—Si son tan amables, me gustaría ver el vehículo y visitar el lugar del accidente —dijo Bronson en inglés, intentando hablar despacio, a los dos hombres que lo miraban desde el otro lado de la mesa.
A continuación, se recostó en su asiento y esperó a que el intérprete de la policía tradujera al francés su petición.
Estaba sentado en una silla rígida y bastante incómoda situada en una pequeña sala de interrogatorios de la comisaría de Rabat. El edificio tenía forma cuadrada, estaba pintado de blanco y lo único que lo distinguía de los de alrededor era el amplio aparcamiento posterior para vehículos de policía y los carteles, en árabe y francés, de la fachada. Bronson había llegado a Rabat apenas una hora antes y, tras alquilar un coche en el aeropuerto de Casablanca y registrarse en el hotel, se fue directo a la comisaría.
La capital de Marruecos era más pequeña de lo que había imaginado y tenía un montón de plazas elegantes y espacios abiertos generalmente unidos entre sí por amplias avenidas. La mayoría de los bulevares estaban flanqueados por majestuosas palmeras, y la ciudad rezumaba un aire de sofisticación cosmopolita y de amabilidad. En realidad, parecía más europea que marroquí. Sin embargo, hacía demasiado calor; una especie de calor seco y polvoriento que, como si de un horno se tratara, acrecentaba los peculiares olores de África.
Bronson decidió que, en el caso de que el comisario Byrd tuviera razón y hubiera algo sobre el fatal accidente que la policía estaba tratando de tapar, la mejor manera de pillarlos era fingir que no hablaba ni una palabra de francés y limitarse a escuchar atentamente lo que decían.
Hasta aquel momento, su plan había funcionado a las mil maravillas, excepto por el hecho de que la policía local había contestado todas sus preguntas sin evasivas y, desde su punto de vista, la traducción había sido excepcionalmente precisa. Por suerte todos los agentes de policía que había encontrado hasta entonces acostumbraban a conversar en francés. El idioma oficial de Marruecos es el árabe, mientras que el francés es el segundo más hablado, de manera que su maravilloso plan se habría ido al garete si la policía hubiera decidido utilizar la primera lengua.
—Ya contábamos con ello, sargento Bronson —respondió Jalal Talabani, a través del intérprete.
Se trataba de un oficial de alto rango de la policía de Rabat y Bronson pensó que probablemente su cargo equivalía al de un inspector británico. Era un hombre delgado de algo más de metro ochenta, con la piel bronceada, el pelo y los ojos oscuros, y vestido con un impecable traje oscuro de estilo occidental.
—Hemos trasladado el vehículo a las dependencias policiales, aquí en Rabat, y podemos ir en coche hasta el lugar del accidente cuando usted desee.
—Gracias. ¿Qué le parece si empezamos ahora mismo con el coche?
—Como usted quiera.
Talabani se puso en pie y, con un gesto, indicó al intérprete que podía retirarse.
—Creo que, a partir de ahora, podemos arreglárnoslas sin él —dijo mientras el hombre abandonaba la habitación. Hablaba inglés con bastante fluidez y un ligero acento americano.
—Ou, si vous voulez, nous pouvons continuer en français —añadió con una leve sonrisa—. Creo que su francés es lo suficientemente bueno para ello, sargento Bronson.
Era evidente que Talabani no tenía un pelo de tonto.
—En realidad sí que lo hablo —admitió Bronson—, pero muy poco. Esa es la razón por la que mis superiores me enviaron aquí.
—Me lo imaginaba. Me ha dado la impresión de que seguía la conversación sin necesidad de esperar a la traducción del intérprete. En ocasiones es posible saber si alguien entiende lo que se está diciendo sin necesidad de que abra la boca. De todos modos, si usted está de acuerdo, podemos seguir en inglés.
Cinco minutos después, Bronson y Talabani estaban sentados en los asientos traseros de un coche de policía marroquí, sorteando a toda velocidad el escaso tráfico vespertino con las luces rojas y azules encendidas y la sirena a todo volumen. Para Bronson, acostumbrado a la discreta forma de actuar de la policía británica, esta manera de moverse por la ciudad le pareció algo innecesaria. Después de todo, se dirigían a un depósito de vehículos para echar un vistazo a un coche implicado en un accidente mortal, una misión que difícilmente podía ser considerada urgente.
—No tengo tanta prisa —comentó con una sonrisa.
Talabani giró la cabeza y le miró.
—Tal vez usted no —dijo—, pero nosotros estamos en medio de una investigación por asesinato y tengo muchas cosas que hacer.
Bronson se inclinó levemente hacia él, interesado.
—¿Qué ha pasado?
