenadores, sino en el contenido de los discos duros, es decir, los correos que su madre mandó y las fotografías que hizo.
—Entonces, ¿sigue pensando que la muerte de mis suegros se debió a un simple accidente de tráfico? —preguntó David Philips.
—Definitivamente, no —respondió Bronson sacudiendo la cabeza—. Es más, tengo la sensación de que ahora ustedes se han convertido en el objetivo principal, y la única razón que se me ocurre son las fotos que su madre tomó en Rabat. No hay ninguna otra explicación posible. ¿Han resulto ya las cuestiones de la repatriación?
David Philips asintió.
—Bien. Entonces creo que deberían volver a casa cuanto antes —resolvió Bronson—. Y una vez allí, no quiero que bajen la guardia. En este momento tiene solo un dolor de cabeza; la próxima vez, puede que no tenga tanta suerte.
Bronson se puso en pie para marcharse y miró de nuevo al matrimonio.
—Tengo una última pregunta que hacerles. Si estoy en lo cierto y los ladrones buscaban la información que tenían en el ordenador, es decir, las fotografías y demás, ¿guardaban copias en el otro?
—Sí —confirmó David Philips—. Los correos electrónicos estaban solo en el portátil de Kirsty, pero hice una copia de las fotografías y la puse en el ordenador de casa. En realidad, es una forma de curarse en salud. Siempre lo hacemos así, duplicamos regularmente los datos de los dos ordenadores. Lo que significa que, quienquiera que los robara, ahora tiene en su poder las fotografías de la pelea que presenciaron en el zoco y las de la tablilla que Margaret cogió. Y sin los ordenadores, nos hemos quedado sin pruebas.