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Un cuarto de hora más tarde, Ángela abrió su bandeja de entrada e inmediatamente reconoció el correo que le había mandado su ex marido. Echó un vistazo a las cuatro fotografías de la tablilla de barro en la pantalla de su ordenador de mesa e imprimió una fotografía en blanco y negro, porque la definición sería ligeramente mejor que si lo hubiera hecho en color. Después se recostó en su silla de cuero y las estudió con detenimiento.

Ángela había ocupado siempre el mismo despacho desde que entró a trabajar en el museo. Era pequeño, cuadrado y ordenado, dominado por un gran escritorio en forma de ele y sobre cuyo brazo más corto había un ordenador y una impresora láser a color. En el centro del brazo más largo había toda una colección de piezas de cerámica (una parte del trabajo que estaba desarrollando en aquel momento), algunos archivadores y varios cuadernos de notas. En un rincón del despacho estaba la mesa de madera en donde llevaba a cabo todos sus trabajos de restauración y sobre la que tenía un amplio surtido de herramientas de precisión de acero inoxidable, líquidos de limpieza, varios tipos de adhesivos y otros productos químicos. Justo al lado había una hilera de armarios archivadores y, en la parte superior de la pared, un par de estanterías llenas de libros de consulta.

El museo Británico es simplemente inmenso: no podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que tiene que dar cabida a sus mil empleados permanentes y a los cinco millones de visitantes que pasan por sus puertas cada año. La estructura cubre cerca de setenta y cinco mil metros cuadrados, es decir, una superficie cuatro veces mayor que la del Coliseo de Roma o el equivalente a nueve campos de fútbol, y contiene tres mil quinientas puertas. Es uno de los edificios públicos más espectaculares de Londres, o de cualquier otro lugar, en realidad.

Ángela observó atentamente las fotografías que había imprimido y sacudió la cabeza. La calidad de las imágenes no era, ni mucho menos, tan buena como había esperado. El objeto de la fotografía era, sin duda, una especie de tablilla de barro, y aunque estaba bastante segura de que podía identificar el idioma usado, iba a resultar sumamente difícil transcribirlo, dado que las imágenes aparecían muy borrosas.

Después de un minuto más o menos, colocó de nuevo las cuatro fotografías sobre su escritorio y se quedó pensativa unos segundos. Mirar las imágenes, inevitablemente, le había hecho pensar en Chris y eso, como siempre, le hacía revivir la confusión y la incertidumbre que él le provocaba. Su matrimonio había sido breve, pero no se podía considerar un completo fracaso. Al menos seguían siendo amigos, que era mucho más de lo que podían decir otras parejas divorciadas. El problema siempre había sido la existencia implícita de una tercera persona en su relación, la enigmática presencia de Jackie Hampton, esposa del mejor amigo de Bronson. Ángela cayó en la cuenta de que todo aquello sonaba a cliché, y una sonrisa irónica se dibujó en sus labios.

El problema de Bronson había sido siempre aquel deseo no correspondido por Jackie, un deseo que Ángela sabía que nunca había expresado y del que Jackie era completamente ajena. Nunca cometió una infidelidad (Bronson era demasiado leal y decente para hacer algo así) y, en cierto modo, se podía decir que la ruptura había sido culpa de Ángela. Una vez se había dado cuenta de a quién pertenecía su corazón, decidió que no estaba dispuesta a vivir a la sombra de nadie.

Pero ahora Jackie estaba muerta e, ineludiblemente, los sentimientos de Bronson habían cambiado. Había intentado, con todo su empeño, un acercamiento y a pesar de que se habían estado viendo últimamente, Ángela seguía guardando las distancias. Antes de permitirle volver a entrar en su vida, tenía que estar segura de que lo que había sucedido anteriormente no se repetiría jamás, con nadie. Y de momento, no consideraba que pudiera estar segura del todo.

Sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en las fotografías.

—Lo sabía —murmuró para sí misma—. Es arameo.

Ángela entendía algo de ese idioma, pero en el museo había varias personas mucho más capacitadas para traducir aquel texto antiguo. El más adecuado era, sin lugar a dudas, Tony Baverstock, un reputado profesor experto en lenguas arcaicas. Sin embargo, no se podía decir que fuera precisamente uno de los colegas favoritos de Ángela. Aun así, se encogió de hombros, agarró un par de fotografías y recorrió el pasillo hasta su despacho.

—¿Qué quieres? —le espetó Baverstock cuando, tras llamar a la puerta, Ángela se detuvo ante un escritorio abarrotado de cosas. Era un individuo bajo y fornido, casi con aspecto de oso, y su pelo entrecano y el hecho de que estuviera cercano a los cincuenta no paliaba el indefinible aspecto desaliñado que suelen tener los solteros vengan de donde vengan.

—Yo también te deseo buenos días, Tony —dijo Ángela con amabilidad—. Me gustaría que le echaras un vistazo a estas dos fotografías.

—¿Por qué? ¿De qué se trata? Ahora estoy ocupado.

—Solo te llevará un par de minutos. Son unas imágenes bastante pobres de una tablilla de barro. La calidad no es buena y el texto, que por cierto, está escrito en arameo, no se ve con la suficiente claridad como para traducirlo. Solo necesito que me des algún indicio sobre el contenido. Y, si puedes aventurar la época en que se escribió, mejor aún.

Cuando Baverstock miró las fotografías que Ángela le pasó por encima de la mesa, ella creyó detectar un destello en su mirada, casi como si las hubiera reconocido.

—¿La habías visto antes? —preguntó.

—No —dijo bruscamente, mientras la miraba a los ojos y luego volvía rápidamente la vista hacia las fotografías—. Tienes razón —admitió de mala gana—. El texto está escrito en una variante del arameo. Déjamelas y veré lo que puedo hacer.

Ángela asintió con la cabeza y abandonó el despacho.

Durante unos minutos, Baverstock se quedó sentado en su mesa observando las dos fotografías. A continuación, miró el reloj, abrió un cajón cerrado con llave y sacó un pequeño cuaderno de notas de color negro. Seguidamente lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta, salió de su despacho y, tras dejar el museo, caminó por la calle Great Russell hasta que llegó a una cabina telefónica.

Su llamada fue atendida después de cinco tonos.

—Soy Tony —dijo Baverstock—. Ha aparecido otra tablilla.