—Gracias por venir a vernos aquí, a Rabat —dijo Kirsty Philips mientras estrechaba la mano de Bronson.
Estaban sentados en el vestíbulo del hotel Rabat, donde ella y su esposo habían reservado una habitación. Los ojos de Kirsty estaban enrojecidos y su oscura cabellera alborotada, pero daba la impresión de que, más o menos, conseguía mantener el control.
—David está en la embajada británica, intentando resolver los asuntos burocráticos —dijo—, pero no tardará en volver. Siéntese, le pediré un café.
—Gracias —respondió Bronson, aunque, en realidad, no le apetecía beber nada—. Me sentará bien.
Unos minutos después apareció un camarero con una bandeja en la que había dos tazas con sus platos, una cafetera de émbolo, leche y azúcar.
—Siento mucho las circunstancias que nos han traído aquí —comenzó Bronson cuando el camarero se hubo marchado.
Kirsty asintió con la ateza mientras su labio inferior temblaba levemente.
—He estado hablando de lo sucedido con la policía local —se apresuró a decir Bronson—, y todo apunta a que se trató solamente de un trágico accidente. Sé que no les servirá de mucho consuelo, pero sus padres murieron ambos de forma inmediata. No sufrieron nada. —A continuación se detuvo unos segundos mirando a la atractiva joven que tenía ante él—. ¿Quiere que le explique cómo sucedió todo? —le preguntó con suma delicadeza.
Kirsty asintió.
—Supongo que es mejor que lo sepa —contestó en un sollozo—, de lo contrario, me pasaré la vida preguntándomelo.
Bronson le hizo un esbozo de los hechos. Cuando terminó, Kirsty sacudió la cabeza.
—Todavía no entiendo cómo pudo suceder —dijo—. Papá era un conductor excelente. Conducía siempre con prudencia y, por lo que sé, jamás le pusieron una multa, ni tan siquiera de aparcamiento.
—Pero debe tener en cuenta que llevaba un coche al que no estaba acostumbrado en una carretera que no conocía —sugirió Bronson—. Creemos que calculó mal y no se percató de lo pronunciada que era la cura. Desgraciadamente no había guardarraíles. —Mientras decía estas palabras, Bronson era consciente de que ni siquiera él se creía lo que estaba contando.
»Mire —dijo entonces abriendo su maletín—. Esta es una copia del inventario en el que se registraron las pertenencias de sus padres.
Seguidamente pasó a Kirsty los folios escritos a ordenador preparados por la policía de Rabat y se recostó en su silla.
Kirsty colocó los papeles encima de la mesa que tenía delante sin apenas mirarlos. Bebió otro sorbo de café y miró a Bronson.
—¡Es todo tan injusto! —dijo—. Me refiero a que hace relativamente poco que decidieron tomarse unas vacaciones como Dios manda y empezara divertirse. Normalmente pasaban un par de semanas en España, y esta era la primera vez que hacían algo medianamente arriesgado. Y ahora, ¡mire lo que ha pasado! —Al pronunciar estas últimas palabras su voz se quebró y empezó a llorar en silencio—. Se lo estaban pasando genial —continuó después de un minuto, mientras se sonaba la nariz—. Al menos mi madre. A decir verdad, no creo que a papá le gustara demasiado Marruecos, pero mamá estaba encantada.
—Imagino que le mandarían alguna postal —sugirió Bronson, aunque en realidad conocía perfectamente la respuesta a aquella pregunta.
Teniendo en cuenta que el diario de Canterbury había publicado una imagen de la tablilla, estaba claro que uno de los O’Connor debía de tener una cámara y haber enviado a su hija una copia de la fotografía por correo electrónico. Pero también sabía que en el inventario que la policía le había entregado no aparecía ninguna máquina fotográfica, y que tampoco la vio cuando examinó las pertenencias de los fallecidos.
