A primera hora de aquella mañana, en la sala de juntas de uno de los numerosos edificios gubernativos de Israel, situados cerca del centro de Jerusalén, tres hombres se hallaban reunidos. No había secretarias y nadie tomaba nota de lo que allí se decía.
Delante de cada uno de ellos había dos grandes fotografías, una a color y la otra en blanco y negro, y ambas mostraban una tablilla de color marrón amarillento en la que se apreciaban bastante bien los detalles. También había una fotocopia de la crónica que había aparecido en el diario regional británico junto a una traducción al hebreo del texto.
—Este artículo apareció ayer en un diario de Gran Bretaña —comenzó Eli Nahman. Era un hombre mayor, delgado y encorvado, con barba blanca y una abundante mata de cabellos grises coronada con una kipá bordada de color negro, pero sus despiertos y penetrantes ojos de color azul claro reflejaban una gran inteligencia. Trabajaba como experto para el museo de Israel, en Jerusalén, y era una autoridad en reliquias precristianas.
—La historia fue descubierta por uno de los activos del Mosad en Londres, que la envió a Glilot —continuó mientras señalaba con un gesto al hombre más joven que estaba sentado a la cabecera de la mesa.
Levi Barak rondaba los cuarenta, tenía el pelo negro y la piel oscura, y sus rasgos, por lo demás regulares, estaban dominados por una enorme nariz que impedía que pudiera ser descrito como un hombre atractivo. Llevaba un traje de color tostado, pero había colgado la chaqueta en el respaldo de su silla, dejando al descubierto una funda de pistola bajo su axila izquierda, de la que asomaba la culata negra de un arma semiautomática.
—Como bien saben, tenemos órdenes permanentes de informar al profesor cada vez que recibimos informes de este tipo, de manera que ayer, apenas nos llegó el artículo, me puse en contacto con él —explicó Barak—. Lo que tienen ante ustedes es la única información de la que disponemos hasta el momento. Hemos dado instrucciones a nuestro activo para que controle la prensa británica en busca de cualquier dato adicional referente a esta historia. También se le ha ordenado que se acerque a Canterbury, la ciudad de Kent en la que residía la pareja, y que obtenga copias de todos los diarios que allí se publiquen. En cuanto tenga algo, nos lo enviará.
Barak hizo una pausa y miró a los otros dos hombres.
—El problema principal es que disponemos de muy pocos datos. Solo sabemos que una pareja de jubilados falleció hace un par de días en un accidente de tráfico en Marruecos y que, en algún momento antes de que esto sucediera, se hicieron con una antigua tablilla de barro. Nos encontramos aquí para decidir qué medidas debemos tomar al respecto, si es que hay que tomarlas.
—Estoy de acuerdo —dijo Nahman—. El primer paso, obviamente, es decidir si esta tablilla forma parte del conjunto, pero no será fácil. La fotografía publicada por el periódico es tan borrosa que prácticamente no sirve de nada, y el artículo no aporta ningún indicio de dónde se encuentra la reliquia en este momento. He incluido fotografías de la tablilla que ya está en nuestro poder, así que al menos podemos compararlas. —A continuación hizo una pausa y miró al hombre joven que estaba sentado justo enfrente de él—. ¿Tú qué opinas, Yosef?
Yosef ben Halevi bajó la vista y se quedó mirando durante unos segundos la fotografía fotocopiada del artículo del diario.
—Solo con esto no podemos hacer gran cosa. La imagen no va acompañada de ninguna regla o algo que nos permita calcular la escala, de manera que únicamente podemos hacer una estimación aproximada de su tamaño. Opino que debe de tener una longitud de entre cinco y, como mucho, veinte o treinta centímetros. Ese es el primer problema. Si hemos de determinar si la tablilla forma parte del conjunto, el tamaño es esencial. ¿Hay alguna forma de averiguar las dimensiones de esta reliquia?
