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—No me da ninguna pena volver a casa —comentó Ralph O’Connor sentado al volante del Renault Mégane que habían alquilado y con el que abandonaban Rabat en dirección al aeropuerto de Casablanca, donde debían coger un avión que les llevaría a Londres.

—Lo sé —replicó secamente su esposa—. Has dejado perfectamente claro que Marruecos está en la última posición de la lista de lugares a los que te gustaría regresar. Supongo que el año que viene querrás volver a Benidorm, o tal vez a Marbella. ¿Me equivoco?

—Bueno, al menos en España me siento como en casa. Este país es demasiado «extranjero» para mi gusto. Y por cierto, sigo pensando que deberías haberte deshecho del maldito trozo de barro que cogiste.

—Mira, hice lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias, y no pienso seguir discutiendo sobre el tema.

Durante unos minutos permanecieron en silencio. Margaret no le había contado a Ralph lo que había visto en los alrededores de Chellah aquella mañana, aunque sí que había enviado un precipitado correo electrónico a su hija justo antes de abandonar el hotel.

A unos ocho kilómetros de Rabat el tráfico se había ido reduciendo hasta hacerse casi inexistente, y prácticamente tenían la carretera para ellos solos. El único vehículo que Ralph veía por los espejos retrovisores era un enorme cuatro por cuatro de color oscuro a cierta distancia de ellos. En cuanto a los que se aproximaban en dirección contraria, su número era cada vez menor conforme se alejaban de la ciudad.

Llegados a un cierto punto, justo en el momento en que la carretera se estrechaba en un tramo bastante próximo a la costa atlántica, el propietario del cuatro por cuatro aceleró. Como conductor prudente que era, Ralph O’Connor empezó a prestar atención a la distancia que los separaba del otro vehículo, que se aproximaba a una velocidad considerable.

Justo entonces divisó un viejo Peugeot blanco que venía en dirección contraria y levantó el pie del acelerador para permitir que el cuatro por cuatro pudiera adelantarlos antes de que el otro turismo los alcanzara.

—¿Por qué has reducido la velocidad? —inquirió Margaret.

—Llevamos un coche detrás que va bastante deprisa y hay una curva pronunciada justo delante de nosotros. Prefiero que nos adelante antes de que lleguemos.

Sin embargo, el cuatro por cuatro no mostró ninguna intención de adelantar y se limitó a situarse a unos veinte metros del Renault de los O’Connor y ajustar su velocidad a la de ellos.

A partir de entonces todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Justo en el preciso instante en que se acercaban a la curva que giraba a la izquierda, el Peugeot viró bruscamente hacia ellos. Ralph pisó el freno con fuerza y miró a su derecha. El cuatro por cuatro, un Toyota Land Cruiser con los cristales ahumados y una enorme barra de protección frontal, se encontraba justo a su lado.

A pesar de todo, el Toyota seguía sin mostrar ninguna intención de adelantar y se mantenía impertérrito en la misma posición. Ralph redujo aún más la velocidad y el conductor del cuatro por cuatro giró el volante hacia la derecha, golpeando el Renault con la parte derecha de la barra de acero. Se oyó un terrible estrépito y Ralph no pudo evitar que el coche diese un bandazo.

—¡Dios! —exclamó apretando el freno con fuerza.

Los neumáticos derraparon y empezaron a echar humo, dejando unas marcas sobre el asfalto que atravesaban de lado a lado la carretera. El impacto había lanzado el Renault hacia la derecha en dirección al extremo de la curva.

Los esfuerzos de Ralph fueron infructuosos. La velocidad del Renault y la fuerza del Toyota, de dos toneladas de peso, hicieron que su coche, mucho más ligero, se desviara inexorablemente hacia el margen exterior de la calzada.

—¡Ralph! —chilló Margaret mientras el coche se deslizaba lateralmente hacia el escarpado barranco que quedaba a su derecha.

