Bronson se encontraba de pie en el margen polvoriento y sin pavimentar de una carretera a unos quince kilómetros de Rabat.
Por encima de su cabeza, el sol se desplazaba por un cielo de un color azul intenso en el que no se divisaba ni el más mínimo rastro de nubes. Además, el aire era pesado y no corría ni una pizca de viento. El calor era brutal, sobre todo si se comparaba con el aire acondicionado del coche de policía que, en aquel momento, estaba aparcado a un lado de la carretera, unos veinte metros más abajo. Se había quitado la chaqueta, que hasta aquel momento no le había estorbado, pero aun así comenzaba a sentir las gotas de sudor que le corrían por debajo de la camisa, una sensación muy desagradable y a la que no estaba acostumbrado. Tenía bien claro que no quería estar allí fuera más tiempo del absolutamente necesario.
Tras reflexionar unos minutos mirando arriba y abajo, Bronson concluyó que era un lugar bastante lúgubre para que Dios te llamara a su seno. La franja de asfalto, lisa y recta, se expandía hacia ambos lados de la curva junto al wadi. A un lado y otro de la carretera, el suelo arenoso del desierto salpicado de rocas formaba ondas irregulares carentes de cualquier tipo de vegetación, a excepción de alguna que otra mata raquítica aquí y allá. Por debajo de la calzada, la estrecha sima de la vaguada parecía no haber visto ni rastro de humedad desde hacía décadas.
Bronson no llevaba bien el calor y estaba de mal humor, pero al mismo tiempo tenía la sensación de que algo no terminaba de cuadrar. Aunque la curva era bastante cerrada, no debería haber supuesto ningún problema para un conductor con un mínimo de experiencia. Por otro lado, la carretera discurría por una zona abierta y despejada. A pesar de la curva, la visibilidad era excelente, de modo que cualquiera que se acercara al lugar podía verla con la suficiente antelación como para afrontarla con facilidad. Pero las dos marcas paralelas que habían estropeado el asfalto y que se alargaban hasta el lugar donde el Renault se había salido de la carretera indicaban que, en el caso de Ralph, no había sido así.
Mirando hacia abajo, era fácil distinguir el lugar exacto donde el Mégane finalmente se había detenido. Una colección de artefactos y trozos del vehículo (cristales, piezas de plástico, metal retorcido y restos de chapa) formaba una especie de círculo tosco alrededor de un pedazo de arena amarillenta.
Exceptuando la ubicación, a unos diez metros por debajo del margen de la carretera, el lugar del siniestro era prácticamente idéntico al de las docenas de accidentes que Bronson había tenido que cubrir a lo largo de su carrera, un triste recordatorio de que una pequeña distracción podía hacer que un vehículo en perfectas condiciones quedara reducido a un montón de chatarra en cuestión de segundos. Sin embargo, en este accidente había algo que no le terminaba de cuadrar.
Bronson se inclinó hacia delante para observar mejor la hilera de rocas sujetas con cemento al mismo borde del asfalto y contra la cual, según Talabani, se había estrellado el coche de los O’Connor. Como él mismo había podido comprobar en el depósito de vehículos, el Renault era de color gris plateado, y las rocas presentaban restos evidentes de arañazos y escamas de pintura gris. Dos de las rocas se habían desprendido de su base de cemento, probablemente a causa del impacto del coche cuando volcó.
Todo parecía tener sentido, sin embargo Bronson no acababa de tener clara la causa del accidente. ¿Era posible que Ralph O’Connor estuviera bebido? ¿O quizá se había quedado dormido mientras conducía? Volviendo la vista de nuevo hacia la carretera notó que la curva era bastante pronunciada, pero no tan pronunciada.
—Según su teoría sobre cómo sucedió el accidente… —comenzó a decir a Talabani. Sin embargo, el agente de policía marroquí no lo dejó terminar.
