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Cuando le llegó el mensaje de texto, Alexander Dexter estaba leyendo un artículo de una revista sobre relojes antiguos y no se molestó ni siquiera en mirar el teléfono. Cuando finalmente se decidió a leerlo, se recostó y soltó una maldición. El texto decía: «CH DML 13. ¡Llámame ahora!».

Tras comprobar el número de la persona que lo enviaba, agarró las llaves de su coche, echó el pestillo a la puerta de la tienda y dio la vuelta al cartel de manera que se pudiera leer «Cerrado». Luego sacó de un cajón de su escritorio un móvil con tarjeta prepago y su correspondiente batería (siempre la quitaba cuando no lo estaba usando), y salió por la puerta trasera de la tienda.

Dexter era el propietario de un negocio perfectamente legal de venta de antigüedades, uno de los varios que existían en Petworth, la pequeña ciudad de Surrey, que era considerada la meca de los anticuarios y compradores. Se había especializado en relojes y cronómetros antiguos y en pequeñas piezas de mobiliario, aunque vendía cualquier cosa de la que pensara que podía sacar algún beneficio. Todos los años declaraba a Hacienda religiosamente su facturación mediante la declaración de la renta. Sus declaraciones del IVA eran igual de exactas, y en sus intachables libros de contabilidad constaban todas las transacciones comerciales, tanto las compras como las ventas. El resultado de este cuidado meticuloso y la atención a los detalles era que Hacienda nunca le había hecho una inspección, y solo en una ocasión le había visitado un inspector del IVA, y no esperaba recibir ninguna visita a corto plazo.

Sin embargo, Dexter tenía una segunda actividad, un negocio que la mayoría de sus clientes (y por supuesto las autoridades tributarias y la policía) desconocían por completo. Se había construido diligentemente una impresionante lista de acaudalados clientes que siempre andaban a la caza de artículos «especiales», y a los que no les importaba la procedencia o el coste. Eran clientes que siempre pagaban en efectivo y que nunca pedían factura.

A él le gustaba considerarse a sí mismo un «rastreador», aunque en realidad Dexter era un comerciante de artículos robados de alta gama. Por supuesto, los artículos normalmente procedían del saqueo de alguna tumba de la que nadie tenía constancia y de otras ricas fuentes de antigüedades en Egipto, el resto de África, Asia y Sudamérica, y no del robo a un particular, una colección privada o un museo. Aun así, él tampoco tenía inconveniente en comerciar con ese tipo de mercancías, a condición de que el precio fuera bueno y el riesgo lo suficientemente bajo.

Se dirigió a pie a la parte trasera de su edificio, se subió a un BMW Serie 3 y se marchó. Poco después se detuvo en una gasolinera a las afueras de Petworth, llenó el depósito y compró un ejemplar del Daily Mail. Después se alejó de la ciudad y, tras unos quince kilómetros, se detuvo en un apeadero de la carretera.

Dexter rebuscó en el diario hasta que encontró la página trece. Echó un vistazo a la fotografía ligeramente borrosa e, inmediatamente después, comenzó a leer el artículo. Las tablillas de barro no eran artículos ni especialmente raros ni muy solicitados, pero esa no era la razón por la que leía con creciente interés la crónica que había escrito el periodista del Mail.

Cuando acabó la lectura sacudió la cabeza. Era evidente que no habían informado bien a la familia de la pareja fallecida o, mejor dicho, no les habían informado en absoluto, del verdadero valor del artículo.

Pero este hecho dejaba en el aire una pregunta más que obvia: si la teoría que planteaba David Philips (el yerno) era correcta, y la pareja había muerto asesinada a manos de unos ladrones, ¿por qué habían ignorado cosas tan jugosas como el dinero y las tarjetas de crédito y se habían limitado a coger una vieja tablilla de barro? Daba la impresión de que su cliente, un maleante del East End llamado Charlie Hoxton, con un gusto sorprendentemente refinado en lo que a antigüedades se refería y que le puso la carne de gallina desde el momento en que lo conoció, no era la única persona que conocía la posible trascendencia de la tablilla.

Colocó la batería en su lugar, encendió el móvil y marcó el número que había escrito.

—Has tardado mucho.

—Lo siento —replicó Dexter escuetamente—. Bueno, ¿qué quieres que haga?

—¿Has leído el artículo? —preguntó Hoxton.

—Sí.

—Entonces la respuesta está más que clara. Quiero que me consigas la tablilla.

—Me estás pidiendo algo bastante complicado. Si quieres te puedo conseguir una fotografía de la inscripción.