Justo en ese momento, el Toyota volvió a golpear al Renault. Esta vez el impacto hizo saltar el airbag de Ralph, obligándole a soltar el volante. A partir de ese momento estaba completamente indefenso. El Renault impactó contra una pequeña hilera de rocas sujetas con cemento al borde del arcén.

Mientras Margaret gritaba aterrorizada, la parte izquierda del vehículo se levantó y comenzó a inclinarse hacia un lado. Seguidamente volcó por encima del borde y empezó a rodar por el terraplén casi vertical hasta aterrizar, unos diez metros más abajo, en el lecho seco de un río.

Apenas el coche salió de la carretera, el reconfortante ruido del motor fue inmediatamente remplazado por una interminable sucesión de golpes y sacudidas.

Margaret chilló de nuevo mientras todo a su alrededor empezaba a dar vueltas. La sensación de terror se hizo aún más intensa cuando fue consciente de que no podía hacer nada para evitar lo que estaba pasando. Ralph, por su parte, siguió apretando con fuerza el pedal del freno y se aferró de nuevo al volante, dos acciones instintivas que se revelaron completamente inútiles. En aquel momento el mundo de ambos se transformó en una vorágine de ruido y de violencia. Las sucesivas vueltas zarandeaban sus cuerpos de forma brusca, mientras el parabrisas se hacía añicos y la carrocería se doblaba con los repetidos impactos. Aunque los cinturones los mantuvieron en sus asientos y el resto de airbags se desplegaron, ninguna de estas cosas sirvió absolutamente de nada.

Margaret buscó la mano de su marido, pero no logró encontrarla porque los golpes y sacudidas se intensificaron. Justo en el instante en que abrió la boca para gritar de nuevo, la violencia cesó por completo. Sintió un enorme golpe en la parte superior de la cabeza, un dolor atroz y, de repente, la oscuridad sobrevino.

Arriba, en la carretera, tanto el conductor del Toyota como el del Peugeot detuvieron sus respectivos vehículos y, tras apearse de ellos, se acercaron al borde de la carretera y se asomaron al cauce seco del torrente.

El primero de ellos asintió con la cabeza con gesto de satisfacción, se puso un par de guantes de goma y comenzó a descender la pendiente a toda velocidad en dirección al coche siniestrado. El maletero del Renault se había abierto de golpe y el equipaje de los O’Connors había salido disparado. Una vez abajo, abrió las maletas y rebuscó en su interior. Luego se dirigió a la puerta del copiloto, se arrodilló y, tras sacar el bolso de Margaret, introdujo la mano y extrajo una pequeña cámara digital. Se la metió en uno de sus bolsillos, y continúo revolviendo el interior. Sus dedos detectaron una bolsita de plástico hermética que contenía una tarjeta de memoria de alta capacidad y un lector de tarjetas USB que también se metió en el bolsillo.

No obstante, era evidente que tenía que haber algo más, algo que no había conseguido encontrar. Con gesto cada vez más irritado, revisó de nuevo las maletas, luego el bolso y, con la nariz arrugada en señal de desagrado, registró incluso los bolsillos de los O’Connor. La puerta de la guantera del Renault se había atascado pero, después de unos segundos, la cerradura acabó cediendo gracias la larga hoja de una navaja automática que el hombre extrajo de su bolsillo. Pero también este compartimento estaba vacío.

El hombre cerró la guantera de un portazo, pegó una patada al lateral del coche visiblemente enfadado y trepó de nuevo hasta la carretera.

Allí intercambió algunas palabras con el otro individuo e hizo una llamada con el móvil. Seguidamente descendió la ladera de nuevo, se acercó una vez más a los restos del vehículo y, tras sacar el bolso de Margaret y revolver de nuevo el contenido, extrajo su carné de conducir. Luego lanzó el bolso al interior del Renault y ascendió de nuevo.

Tres minutos después, el Toyota desapareció sin dejar rastro en dirección a Rabat, pero el viejo Peugeot blanco permaneció aparcado junto a la carretera a la altura del lugar donde se había producido el accidente. El conductor se apoyó con toda tranquilidad en la puerta de su vehículo y marcó el número de los servicios de emergencia en su móvil.