—Una pareja de turistas encontró el cadáver de un hombre con una herida de arma blanca en el pecho. Estaba en unos jardines cercanos a Chellah, una antigua necrópolis fuera de las murallas de la ciudad —explicó Talabani—. No hemos encontrado testigos, y desconocemos el móvil, pero lo más probable es que se tratara de un robo. Hasta ahora lo único que tenemos es el cadáver, y ni siquiera hemos conseguido averiguar su identidad. Mi jefe está presionándome para que resuelva el caso lo antes posible. Los turistas, por lo general —añadió mientras el coche de policía entraba en un aparcamiento situado a la derecha con el sonido de la sirena extinguiéndose poco a poco hasta detenerse por completo—, se muestran algo reacios a visitar las ciudades con asesinatos sin resolver.
A un lado del depósito, una extensión de terreno cubierta de cemento resquebrajado, se podía ver un Renault Mégane, aunque la única forma que tuvo Bronson de reconocer el modelo fue a través de lo que quedaba de la puerta del maletero. El techo del vehículo había quedado aplastado prácticamente hasta la altura del capó, y bastaba un simple vistazo para comprender que el accidente había sido mortal de necesidad.
—Como ya le dije, el vehículo circulaba por una carretera cercana a Rabat y, a pocos kilómetros de la ciudad, tomó una curva a demasiada velocidad —explicó Talabani—. Esto provocó que se saliera de la calzada, chocara contra unas rocas que había junto al margen de la carretera y volcara. Había un desnivel de unos diez metros de profundidad que acababa en el lecho seco de un río y, tras caer rodando por el terraplén, el vehículo aterrizó sobre el techo. Tanto el conductor como su acompañante murieron en el acto.
Bronson echó un vistazo al interior del vehículo. Tanto el parabrisas como las ventanillas se habían hecho añicos y el volante estaba doblado. Los airbags, parcialmente desinflados, le impedían ver mejor el interior, de modo que los apartó a un lado e inspeccionó detrás. Las grandes manchas de sangre en los asientos y en el revestimiento del techo hablaban por sí solas. Alguien había arrancado las dos puertas delanteras, probablemente los servicios de rescate, para extraer los cuerpos, y las había arrojado sobre los asientos traseros. Era, se mirara por donde se mirara, un auténtico caos.
Talabani se asomó al habitáculo desde el otro lado.
—Cuando llegaron los servicios de emergencia, descubrieron que hada un buen rato que ambos pasajeros habían fallecido —dijo—. Aun así, los trasladaron al hospital. Los cuerpos siguen allí, en el depósito de cadáveres. ¿Sabe usted quién se ocupará de los trámites de repatriación?
Bronson asintió.
—Tengo entendido que la hija de los O’Connor y su marido vendrán para organizado todo a través de la embajada británica. Y ¿qué puede decirme de sus pertenencias?
—Teniendo en cuenta que ya habían dejado el hotel, no encontramos nada en la habitación, pero recuperamos dos maletas y una bolsa de mano del lugar del accidente. El impacto provocó que se abriera el maletero y que el equipaje saliera disparado. Los cierres habían saltado y el contenido estaba esparcido por el suelo, pero recogimos todo lo que encontramos. También hallamos un bolso de mujer en el interior del coche. No había sufrido daños pero estaba cubierto de sangre, imaginamos que de la señora O’Connor. Todos esos objetos se encuentran a buen recaudo en la comisaría, a la espera de que los reclamen los parientes más cercanos. Si lo desea, puede examinarlos. De todos modos, ya hemos redactado un inventario del contenido, por si quiere echarle un vistazo.
—Gracias, me será muy útil. ¿Había algo en las maletas que pudiera tener algún interés?
Talabani negó con la cabeza.
—Nada, si exceptuamos las cosas que se pueden encontrar habitualmente en el equipaje de una pareja de mediana edad de vacaciones una semana. Lo que más había era ropa y artículos de tocador, más un par de novelas y una buena provisión de los típicos medicamentos que la gente lleva cuando sale de viaje, la mayor parte de ellos sin abrir. En los bolsillos de la ropa que llevaban puesta y en el bolso de la mujer encontramos sus pasaportes, documentos relativos al alquiler del coche, billetes de vuelta de avión, un permiso de conducir internacional a nombre del marido, algo de dinero y las habituales tarjetas de crédito. ¿Esperaba encontrar alguna otra cosa?
—No, la verdad es que no.
Bronson suspiró, convencido de que estaba perdiendo el tiempo. Todo lo que había visto y oído hasta el momento parecía confirmar que Ralph O’Connor era un incompetente que había perdido el control de un coche al que no estaba acostumbrado en una carretera desconocida. Además, no veía la hora de volver a Londres para poner de nuevo fecha a la cena con Ángela, que tantas veces se había visto obligado a aplazar. Habían estado viéndose últimamente, y Bronson empezaba a albergar esperanzas de darle una nueva oportunidad a su fallida relación, aunque no estaba del todo seguro de que su ex mujer pensara de la misma manera.
—Gracias por todo, Jalal —dijo poniéndose en pie—. Si me lo permite, me gustaría echar un vistazo a las pertenencias de los O’Connor y visitar el lugar del accidente. Cuando haya terminado, no lo molestaré más.