Talabani le había comentado que las maletas se habían abierto de golpe durante el accidente, así que, quizá, la cámara salió disparada a tanta distancia que la policía no la encontró cuando recuperó el contenido. O tal vez Aziz, o alguna otra persona de las que acudieron al lugar del siniestro, la cogió y decidió quedársela. Por otro lado, las cámaras digitales modernas solían ser pequeñas y caras, de manera que lo más normal es que Margaret O’Connor la llevara en el bolso o en uno de sus bolsillos.
Kirsty negó con la cabeza.
—No. Mi madre había empezado a utilizar los ordenadores cuando todavía trabajaba, y estaba muy metida en el uso de las nuevas tecnologías. El hotel donde se alojaban tenía acceso a internet y todas las noches me mandaba un correo electrónico contándome lo que habían hecho aquel día. —A continuación, dio unos golpecitos a la bolsa negra que tenía en el suelo junto a su silla y añadió—: Los tengo todos aquí, en mi portátil. Iba a imprimirlos para dárselos cuando volvieran a casa, y también quería hacer unas copias decentes de las fotos que me mandó.
Bronson se irguió ligeramente en su silla.
—¿Hizo muchas fotos? —preguntó.
—Sí. Tenía una pequeña cámara digital último modelo y uno de esos aparatos que pueden leer los datos de la tarjeta. Creo que lo enchufaba a uno de los ordenadores del hotel.
—¿Podría echar un vistazo a las imágenes que su madre le envió? O, mejor aún, ¿podría darme copias de todas ellas? ¿Tal vez en un CD?
—Por supuesto —respondió Kirsty. A continuación cogió la bolsa, sacó un portátil de la marca Compaq y lo encendió. Una vez se hubo cargado el sistema operativo, Insertó un CD virgen en la unidad de disco, seleccionó el directorio apropiado y puso en marcha el proceso de copiado.
Mientras se grababa el CD, Bronson acercó su silla a la de Kirsty y se quedó mirando la pantalla, observando cómo pasaban rápidamente todas las fotos. Enseguida se dio cuenta de que Margaret O’Connor no era una fotógrafa profesional. Simplemente se limitaba a apuntar con la cámara a todo lo que se movía, y también a algunas cosas que no lo hacían, y apretar el botón. Las imágenes eran las típicas instantáneas de las vacaciones: Ralph en el aeropuerto, esperándolas maletas junto a la cinta transportadora; Margaret posando junto al coche de alquiler justo antes de partir hacia Rabat; las vistas desde la ventanilla del coche cuando abandonaban Casablanca y ese tipo de cosas. No obstante, las fotografías eran lo suficientemente nítidas gracias a que la alta calidad de la cámara compensaba las carencias de la usuaria.
—Este es el zoco de Rabat —dijo Kirsty señalando la pantalla. A continuación, visto que el proceso de copiado había finalizado, extrajo el CD, lo introdujo en un sobre de plástico y se lo pasó a Bronson—. A mamá le encantaba ir allí. Era uno de sus lugares favoritos. Decía que los olores eran embriagadores y que vendían cosas increíbles.
A continuación apretó el botón del ratón e hizo correr el resto de fotografías. Fue entonces cuando Bronson vio una sucesión de imágenes en las que, aunque eran tan nítidas como las de la secuencia anterior, los encuadres eran bastante pobres, casi como si las hubieran hecho al azar.
—¿Qué pasó con estas? —preguntó.
Kirsty esbozó una leve sonrisa.
—Son del día antes de que dejaran Rabat. Me dijo que estaba intentando tomar algunas imágenes del zoco, pero que a la mayoría de los comerciantes no les gustaba que les sacaran fotos. Al final decidió esconder la cámara junto a su bolso y apretar el botón a diestro y siniestro con la esperanza de conseguir alguna que mereciera la pena.
—¿Y esto qué es? —inquirió Bronson señalando una de las instantáneas.
—Mientras estaban allí se produjo una especie de pelea en el zoco y mamá sacó como una docena de fotos de lo que estaba pasando.
—¡Ah, sí! La historia que salió en el periódico de Canterbury. Espero que hablara usted con alguien más antes de acudir a la prensa, señora Philips.