—Perdone, sargento Bronson. Pero las cosas no son exactamente como usted las plantea. Sabemos con exactitud cómo sucedió todo. Tenemos un testigo.
—¿Ah, sí? ¿Y quién es?
—Se trata de un marroquí que conducía por esta misma carretera en sentido contrario, hacia Rabat. Vio aparecer el Renault en esa curva, a demasiada velocidad, pero estaba lo suficientemente lejos como para no verse involucrado en el accidente. Fue el primero en llegar al lugar del siniestro y avisó a los servicios de emergencia con su teléfono móvil.
—¿Podría hablar con él? —preguntó Bronson.
—Por supuesto. Tenemos su dirección de Rabat. Llamaré a mis hombres para que le pidan que pase por comisaría esta misma tarde.
—Gracias. Su testimonio puede ser de gran ayuda para explicar a los familiares de los O’Connor lo que sucedió exactamente. —Bronson sabía que una de las tareas más difíciles de los agentes de policía era trasmitir a alguien el tipo de noticias que, inevitablemente, le destrozarían la vida.
En aquel momento miró de nuevo a las piedras y a la parte del asfalto donde la curva era más pronunciada y descubrió algo que hasta aquel momento le había pasado desapercibido. Había unos cuantos restos de pequeñas escamas de pintura negra desperdigadas en el mismo borde de la carretera y que apenas se veían debido a la oscuridad del asfalto.
Echó un vistazo a su alrededor y vio que Talabani estaba conversando de nuevo con el conductor del coche de policía y que ambos estaban mirando hacia el otro lado. Entonces se agachó, cogió un par de escamas del borde y las introdujo disimuladamente en una pequeña bolsa de plástico de las que utilizaba para guardar pruebas.
—¿Ha encontrado algo? —le preguntó Talabani que se acercaba hacia él desde el vehículo policial.
—No —respondió Bronson deslizando la bolsa en su bolsillo y poniéndose en pie—. Nada importante.
De vuelta a Rabat, Bronson, que se encontraba solo ante los restos del Renault Mégane de los O’Connor en el depósito de vehículos de la comisaría, se preguntó si estaría viendo cosas donde no las había.
Había pedido a Talabani que lo dejara allí para tomar unas cuantas fotografías de los restos del automóvil, y el marroquí había accedido. Bronson utilizó su cámara digital para capturar una docena de imágenes, prestando especial atención a la parte posterior izquierda del automóvil y a la puerta del conductor, que había extraído del resto de la chatarra y fotografiado separadamente.
El impacto contra el suelo lleno de rocas del lecho desecado del río (el wadi) había sido de tal magnitud que todos y cada uno de los paneles de la carrocería presentaban abolladuras y enormes arañazos causados o bien por el mismo accidente, o por la posterior operación de rescate.
Talibani le había explicado cómo se había llevado a cabo esta última. Dado que era perfectamente evidente que los dos ocupantes estaban muertos, el oficial de policía marroquí que acudió al lugar del accidente ordenó al personal de la ambulancia que esperara y dio instrucciones a un fotógrafo para que documentara la escena con su Nikon digital, mientras él y sus hombres examinaban el vehículo y la carretera. Talibani también le había proporcionado a Bronson copias de todas estas fotografías.
Una vez que hubieron extraído los cuerpos y los evacuaron, la policía procedió a la recuperación del vehículo. En aquel momento no había ninguna elevadora disponible, por lo que se vieron obligados a usar una simple grúa de remolque. Además, como a lo largo de toda la carretera no había ningún lugar que permitiera el acceso de vehículos, tuvieron que aparcar la grúa al borde de la calzada y utilizar la potencia de su torno para darle la vuelta al coche siniestrado. A continuación, lo arrastraron ladera arriba hasta la carretera y finalmente lo subieron a la plataforma de la grúa.