—Eso estaría bien, pero también quiero la tablilla. Es posible que haya algo en la parte trasera o en los laterales que las imágenes no muestran. Me dijiste que tenías muy buenos contactos en Marruecos, Dexter. Ha llegado el momento de que lo demuestres.

—Te podría salir muy caro.

—No me importa cuánto cueste. Hazlo y punto.

Dexter apagó el móvil, arrancó su BMW y condujo unos ocho kilómetros. Seguidamente se detuvo en el extremo más lejano del enorme aparcamiento de un pub y extrajo un bloc de notas de su chaqueta. Allí estaban los nombres de pila y los números de teléfono de la gente que trabajaba para él ocasionalmente, todos ellos especialistas en diversos campos. Ninguno de estos números se encontraba en las páginas amarillas y todos correspondían a móviles de usar y tirar, de manera que sus propietarios solían proporcionarle nuevos números con regularidad.

A continuación encendió de nuevo su teléfono y abrió el cuadernillo. En cuanto obtuvo señal, marcó uno de los números.

—¿Sí?

—Tengo un trabajo para ti —dijo Dexter.

—Dime.

—Se trata de David y Kirsty Philips. Viven en algún lugar de Canterbury y deberían estar en el censo electoral o en el listín telefónico. Necesito su ordenador.

—Vale. ¿Para cuándo?

—Cuanto antes. Si puede ser hoy, mejor. ¿Las condiciones son las mismas de siempre?

—Los precios han subido un poco —dijo la voz áspera al otro lado del teléfono—. Te costará mil pavos.

—De acuerdo —dijo Dexter—. Y haz que parezca real, ¿quieres?

Cuando acabó la llamada, Dexter condujo otros tres kilómetros, detuvo el coche de nuevo y volvió a consultar el bloc de notas. Luego encendió el móvil una vez más y marcó otro número, pero esta vez precedido del prefijo 212.

As-Salaam alaykum, Izzat. Kefhalak?

Dexter hablaba algo de árabe y, aunque le faltaba fluidez, sabía lo suficiente para salir del paso. Su saludo había sido formal («La paz sea contigo») y lo había acompañado de una frase más coloquial («¿Cómo estás?»). La razón principal por la que había aprendido el idioma era que muchos de sus clientes «especiales» solicitaban el tipo de reliquias que solían encontrarse en los países árabes, y le resultaba muy útil poder conversar con los vendedores en su propia lengua.

—¿Qué quieres, Dexter? —respondió en inglés una voz grave con un acento marcado, aunque se notaba que dominaba el idioma.

—¿Cómo sabías que era yo?

—Eres la única persona en Gran Bretaña que conoce este número.

—Vale. Escucha, tengo un trabajo para ti.

Durante más o menos tres minutos, Dexter explicó a Izzat Zebari lo que había sucedido y lo que esperaba de él.

—No será fácil —dijo Izzat.

Su respuesta fue casi exactamente la que Dexter se esperaba. De hecho, por lo que era capaz de recordar, cada vez que le había encargado un trabajo, le había contestado siempre con la misma frase.

—Lo sé. La cuestión es si puedes hacerlo.

—Bueno —dijo Zebari con tono dubitativo—, supongo que podría preguntar a mis contactos en la policía y ver si tienen alguna información.

—Izzat, no me interesa cómo vas a hacerlo, solo si puedes o no. Te llamaré esta noche, ¿de acuerdo?

—Muy bien.

Ma a Salaama.

Alia ysalmak. Adiós.

De regreso a Petworth, Dexter planeó cuál era el siguiente paso que tenía que dar. Necesitaría cerrar la tienda cuanto antes y coger un vuelo a Marruecos. Zebari era bastante competente, pero Dexter no se fiaba ni de su propia sombra, y si el marroquí se las arreglaba para encontrar y recuperar la tablilla, quería estar allí cuando sucediera.

A Dexter la fotografía ligeramente borrosa que apareció en el Daily Mail le resultaba muy familiar, porque hacía más o menos dos años que había vendido a Charlie Hoxton una tablilla casi idéntica. Si recordaba bien, aquella formaba parte de una caja de reliquias que uno de sus proveedores había «liberado» del depósito de un museo de El Cairo. Recordaba que Hoxton se había mostrado muy interesado en adquirir cualquier otra tablilla que tuviera una apariencia similar, pues estaba convencido de que la que había comprado formaba parte de un conjunto.

Y por lo visto, no se equivocaba.