—No. No se me ocurre ninguna —respondió Nahman—. El artículo describe el objeto como «una pequeña tablilla de barro», lo que nos hace pensar que estamos hablando de una pieza de no más de diez, tal vez quince centímetros de longitud. Si fuera más grande, dudo mucho que la hubieran definido como «pequeña». Y ese, por supuesto, es más o menos el tamaño adecuado.
Ben Halevi asintió con la cabeza.
—El segundo factor de comparación debe ser, por supuesto, el texto. Observando las imágenes de las dos reliquias, me atrevo a decir que son similares en la superficie, y que ambas tienen la marca diagonal que cabía esperar en una esquina. Las líneas de los caracteres tienen longitudes diferentes, algo poco habitual en los escritos en arameo, pero la fotografía del periódico es demasiado pobre y solo permite que me atreva a traducir un par de palabras.
Al igual que Nahman, Ben Halevi trabajaba para el museo de Israel, y era experto en lenguas arcaicas y en historia del pueblo judío.
—¿Y cuáles son esas palabras? —preguntó Nahman.
Ben Halevi señaló con el dedo el artículo del periódico.
—Se encuentran aquí, en la última línea. Este término podría significar «altar», mientras que la segunda palabra empezando por la derecha sería «rollo» o tal vez «rollos». Pero la imagen es demasiado borrosa.
Nahman contempló a su amigo y colega con evidente entusiasmo.
—¿Qué grado de confianza te merece, Yosef?
—¿Te refieres a sí creo que esta tablilla es una de las cuatro? Las probabilidades de que así sea van de un sesenta a un setenta por ciento, no más. Necesitamos una imagen de alta calidad de la inscripción o, mejor todavía, recuperar la tablilla. Es la única manera que tenemos de estar completamente seguros.
—Es exactamente lo mismo que pienso yo —dijo Nahman asintiendo con la cabeza—. Tenemos que hacernos con ella.
Levi Barak miró a los dos académicos.
—¿Es realmente tan importante?
Nahman volvió a asentir.
—Si es lo que creemos que es, es fundamental recuperarla. No te equivoques, Levi. Lo que está escrito en la tablilla podría ser la última pista que necesitamos para localizar el testimonio. Podría suponer el final de una búsqueda que dura ya dos milenios. Trasmíteselo a tus superiores en Glilot y asegúrate de que entienden la importancia del asunto.
—No será fácil, ni siquiera para el Mosad —apuntó Barak—. Tal vez no lo consigamos.
—Mira —dijo Nahman—. Esa tablilla existe y tenemos que encontrarla antes de que lo haga algún otro.
—¿Como quién?
—Cualquiera. Por un lado, obviamente, estarían los cazadores de tesoros, pero podemos enfrentarnos sin problemas a personas cuya única motivación sea económica. Los que me preocupan son los otros. Aquellos que quieran desesperadamente encontrarla para deshacerse de ella.
—¿Musulmanes? —sugirió Barak.
—Sí, pero también cristianos radicales. Siempre hemos sido una minoría perseguida pero, si encontráramos el testimonio, este validaría nuestra religión de un modo que nada más podría hacerlo. Ese es el motivo por el cual tenemos que recuperar la tablilla, cueste lo que cueste, y descifrar el texto.
Barak asintió.
—Tenemos activos en Rabat y en Casablanca. Les daré instrucciones para que empiecen a buscar.
—No podemos limitarnos a Marruecos —enfatizó Nahman—. La pareja que la encontró era inglesa, así que tendréis que buscar también allí. Ampliad vuestra red el máximo posible. Gracias a este periódico, mucha gente sabrá de la existencia de la tablilla. Es muy probable que tus hombres descubran que no son los únicos que la están buscando.
—Sabemos cuidar de nosotros mismos.
—No tengo ninguna duda al respecto. Solo te pido que cuidéis también de la tablilla. Pase lo que pase, no debe sufrir ningún desperfecto y mucho menos ser destruida.