Kirsty se ruborizó levemente y le explicó que su mando David tenía un contacto en el diario local y le había pedido que publicara la historia.
Conforme le contaba lo sucedido, Bronson se dio cuenta de que no solo habían desaparecido la cámara de Margaret O’Connor, la memoria USB y la tablilla de barro, cuyo emocionante hallazgo había descrito a su hija con todo detalle en su último correo electrónico, sino también la tarjeta de memoria adicional y el lector de tarjetas.
—Mi marido está convencido de que no se trató de un simple accidente de tráfico —dijo Kirsty—. No obstante, si la tablilla hubiera estado todavía en el interior del coche después del accidente, se demostraría que está completamente equivocado. —A continuación miró a Bronson, escudriñándolo, y preguntó—: ¿Encontraron la tablilla?
—No —admitió el detective señalando el inventario que estaba sobre la mesa justo delante de ellos—. Yo mismo le pregunté por ella al agente de policía que se encarga del caso. Debería decirle que falta también la cámara de su madre y un par de cosas más. Pero es posible que un carterista «las robara el ultime día que pasaron aquí, o tal vez decidiera que no merecía la pena llevarse la tablilla a Inglaterra. No necesariamente nos enfrentamos a una conspiración.
—Lo sé —respondió Kirsty Philips con resignación—. Pero no consigo que David cambie de opinión. ¡Ah! Y es posible que aumente la cobertura periodística. El contacto de David en el periódico de Canterbury le contó la historia a un reportero del Daily Maily, éste nos llamó ayer por la tarde para hablar del tema.
Creo que va a publicar un artículo en la edición de hoy.
En aquel momento, un joven alto, de complexión atlética y con el pelo rizado, apareció en el vestíbulo y se dirigió hada ellos con aire resuelto.
Kirsty se puso en pie y realizó las presentaciones pertinentes.
—David, este es el oficial de policía Bronson.
Bronson se levantó y le dio la mano. El hombre que estaba ante él trasmitía una especie de tensión, de energía reprimida que parecía a punto de estallar.
—Permítame adivinar, sargento —dijo Philips en un tono grave y enojado mientras tomaba asiento en el sofá—. Un simple accidente de tráfico, ¿verdad? Un británico más de los muchos que cogen un coche en un país extranjero y acaban pegándosela en una curva de nada. ¿O tal vez conducía por el canil equivocado? ¿Qué me dice?
—David, por favor. No hagas esto —dijo Kirsty a punto de echarse a llorar de nuevo.
—En realidad no estamos hablando de una curva de nada —señaló Bronson—. Es bastante pronunciada, y se encuentra en una carretera que su suegro, probablemente, no conocía.
—Usted ha estado allí, ¿no? ¿Ha visto el lugar donde se produjo el accidente? —preguntó Philips.
Bronson asintió.
—Pues yo también. Y dígame, ¿se considera usted capaz de tomar la curva sin precipitarse por el barranco?
—Por supuesto que sí.
—Entonces explíqueme porqué se supone que mi suegro, que tenía un historial impoluto como conductor, que era miembro del IAM y uno de los conductores más prudentes y capacitados que yo haya conocido jamás, no fue capaz de hacerlo.
Bronson se encontraba entre dos aguas. Coincidía con David en que las circunstancias del accidente no tenían mucho sentido, pero al mismo tiempo sabía que tenía que ceñirse a la versión oficial.
—El caso es —explicó— que tenemos un testigo ocular que lo presenció todo. Según él, el coche viró bruscamente, chocó contra unas rocas y se precipitó por el terraplén, y su testimonio ha sido aceptado por la policía marroquí. Comprendo su recelo, pero no existe prueba alguna que sugiera que esté mintiendo.
—Pues yo no me creo ni una sola palabra de lo que dicen. Mire, comprendo perfectamente que usted solo está haciendo su trabajo, pero hay algo más que no nos han dicho. Sé a ciencia cierta que mis suegros no murieron en un simple accidente de tráfico, y nada de lo que argumente me convencerá de lo contrario.