Tras dejar el hotel de los Philips, Bronson caminó unos cientos de metros, se sentó en la terraza de una cafetería y pidió un café mientras intentaba decidir cómo actuar. Si llamaba al comisario Byrd y le decía que estaba de acuerdo con que la muerte de los O’Connor se había debido a un desgraciado accidente, podría largarse de allí, pero si le trasmitía sus sospechas (pues al fin y al cabo eran solo eso), probablemente tendría que quedarse en Rabat mucho más tiempo del que le hubiera gustado.
No es que la ciudad le resultara desagradable, más bien al contrario. En aquel momento Bronson acercó la taza a sus labios y miró a su alrededor. Las mesas y sillas de la cafetería estaban repartidas por una amplia zona pavimentada a un lado de un espacioso bulevar flanqueado por palmeras. La mayoría estaban ocupadas, y Bronson podía oír los sonidos ligeramente guturales de las conversaciones en árabe alternándose con los acentos más suaves y melódicos de los francófonos. No, el magnífico clima, las cafeterías siempre llenas de gente y el estilo de vida relajado de Rabat tenían un atractivo innegable, o lo hubieran tenido si Bronson hubiera gozado de la compañía de Ángela. Y aquella reflexión le hizo tomar una determinación.
—¡A la mierda! —se dijo a sí mismo—. Ha llegado el momento de poner fin a toda esta historia.
Se acabó el café, se puso en pie y, justo cuando se alejaba de la mesa, cayó en la cuenta de que había olvidado el maletín y regresó. Fue entonces cuando su mirada se topó con la de dos hombres vestidos con las tradicionales chilabas que acababan de levantarse de una mesa en la parte más lejana del café y que lo observaban con detenimiento.
Bronson estaba acostumbrado a que la gente de Marruecos se le quedara mirando. Al fin y al cabo, era un forastero en un país extraño y más o menos, era de esperar. Sin embargo, en este caso tuvo la incómoda sensación de que aquellos hombres no lo miraban por simple curiosidad. Había algo en su forma de observarlo que le resultaba molesto. Aun así, hizo como si no los hubiera visto, recuperó el maletín y se marchó del lugar.
Más adelante, a unos cincuenta metros de la cafetería, se detuvo en una esquina, se acercó al bordillo y miró en ambas direcciones antes de cruzar la calle. No le sorprendió demasiado descubrir a los dos hombres caminando despacio hada él y menos aún que ellos también se cambiaran de acera. Doscientos metros más adelante supo, sin lugar a dudas, que lo estaban siguiendo y vio que uno de ellos hablaba animadamente por el móvil. Lo que Bronson no sabía era lo que debía hacer al respecto.
Pero esa decisión se le escapó de las manos menos de medio minuto después. Además de los dos hombres que había tras de él, y que cada vez se aproximaban más, Bronson descubrió, de repente, otros tres individuos que se le acercaban de frente.
Era posible que estuvieran dando un inocente paseo vespertino, pero lo dudaba, y no estaba dispuesto a quedarse allí para comprobarlo. Bronson torció en la primera esquina que encontró y empezó a correr sorteando los peatones que caminaban tranquilamente por la acera. A sus espaldas comenzaron a oírse gritos y ruidos de fuertes pisadas que se dirigían hacia él y supo que su instinto no lo había engañado.
Giró en la primera calle a la izquierda y luego a la derecha y empezó a coger un ritmo mayor conforme apretaba el paso. Se arriesgó a echar una rápida ojeada detrás de él y vio a los dos hombres de la cafetería corriendo a toda velocidad para alcanzarlo, tal vez a unos cincuenta metros, y una tercera figura que corría unos metros más atrás.
Bronson viró a toda prisa en la siguiente esquina y vio a dos hombres que se acercaban por su izquierda procurando cortarle el paso. Parecía como si hubieran adivinado qué calles iba a coger e intentaran tenderle una emboscada.
Aceleró una vez más pero, esta vez, dirigiéndose directamente hacia ellos. Pudo ver que dudaban y aminoraban la marcha, sin embargo, antes de que quisieran darse cuenta, lo tenían encima. Uno de los marroquíes empezó a hurgar bajo su chilaba, probablemente intentando sacar un arma, pero Bronson no le dio oportunidad. Lo derribó golpeándole con fuerza en el pecho con su maletín y luego se volvió hada su compañero, justo en el momento en que éste intentaba atacarlo. Afortunadamente se agachó a tiempo para esquivarlo y le propinó un puñetazo en el estómago.