Bronson no tema ni idea de qué daños habían sido causados por el propio accidente y cuáles se debían a la posterior recuperación. Sin la ayuda de un estudio pericial, no podía estar seguro de sus conclusiones. El problema era que, para llevarlo a cabo, hubiera sido necesario trasladar el automóvil por mar hasta el Reino Unido para que lo examinara un perito forense, y sabe Dios lo que costaría y el tiempo que llevaría. Sin embargo, había un número de abolladuras en las puertas del lado izquierdo y en el guardabarros trasero que, según él, parecían causadas por un impacto lateral, y que no concordaban con lo que Talibani le había contado ni con la declaración del testigo.
Bronson se metió la mano en el bolsillo y extrajo la bolsa que contenía las escamas de pintura negra que había cogido en el lugar del siniestro. Parecían frescas, pero Bronson era consciente de que eso no significaba nada. Es posible que se hubieran producido más de una docena de accidentes en ese tramo de carretera, y las escamas podían corresponder a cualquiera de ellos. En Gran Bretaña la lluvia las habría arrastrado en apenas un par de horas, pero en Marruecos este fenómeno atmosférico era muy poco frecuente.
No obstante, en un pequeño lugar de la puerta del conductor encontró un arañazo que podía ser de color azul, pero también negro.
Bronson se dirigía a pie al hotel en que se hospedaba cuando sonó su móvil.
—¿Hay algún sitio por ahí adonde pueda mandarte un fax? —preguntó el comisario Byrd casi gritando, y cuya voz daba muestras evidentes de irritación.
—Imagino que el hotel tendrá uno. Espera, te busco el número.
Diez minutos más tarde, Bronson observaba un fax de poca calidad que mostraba un artículo publicado por un periódico local de Canterbury con fecha del día anterior. Antes de que pudiera leerlo, el móvil sonó de nuevo.
—¿Lo tienes? —inquirió Byrd—. Uno de los oficiales de Canterbury lo descubrió por casualidad.
Bronson miró de nuevo el titular: «¿Asesinados por un trozo de arcilla?». Debajo del texto en negrita había dos fotografías. En la primera se veía a Ralph y a Margaret en algún tipo de acto social sonriendo a la cámara. Más abajo había una imagen algo borrosa de un objeto rectangular de color beis con una serie de marcas incisas en la superficie.
—¿Tú sabías algo de esto?
Bronson resopló.
—No. ¿Qué más dice el artículo?
—Léelo tú mismo. Luego quiero que vayas a hablar con Kirsty Philips y le preguntes a qué demonios están jugando ella y su marido.
—¿Te refieres a cuando vuelva a Gran Bretaña?
—No. Me refiero a hoy, como mucho mañana. Deberían haber llegado a Rabat más o menos al mismo tiempo que tú. Toma nota de su número de móvil.
Byrd puso fin a la conversación con la misma brusquedad con la que la había empezado y Bronson se dispuso a leer el artículo. Cuando terminó, decidió que aquella historia estaba empezando a pasar de castaño a oscuro.
Según el artículo, los O’Connor habían presenciado una violenta discusión en el zoco de Rabat. Inmediatamente después, Margaret O’Connor había recogido una pequeña tablilla de barro que se le había caído a un hombre a quien perseguían por las estrechas callejuelas de aquella zona de la ciudad. Al día siguiente, cuando se dirigían por carretera al aeropuerto de Casablanca, les habían tendido una emboscada en un tramo cercano a Rabat, como consecuencia de la cual, ambos fallecieron.
«No fue un accidente», habría dicho David Philips, según el periódico. «Mis suegros murieron a manos de una banda de criminales despiadados que los persiguieron y asesinaron con la intención de recuperar la valiosa reliquia».
«¿Y qué piensan hacer al respecto la policía británica y marroquí?», preguntaba el artículo, para concluir.
—Probablemente, muy poca cosa —refunfuñó Bronson mientras agarraba el teléfono para llamar a Kirsty Philips.
Y yo me pregunto, pensó, ¿cómo saben ellos que la tablilla es tan valiosa?