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Los dos hombres que viajaban en la destartalada furgoneta Ford Transit tenían la típica apariencia de cualquier repartidor. Iban vestidos con vaqueros, camisetas y chaquetas de cuero, y calzaban zapatillas de deporte de aspecto mugriento. Además, ambos eran robustos y parecían encontrarse en perfecta forma. De hecho, trabajaban como repartidores para una pequeña empresa de Kent pero, de vez en cuando, realizaban una serie de encargos complementarios que era lo que les proporcionaba la mayor parte de sus ingresos.

Delante del asiento del conductor había un GPS sujeto al parabrisas con una ventosa, lo que hacía que el plano de la ciudad que el hombre sentado en el asiento del copiloto estudiaba con detenimiento resultara algo superfluo. No obstante, mientras su primera misión era encontrar la dirección correcta en Canterbury, también necesitaban identificar cuál era la mejor ruta para salir del barrio de casas de protección oficial y llegar a la carretera principal, y ambos preferían ver la disposición de las calles en un mapa en vez de confiar en la pequeña pantalla a color del GPS.

—Es esa —dijo el copiloto, señalando con el dedo—. La de la derecha. La que tiene un Golf aparcado delante.

El conductor se echó a un lado y detuvo la furgoneta a unos cien metros de la propiedad.

—Vuelve a marcar —ordenó.

Su compañero sacó un móvil, tecleó un número de teléfono y presionó el botón de llamada. Esperó unos veinte segundos y colgó.

—Siguen sin responder —dijo.

—Bien. Entonces vamos allá.

El hombre sentado al volante metió la primera y levantó el pie del freno. Unos segundos después se detuvo directamente en el lateral izquierdo de la casa adosada y apagó el motor de la furgoneta. Los dos hombres se pusieron sendas gorras de béisbol, bajaron del vehículo y, tras abrir las puertas traseras, sacaron una gran caja de cartón de su interior.

Juntos la llevaron por el pequeño camino que conducía hasta la puerta trasera, pasaron junto al Volkswagen que estaba aparcado en la entrada para coches y la depositaron en el suelo. Aunque un observador casual habría dado por hecho que la caja contenía algún objeto pesado, en realidad estaba completamente varia.

Los dos hombres echaron un vistazo a la calle que quedaba a sus espaldas y luego miraron a su alrededor. No había timbre, así que el conductor llamó golpeando con los nudillos el panel de cristal de la puerta. Tal y como habían imaginado, no se oyó ningún ruido en el interior de la casa, de la misma manera que un par de minutos antes nadie había contestado al teléfono. Segundos después extrajo una palanqueta del bolsillo de su chaqueta, introdujo la punta entre la puerta y el marco a la altura de la cerradura, y presionó con firmeza. Con un agudo crujido la cerradura cedió y la puerta se abrió sin problemas.

A continuación levantaron la caja de cartón, entraron en la casa y se separaron. Mientras el conductor se precipitaba hacia las escaleras, el otro individuo empezó a buscar en las habitaciones de la planta baja.

—¡Aquí arriba! Ven a echarme una mano.

El copiloto subió a toda prisa y encontró a su compañero saliendo del estudio con la CPU de un ordenador de sobremesa.

—Coge el teclado, la pantalla y todo lo demás —ordenó el conductor. Seguidamente introdujeron el aparato en la caja de cartón y empezaron a revolver la vivienda, arrancando las sábanas de las camas, vaciando los armarios y cajones y, en definitiva, poniéndolo todo patas arriba.

—Creo que puede bastar —dijo el conductor mirando el caos del salón.

Los dos hombres recorrieron de nuevo el camino de entrada para coches llevando entre los dos la caja de cartón. Luego la metieron en el espacio de carga de la furgoneta y se subieron a la cabina. En total se habían ganado quinientas libras. No está mal por diez minutos de trabajo, pensó el conductor mientras introducía la llave en el contacto. Nada mal.