Bronson, que ya oía los gritos de los otros hombres acercándose, no esperó a ver al hombre caer al suelo. Había conseguido tumbar a dos, al menos por un breve instante, pero aún quedaban otros tres.
Sin volver la vista atrás, echó a correr de nuevo casi sin aliento. Sabía que tenía que terminar aquello, y cuanto antes. Estaba acostumbrado acorrer, pero el calor y la humedad estaban empezando a hacer mella en él y era consciente de que no podría llegar muy lejos.
Torció a la izquierda, luego a la derecha, pero la distancia que lo separaba de sus perseguidores era cada vez menor y estaban a punto de alcanzarlo. Al llegar a una calle principal, Bronson redujo el paso ligeramente y echó un rápido vistazo al tráfico buscando un tipo de vehículo muy concreto. Luego echó a correr de nuevo, se metió en la calzada y comenzó a zigzaguear entre los coches y camiones que se desplazaban lentamente.
A unos cien metros de donde se encontraba, un taxi se detuvo para dejar a dos pasajeros. Justo un segundo antes de que el conductor arrancara, Bronson abrió la puerta de un tirón y se introdujo de un salto en el interior. Entonces miró al espejo retrovisor y se topó con la mirada desconcertada del taxista.
—¡Al aeropuerto! —acertó a decir entre jadeos—. ¡Deprisa!
Para más seguridad repitió la petición en francés.
El taxista aceleró y Bronson se desplomó sobre el asiento sin aire en los pulmones. Segundos después miró atrás a través de la ventanilla trasera. A unos cuarenta metros dos figuras corrían por el asfalto, pero estas redujeron la marcha cuando el taxi cogió velocidad.
Sin embargo, un instante después, echaron a correr de nuevo. Bronson miró por el parabrisas y descubrió que delante de ellos había una media docena de vehículos detenidos que bloqueaban la calle. Si el taxi separaba, sus perseguidores lo cogerían.
—Gire en el primer cruce —dijo Bronson señalando con el dedo.
El conductor se volvió hacia él.
—Por ahí no se va al aeropuerto —dijo en inglés con un marcado acento.
—He cambiado de opinión.
El taxista dio un volantazo e hizo lo que le pedían. Por suerte, en la calle lateral apenas había tráfico y, cuando el vehículo aceleró, Bronson vio a los dos hombres detenerse al final de la calle y quedarse mirando el coche que se batía en retirada.
Diez minutos más tarde, en la seguridad de su habitación en otro hotel de Rabat (había decidido cambiar por si sus perseguidores lo habían seguido desde su alojamiento anterior), Bronson cogió su móvil y llamó a la comisaría de policía de Maidstone.
—Dime. Chris. ¿Qué has averiguado? —preguntó Byrd una vez que le hubieron pasado la llamada.
—Acatan de perseguirme por las calles de Rabat una banda de matones cuya intención no era, precisamente, pedirme un autógrafo.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No me paré a preguntarles. Solo puedo decirte que no creo que la muerte de los O’Connor fuera tan accidental como creíamos.
—Mierda —dijo Byrd—. Lo que nos faltaba.
Rápidamente Bronson le resumió sus inquietudes sobre el accidente y los daños sufridos por el Renault. Después le habló de la costumbre de Margaret de hacer fotos a todo lo que se movía.
—Kirsty Philips me ha dado copias de todas las fotografías que hizo su madre durante su estancia y he pasado como una hora estudiándolas detenidamente. Lo que realmente me mosquea es que uno de los hombres que fotografió en el zoco resulta ser el único testigo ocular del accidente, y que en la misma imagen aparece otro tipo que, según Kirsty, fue encontrado muerto a las afueras de la medina con una herida de arma blanca en el pecho.
»Creo que fotografió una discusión que acabó en asesinato, lo que significa que el homicida era, casi con toda seguridad uno de los que aparecen en la imagen. Y ese —concluyó Bronson— es un motivo más que suficiente para cargarse a los dos testigos y hacerse con la cámara.